domingo, 20 de enero de 2013

EL LECTOR





Hoy me han llamado algo que me ha gustado mucho. Tomaba yo mi café dominguero tras un largo paseo por la mañana del pueblo en el que apenas me he cruzado con nadie. A saber: Uno paseando al perrito o viceversa y el perrito levantando la pata cada pocos metros, cada dos o tres naranjos, como diciendo me meo aquí o no me meo y si lo hacía, si se meaba, era una micción bastante nimia que ni marcaría territorio, ni pondría cachondas a las perras en celo que por allí deambulasen. Otro con un papelón de churros por el paseo marítimo que daban ganas de decirle que se les iban a enfriar o que, si no tenía ni casa ni familia con la que compartirlos, que invitase. Una muy guapa con un gorro de esos para la nieve, con un borlón. Qué ridículos son también los gorros con borlones,  pero que bien les sienta todo a las guapas. Allá iba ella, andando muy deprisa con su gorro infantil, sabe dios a dónde. Por último, dos municipales en motocicleta, mirando a los pocos que rulábamos por la avenida, con muchísima chulería, como diciendo; pasaros un poco y ya veréis cabrones. 

Y poco más. Se me olvida a un conocido, antiguo amigo,  que se ha hecho el loco cuando me ha visto, pero se me olvida porque quiero que se me olvide. No sé si me explico.

Como dice un amigo mío, Gallardoski, al tema. El tema es que estando con mi cafelito en la terraza del bar, una señora que  pasaba vio bien sentarse también allí con su marido, en la mesa de al lado que está  más resguardada del poniente frío que sopla. El marido le preguntó con cierto retintín: ¿Pero dónde quieres sentarte, hija? Y ella con mucha decisión dijo: Ahí, en la mesa de al lado del lector.

Me han llamado muchas cosas en esta vida. No porque sea una persona especial, ni porque tenga ninguna anomalía, minusvalía o tara. Me han llamado muchas cosas porque llevo ya en el mundo cuatro décadas y media casi,  y durante este peregrinar hemos tenido tiempo para echarnos muchos amigos y para que surgieran, como de las madrigueras del rencor, algunos enemigos. Cuando se lleva mucho tiempo en algún sitio, pasan esas cosas. Gente que cree conocerlo a uno y dice que sí, que ese lleva toda la vida patatín patatán y otros que afirman; sí hombre, es ése que patatón patatín. Pero lo de lector me ha gustado tanto que he apartado la mirada del libro y le he hecho un gesto, creo que con  la ceja, a la señora, como diciendo “ole tú”. La señora se ha dado cuenta y también ha respondido con una sonrisa y luego se ha vuelto hacia el marido algo sofocada y le ha dicho las cosas que quiere para desayunar, que son varias. Ya no he seguido haciendo mojigangas con las cejas ni nada de eso porque el marido me ha mirado un poco mosca y debo decirlo, con algo de pelusa, porque a lo mejor a él también le gustaría ser como yo: Lector.

Y es cierto, nada nos gustaría más en el mundo que ser eso, que nos pagaran un sueldo por eso, por lector. No crítico literario ni otras delincuencias, sino simplemente lector. Sin tener que dar cuenta de lo leído a nadie. No sé, una biblioteca nacional o internacionalista, que dijera lea usted caballero, subraye los libros, ponga anotaciones al margen, recomiende si quiere algún otro del autor leído.

Deje en los libros, si lo ve oportuno, los marca páginas circunstanciales que ha aviado para la lectura; una servilleta de papel con el anagrama de la Cruzcampo, un recibo de Endesa, una florecilla seca como una muchacha romántica…

Doble algunas páginas por la esquina, haga ese triángulo en los pasajes que más le agraden. Y cuando los termine, los libros, los trae aquí, a la gran biblioteca para que sigan su vida, para que tengan vida propia y tengan manchas de café, miguitas de pan en el cordoncillo de la encuadernación. Restos de ceniza como metáfora del tiempo que ha pasado usted con ellos.

Sería muy bonito ese oficio y habría más de un genio que utilizaría las señales dejadas por mí para escribir otra novela. Una suerte de paroxística metaliteratura. Alguno viendo un ticket de metro en la página noventa y tres del “Libro del desasosiego” de Fernando Pessoa, sentiría un rapto de inspiración e imaginaría a un hombre solo y triste, como Pessoa, viajando en metro de vuelta de un trabajo horrible (no como el mío; de lector, que es un trabajo de puta madre) y alimentaría esa sagrada llama de la poesía y la melancolía con otras aportaciones, con otros libros.

Otro, erotómano incansable, por ver un recibo en la página noventa y cuatro de una whisquería, se sacaría de la chistera un premio sonrisa vertical con un  montón de polvos magníficos y lúbricas escenas de cama.
Cada rastro, cada señal, inspiraría un nuevo libro. A mí así no me faltaría nunca el trabajo y a los escritores  se les echaría uno una mano sin ser ya competencia para ninguno de ellos. A lo mejor agradecería uno que pusieran “Preciosa novela, prácticamente genial, inspirada por ese personaje conocido en los inframundos literarios como El Lector”. O no, preferiríamos el anonimato más severo, para que no se estropeasen ni el encanto ni el curro.

