BATALLAS
DOMÉSTICAS
“Hay días en los que
lo peor de uno mismo, son los demás”
MAFALDA
Hay días en los que el mundo irrita no por la crueldad, no
por la injusticia, ni por la codicia de
algunos que produce la desgracia de otros, no; hay días en los que el mundo
molesta por la tontería, por la tontería que a veces destilamos todas las personas,
como si anduviéramos sonámbulos o medio dormidos todavía y no fuésemos capaces
de echar mano de los reflejos atávicos con los que hemos ido aprendiendo a
deambular por la vida. Seguramente será
cosa de uno mismo, de una irritabilidad que, en esos días aciagos, somos
incapaces de dominar.
En el supermercado, me quedo mirando lo que hemos metido en
el carro y todo me parece prescindible, bueno, concedamos que el pan nos hacía falta, pero todo lo demás son cajas
y bolsas de colores y más que la compra de dos adultos, parece nuestro carro el
de unos adolescentes que se fueran, no sé, de camping, o a un cumpleaños.
Anda que ha terminado uno siendo un poeta épico; con la
crónica del supermercado estamos lidiando, ¡oh, hermano Homero! ¡Qué se hizo de
esas largas travesías, de los cíclopes coléricos, de las batallas libradas, del
canto seductor de las sirenas, de las
tentaciones, y de todas las quimeras y
florituras que adornaron nuestro viaje! Al final resulta que nuestra Ítaca es
el Mercadona y nuestra utopía las ofertas de la charcutera.
Si al menos viniéramos en grupo, como los del SAT, y la
montásemos, podríamos darle a esta romería del carrito otra dignidad, otra
distinción, que ahora no tiene.
Las señoras y los señores merodean por los pasillos, cogiendo las cosas que se diría que son gratis
de tantas como cogen, y yo, mentalmente, voy haciendo las cuentas de la pareja que
tengo delante. Estos llevan ya por lo menos ochenta euros en gilipolleces, le
digo a mi compañera y ésta me mira como diciendo qué te importará a ti.
Me cruzo con otra pareja, los dos en chándal esta vez, que
otro día no tendría relevancia ninguna esa indumentaria, pero hoy sí, no sé por
qué, pero hoy sí. Vienen corriendo con su carro y ni miran ni nada, como dos
conductores suicidas, casi me arrollan con sus redes de mejillones y sus bolsas
de comida para perros. Van en chándal y tienen perro, voy apuntando detalles y
trato de que la compañera participe de mi ironía, seguro que también van los
domingos en bicicleta a pasearse, desayunan juntos en la calle los días de
fiesta, follan civilizadamente los sábados y están los dos muy pendientes del
placer o el gustirrinín del otro. En
cuanto llega la primavera hacen barbacoas en un dúplex que están pagando porque
ninguno de los dos ha perdido todavía el curro y leen libros de moda, ven
películas de moda y viven una vida de moda.
A estas alturas, mi compañera, visiblemente molesta, está ya
de parte de cualquiera de los peregrinos que van por los pasillos y en
contra de mis comentarios. Creo que ha sido dos veces las que ha amenazado con
que ya no la acompaño más a la compra. En la vida. Eso lo ha añadido para enfatizar su decisión, pero
yo creo que no va en serio.
Viendo que ninguna de mis sugerencias surge efecto, ¿por qué
no echamos al saco estas galletas que valen la mitad que las otras? ¿Qué tiene
esa marca de friegaplatos que no tenga esta otra? ¿Un calvo como el de la
lámpara de Aladino? Nada, ella está decidida a rebatirme con cínicos argumentos,
como
que mis galletas son las que sirven en Guantánamo los días de diario y
que lo que le gustaría de mí es más práctica fregando los platos y menos
teorías ingeniosas.
Así que me voy solo, a mirar por ahí, por los pasillos. La
parte de los güisquis y los vinos ni quiero verla, uno es contable, como
Pessoa, y ya he calculado que con lo que
llevamos comprado y lo que traemos en el monedero, nos da para un cartón de vino tinto de esos que
beben los vagabundos. Lo único que me
interesa, dejando a una parte cielos el pecado de los vinos, son los encurtidos, por el nombre, y los salazones, las cecinas, los adobos, no
porque tenga interés en comerme nada de eso, sino porque son palabras en desuso y me gusta
decirlas; cecina, salazón...
Llevo un rato mirando una lata en la que se puede leer
“Almejas chilenas” no sé, me ha dado este enunciado para ponerle título a una
novela erótica, a un club de carretera y a un grupo de pop rock femenino, como
las Vulpes, pero más poético.
¿Te vas a llevar la lata esa, o no? Dice ella sacándome de mi
abstracción y apareciendo por detrás, a traición. Pues sí, me la llevo, he
contestado con gran seguridad, porque tampoco iba a decirle lo que estaba
pensando, que ya veo que no está hoy el horno para bollos. La he echado en el
carro y ella la ha sacado, ha leído algo, no sé qué, y ha vuelto a dejarla en
la estantería sentenciando: “Deja eso
ahí, anda, que a ti esto no te gusta”. Iba a rebelarme, pero para qué, he
tenido la visión de esa lata de “almejas chilenas” ocupando un sitio en nuestra
despensa durante años, junto a aquella jarra de cerveza de cinc que compramos
en Portugal y en la que ya siempre iba a beber yo mi cerveza y la colección de
tazas de Forges que sacó el País, en las que siempre iba a tomar yo mi café.
La cajera nos quiere vender un pan gordo, como de la edad
media, que dice que viene muy bien para hacer torrijas (torrijitas, dice, aplicándole el diminutivo con gran simpatía) otro
día seguro que le hubiese dicho que sí, porque era muy barato y, aunque jamás
hiciéramos las torrijas, (otro malogro, como la jarra de cerveza, las tazas y
las almejas) supongo que la chica se
llevará una comisión o algo por esa venta de última hora.
Como colofón al fracaso doméstico, he insistido en que con
tres bolsas teníamos bastante, a pesar de que las dos – compañera y esa cajera
que ya me está cayendo más gorda que aquella,
la del Mercadona con lo del lío del
SAT- han insistido mucho en que hacían falta, al menos, dos bolsas más. Nada,
ahí me he puesto terco y no he transigido. Tres bolsas.
He llegado a casa y las palmas de mis manos mostraban un
sendero casi morado, parecido al de las
santas estigmatizadas cuando iban a salirles las llagas antes de la posesión
divina. Si hubiésemos repartido la carga…
dice ella sin poder evitar una media sonrisa de satisfacción, pese a que uno
está mirándose todavía las manos por si descubro un código de barras adherido
ya para siempre a la piel, como las líneas con las que los quiromantes y las gitanas, hacen sus cachondeos
predictivos.
Me voy a relajar un rato en mi estudio, he dicho, como un
combatiente derrotado. Vale, escribe algo, anda, ve y te tranquilizas, ha contestado, ahora; a mí
no me saques. Pues, ya ves compañera, no se puede ganar siempre.
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