Digamos que hoy he inaugurado oficialmente la temporada de “paseos matutinos invernales” Cada uno tiene sus ceremonias y sus solemnidades. Los unos harán viajes a países lejanos a los que nosotros jamás iremos y declararán inaugurada oficialmente la temporada itinerante, los otros quitarán el precinto a nuevas aventuras, amoríos y éxitos. Yo me he puesto una gorra que tengo, he met...ido las manos en los bolsillos de la cazadora y me he dicho: Ya está aquí otro invierno, diga lo que diga el calendario, y me he tirado a la calle.
Hace frío, humedad, y es como si al horizonte le hubiesen colgado un cortinaje de niebla. Lo más alegre que se ve por el paseo marítimo es un perro medio loco que ha entablado una especie de pelea con su propio rabo, el perro es calcado a aquel galgo corredor que poseía D. Alonso Quijano y que en vez de irse por esos mundos de dios con su amo, se quedó allí, en la alquería, quizá añorando la caricias del lector impenitente de novelas de caballería.
Estos paseos solitarios son más bien tristes, no sé, a veces pienso que si me encontrase a mi madre, a alguno de mis hermanos, a mi hija, caminando solos por el paseo marítimo, con gorra o sin gorra, que aunque parezca que no tiene su importancia, me preocuparía muchísimo. Mi soledad está bien, está bien incluso mi melancolía y este vagar por la orilla como si no tuviese uno un lugar en el mundo, pero que lo hagan los seres queridos ni me gusta, ni me parece tan bien. Me da escalofríos su soledad.
Yo con gorra soy yo con gorra, pero mi hermano menor con gorra es otra cosa, o mi madre con un sombrero de lana. No sé si me explico.
Se han esfumado los pensamientos sombríos cuando me he cruzado con esta pareja. Él debe andar por los ochenta años, alto y todavía erguido pese a las pendencias de la senectud. Ella algunos menos, setenta y cinco o así, pequeña, delgada y con más coloretes en las mejillas de lo que aconseja la prudencia, como una actriz decadente que todavía suspira por las beldades de antaño. Estaban los dos tirándole fotos a lo poco que podía verse del Coto de Doñana, un manchurrón verde, porque como digo la mañana estaba nublada. Cuando he pasado por su lado han reparado en mí y ha sido ella la que alegremente, andando a saltitos veloces, como una ardilla, me ha dicho si podría echarles, a los dos, una fotografía con la desembocadura al fondo.
Como estaba uno meditando muy profundamente, en plan Fernando Pessoa, no me he enterado a la primera y ella, pensando seguramente que era un poco tonto, me ha hablando con el lenguaje de signos, ha dibujado en el aire con sus dos manitas una cámara, se ha puesto las manos entre los ojos y ha pulsado ese dibujo, abriendo mucho los ojos y arqueando las cejas. ¿Lo entiendes ahora, merluzo?
Ha posado, la pareja, con mucha disciplina, pero al mirar en el visor el resultado de la primera de las fotografías, he comprobado que ha salido hecha una mierda, descuadrada y con una mancha extraña, como un ánima, en el centro. No he dicho nada de esa presencia porque la pareja es muy mayor y no es cuestión de asustarlos estando, por edad, mucho más cerca del más allá que del lado de acá. Vamos a hacer otra, les he dicho, como si fuera ya uno de su pandilla, que ésta ha salido regular. Gracias, gracias, han contestado ambos. Él muy serio, ella muerta de risa. La segunda está ya más decente, incluso me pareció que el paisaje de fondo se había aclarado un poco y podrían enseñarla a los hijos o a los nietos, cuando regresen a casa de vuelta de este viaje. Y de pronto, no sé por qué, me he sorprendido diciéndoles: “bueno y ahora una dándose ustedes un beso, ¿no?”
Yo no sé por qué les he dicho eso. Emilia lo habría dicho casi con toda seguridad y con esa espontaneidad suya que lo mismo vale para un roto que para un descosido. Recuerdo que una vez que coincidimos con Javier Krahe al que yo trataba casi con reverencias, ella le contó que habíamos estado unos meses antes viéndole cantar y que estuvo bien, pero que tenía un resfriado tremendo, él, Krahe, vamos que cantó como pudo. Y Krahe nos miró como si fuésemos a pedirle que nos reintegrase el importe de la entrada.
Pero yo no soy así y menos las mañanas que salgo a pasear con la gorra puesta. Ya lo había dicho “Ahora, hagamos una dándose ustedes un beso” No pusieron ningún impedimento, al contrario, les encantó, sobre todo a ella, la idea.
La mujer se sostuvo sobre los dedos de los pies, con agilidad sorprendente, como una bailarina de ballet , para así llegar a los labios del hombre tan alto que la esperaba y que la tomó suavemente por la cintura.
Era ese beso, ese movimiento coordinado entre los dos, algo tantas veces repetido que los delataba. Y tenían ambos tan interiorizadas las distancias, la diferencia de altura, que les salió un ósculo perfecto, sin lubricidades ni lenguas, pero a pesar de todo, un beso de amor que testimoniaba que habían sido muchos, que habían sido una pareja que se besa mucho. Y eso, por lo que sea, me conmovió.
Todavía pude verlos marchar, el brazo de él sobre los hombros de ella, el brazo de ella en la cintura de él. Caminando lentamente pero alegres, como si hubiesen perpetrado una pequeña travesura.
A lo mejor un día nosotros damos también ese paseo, con una vida entera detrás. ¿Nos saldrán los besos, las caricias, tan bien como a estos dos amigos? ¿Cuánto de bueno y de malo cargaremos en nuestro zurrón? ¿Qué azares nos habrán hecho dichosos? ¿Cuáles desgraciados? Y así, con estas dudas y estas certezas me he venido aquí. A contarlo.