Tengo que rehacer mi Ridiculum Vitae y poner esta profesión como primera opción para las oficinas de

 (jaja ja)”Empleo”  . De segundo, como en los menús, pondré escritor y de postre; Escribiente. Seguro que me cogen. 



domingo, 13 de enero de 2013

MÁS POESÍA


Se dice, se sueña, se escribe o se piensa, que de todas esas formas se pueden hacer frases; “Se me rompe el corazón”  y tiene uno que pararse a admirar lo certero que puede ser a veces el idioma: “Se me rompe el corazón”… esa punzada de angustia y de tristeza, justo ahí, en el pecho, que nos oprime tan fuerte, que nos produce tanta pena que nos  hace sentir el corazón, verdaderamente roto.

A mí se me ha roto el corazón pocas veces, seguramente gracias al pastorcito divino que viene protegiéndome de los infiernos abisales, pero cuando lo ha hecho, cuando el corazón ha hecho ¡chof! O ¡Crash!, que eso depende de la magnitud del desengaño sufrido, cuesta trabajo recomponer ese músculo. Luego hay roturas pequeñitas del corazón, son daños, accidentes,  que no lo hacen añicos pero le dan un buen pellizco. A mí, viendo a mi hija estos días llorar por un desengaño amoroso, se me ha roto un poquito el corazón. Sobre todo cuando me dijo, mientras tenía lágrimas en los ojos, que se acordaba del muchacho y le entraba pena. Así lo dijo, con esa naturalidad en la tristeza o en el fracaso que su padre nunca tuvo, jamás ha confesado uno así, tan sencillamente, que había perdido.

 Uno perdía y ya está, se iba silbando una canción como de espagueti western con las manos en los bolsillos a mirar las gaviotas a la playa, a tomarse un café en los sitios más tristes del invierno o a beber el vino triste y solitario en las tabernas. También es verdad que uno, como le escribió en un poema una vez un amigo, jamás tuvo veinte años. Y sobre todo que siempre he pensado  que lo peor estaba por venir. No sé, también lo mejor, claro, pero ese sentido fatalista de la existencia robustece mucho el músculo del que hablamos, el corazón.

Sabemos que el cerebro recoge emisiones y que emite a su vez órdenes extrañísimas como el amor, la gratitud, el goce…que todo ese engranaje de sentimientos y vida parte de esa suerte de coñazo estructuralista que es nuestro cerebro, pero por algo que pertenece tanto al territorio de lo coloquial como de lo místico, cuando alguna cosa nos duele mucho, nadie viene a decir  “Se me ha roto el cerebro” porque es el corazón lo que se nos rompe. En todo caso, cuando las circunstancias y las dificultades de esta espuma que es la vida y son los días nos atosigan mucho, diremos que “Nos va a estallar la cabeza” de tanta cuita y tanta tribulación. 

Porque el lenguaje, el idioma, aparte de ser la única patria en la que nos reconocemos, valdrá tanto o más que mil imágenes. Cuando la suerte, como en el tango, es grela y falla y falla y todo parece que a una persona o a varias alrededor va a salirles mal, es muy socorrida esa otra expresión que dice “Se me cae el mundo encima”. ¿Quién lo dijo por primera vez? ¿Quién sintió esa amenaza, ese grandísimo desasosiego del mundo entero soportado sobre las espaldas como Atlas, el Titán, que a pesar de su gran fuerza gemía de dolor cada vez que la bóveda celeste se le montaba en el afligido lomo?

Los poetas que cogieron las palabras, las mezclaron a su sabor, y formaron las frases se han trascendido a sí mismos y , lo más importante, han trascendido la literatura y forman ya parte del acervo.

A mí me gustaría que con los años se pusieran de moda expresiones, mejor versos, como aquella dedicatoria de Miguel Hernández a Ramón Sijé: “Se  me ha muerto como del rayo” con ese posesivo  “me” tan íntimo y tan doloroso. O que ante la melancolía y la ansiedad creativa que puede esta a veces propiciar, dijeran las personas como si fuese un refrán; “Joder, estoy que puedo escribir los versos más tristes esta noche”. Y la gente no se burlase ni hiciera cuchufletas.

O cuando el reo frente al juez no tuviese ya argumentos para defenderse sentenciara: “mire, señoría, todo lo que usted diga, pero es que hay golpes tan fuertes en la vida, yo no sé.” Y con esa confesión Vallejiana, dicha así, sinceramente, empezaran a fluir sobre el carpetón de la justicia todos los atenuantes, siquiera líricos, que beneficiaran al reo.

O que pudiéramos decir al empleador (antiguo patrón)  “Me matan si no trabajo y si trabajo me matan”. Y que el patrón (hoy empleador) no tuviera más remedio con este axioma que negociar jornal y jornada. Siendo ahora Nicolás Guillén nuestro mejor enlace sindical.

