Lo moderno se queda anticuado enseguida, ya sé que esto es
una obviedad y que es la esencia de la
moda, pero los muy modernos cuando inmersos en esa suerte de arrogancia
despectiva -yo voy a la última y tú no, tú eres un paleto- no suelen caer en
que esos trapos y peinados que hoy están exhibiendo como un trofeo del gusto,
dentro de nada, serán muy ridículos.
Los años ochenta, por lo que fuere, estuvieron plagados de
gente modernísima. Ahora, cuando vemos
imágenes de ese tiempo, nos da la risa
floja y cuando testimonian las
fotografías que hubo una época en que las personas vestían así, como si hubiesen
salido de una enfermedad, no sé; la
polio por ejemplo, asumimos lo fugaz que es todo y como las tiranías de la moda
abismaron a personas que pensábamos normales a esa barbarie de hombreras en las
chaquetas, guardapolvos para irse a lo del baile, cardados de fantasía con
mechas inverosímiles y todo un repertorio de cosas dañinas para la salud mental.
Vemos una fotografía
de un señor paseando por las calles en 1915, y nos parece ese señor más de
nuestra época, más contemporáneo, que
esas de los años ochenta como salidas de una pesadilla de Almodóvar (dios, da
escalofríos pensarlo) , con tantos colores que a fuerza de querer desprenderse
de la tristeza y la depresión de los años oscuros, producen un cansancio visual
(e intelectual) comparable a una tarde en la feria de Arco.
Porque esa es otra; la moda artística. Yo creo que como
andaban estos muchachos y muchachas todo el día de fiesta en fiesta, bebiéndose
sus buenos cuba libres y metiéndose tiritos en los retretes, no tenían mucho
tiempo para cuidar su obra. Pero era un bucle, porque muchos de ellos,
pintores, diseñadores, poetas rarísimos, si no llevaban su pachanga a las
galerías de arte o a los colegios mayores, no eran invitados a las fiestas para
ajumarse y ponerse ciegos perdidos de cocaína, de manera que algo tenían que
hacer y entre vomitera y sudores, sacaban los pinceles y plasmaban allí, como
colofón a todas esas nocturnidades, su churrete de colores, o sus poesías, o
sus canciones, como diciendo ¡toma ya, ahí queda eso!.
Algunos diseñaban sillas en las que sólo podía sentarse un
contorsionista ( y de los buenos) otros dibujaban rayas para arriba y para
abajo (en qué andarían pensando) los teatreros sacaban en todas las obras a una
muchacha desnuda y a veces a un muchacho,
con la picha engurrumida por el frío, cuando ibas a verlos, pagabas tu
entrada y como premio, la chica desnuda (con abundante vello púbico porque lo
de las ingles, como todo, también tiene sus modas) te tiraba en la cabeza el
contenido líquido de un orinal, o el muchacho, con la picha ya un poco más
repuesta, te perseguía por los palcos del teatro, como diciendo te voy a poner bien,
estimado público.
En las poesías salía siempre una cabina de teléfonos (ya
casi no hay) y eran muy del gusto de aquellos poetas hablar del ojo del culo de
la gente, las irreverencias con las monjas y cosas de navajas brillando como la
luna. Como el romancero gitano, pero con más smog.
Los cineastas
glosaban la escena en la que una adolescente, una niña casi, echaba una meada
sobre una maruja medio demente. Y los cantantes, que bailaban como si les
hubiera dado una trombosis y anduvieran en rehabilitación, cantaban que eran
metálicos en el jardín botánico, y ese verso, tan tonto, se convertía en himno
y divisa generacional.
Pues toda esta verbena, aunque los jóvenes de hoy en día no
den crédito, marcaba tendencias e influía en la vida cotidiana. Eran un grupo,
una élite, pero consiguieron tanta presencia social y mediática, que han
pervertido la historia y se diría que todo el que tuvo en esos años menos de
treinta , estaba con ellos, viviendo esa vida tan loca, tan bohemia y tan
cachonda.
Pero no, la mayoría de las personas vivían una vida perra,
trabajando cuando trabajaban en trabajos mal pagados y de mierda. Los jóvenes
del extrarradio, sin dinero para lentejuelas y otras bisuterías, se dejaban
crecer unas melenas leoninas y se compraban en el Disco Play una camiseta con
un bicho horroroso estampado en ella. Los modernos cuando los veían, decían
¡uy!...y decían ¡ay!, porque eran rockeros y eso del rocanrol estaba muy
antiguo, existiendo Mecano, y había quedado para los yonkis de Carabanchel alto
y para cuatro o cinco rojazos de pueblo, medio hippies y anti otan, incapaces
de asir la intrínseca belleza de una canción que decía, sombra aquí y sombra allá, maquíllate, maquíllate…¡Con
dos cojones!
Viendo la banda de pijos, de nobles apellidos muchos de
ellos, que conformaron aquella fantasmagoría ochentera, entiende uno el acierto
con que dieron nombre a ese momento: La movida. Sus padres o sus abuelos,
cuarenta años antes llamaron a su orgía de sangre “El movimiento”.