O cuando, por ejemplo como decíamos al principio, el amor nos diera uno de sus testarazos, llamásemos a los amigos y sólo tuviésemos que decirles: ¡Tengo miedo de quedarme con mi dolor a solas! Y nuestros amigos y amigas, sabiendo lo extremo que es tener que acudir a las rimas de Becker para comunicar nuestra necesidad, nos montaran grandes fiestas, con serpentinas y con canciones que empezarían todas ellas con aquello de Goytisolo, de que la vida es bella ya verás y que a pesar de los pesares tendremos amigos y tendremos amor, otros amores y otras rupturas.

Ya sé que así no se pude ni vivir ni alternar, ni nada. Que parecería la vida un musical de esos que hay, tan odiosos con las personas bailando por cualquier tontería y cantando canciones que todos se saben.
Pero imposible no es. Porque ya puestos a flipar con las posibilidades del lenguaje; ¿No hemos quedado en llamar al patrón, empleador, a la guerra “misión humanitaria”, al ejército y su ministerio de la guerra “ministerio de defensa”, al vicio “ludopatía” , a la miseria y a los pobres “exclusión social y excluidos” , a la rebelión “terrorismo”, a la usura “Mercado financiero” , a los recortes “reformas” y a las privatizaciones (y esta es digna de un premio Nobel) “Externalización de la gestión”.

Pues así con todo. Yo le diré para reconfortarlas, a las personas que amo y que tengan eso; pena, lo que Antonio Machado al olmo seco: 

“Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.”




sábado, 5 de enero de 2013

LOS REYES (MAGOS)


Aprovechaba el rato que echaban ella y su madre mirando por  las calles esa locura de carrozas,   caramelos y hombres enmascarados,  para bajar del armario las cajas de vivos colores que contenían muñecas, libros de cuentos, ingenios electrónicos,  o lo que fuera que estuviese de moda esa temporada para el niño y la niña y al alcance de nuestros bolsillos. El tiempo apremiaba porque el día cinco de enero nunca fue festivo y uno salía de trabajar ya casi de noche.
Llegaba a casa, me quitaba los atavíos de chupatintas, me colocaba mi buena sudadera de los Ramones o alguno así, y montaba mi arquitectura del regalo;  un rudimentario caminito de chocolatinas y caramelos  que conducía directamente a la orgía de celofanes, plástico pintado y muñecas con trajes de noche  y pintas de putones verbeneros.
 Cuando había creado toda esa florida pachanga, avisaba a la madre para decirle que ya podían regresar, que ya estaba dispuesta la sorpresa. Supongo que lo del caminito de caramelos y huevos Kinder la primera vez tuvo que entusiasmarla, pero aquella liturgia repetida cada año más o menos de idéntica forma se fue haciendo habitual y al asombro, como todo en la vida,  sucedería la costumbre y el caminito ese ya ella ni lo miraba, pendiente del final del mismo, de la meta.
Alguna vez pusimos un poco de carbón, el castigo, la amenaza que nunca cumplimos y hasta el carbón era un dulce, una poética reprimenda de papaítos entregados.
No sé por qué, acaso por lo de la integración racial, yo siempre quería que eligiese al rey negro y que dirigiese su pedido a éste, pero ella,  más pragmática,  solía escribirle al pelirrojo, símbolo de la blancura nórdica  y el poderío económico de occidente, que esas cosas ella no las sabría pero las imaginaba.
Hace unos días, recordando todo esto de su infancia y quizá también un poco de la nuestra, nuestra infancia como adultos, nuestra condición de padres tan jóvenes cuando  éramos bastante hijos todavía, ella me confesó que se sabía toda la trola, que hacía años que ese misterioso relato de hombres con barbas llegados de Oriente que se dedicaban a la filantropía infantil por mandato divino, había sido descubierto. Que había indagado en los altillos de los armarios y clandestinamente abierto las bolsas, así  que todas nuestras  amenazas con la sentencia firme de que si seguía comiendo tan poco o si no estudiaba un poco más no iban a traerle nada aquellos desconocidos señores, resultaban bien patéticas.
Todo lo sabía, papá, me dijo, pero no te lo confesé porque como tú montabas el fandango aquel del caminito de chocolatinas y caramelos, me daba mucha pena decírtelo.
Así es la vida, piensa uno que está siempre protegiendo a los hijos, que sabe hacerlo, que es un padre bueno en el  buen sentido de la palabra bueno y resulta que, a veces,  son ellos los que lo protegen a uno. Quién sabe si todos aquellos años de cuentos a  la hora de dormir eran también un coñazo que soportó , pobrecita mía, estoicamente porque ella entendía que su padre, al que tanto le gustaba un micrófono, una guitarra, un  escenario, un tablao, una rumba, una verbena, necesitaba público y ella era el público que más a mano tenía. Quién sabe de cuántos piadosos silencios se nutren las relaciones. Quién sabe de qué infamias, de qué desconsuelos,  me estará ella protegiendo ahora.