viernes, 24 de diciembre de 2010

FELIZ NAVIDAD

Deberíamos suspenderlas, estas fiestas quiero decir, deberíamos declararlas perniciosas para la salud mental y absolutamente dañinas para las economías familiares.

Por donde voy me llegan las mismas noticias sobre la - así llamada- nochebuena. Son siempre noticias sobre el hastío que producen, son quejas y más quejas sobre las reuniones familiares donde siempre sobra y falta alguien, son reproches sobre los precios que alcanzan los productos más o menos aparentes con los que se pretenden agasajar a los parientes y a los amigos, son ayes y suspiros de señoras caminando cargadas de alimentos perecederos a los que rotularán con mayonesa y otras salsas de cansina elaboración.

¡Qué coñazo de navidad! Es lo que más escucho a mis paisanos, pocas, escasísimas veces ha oído uno decir a alguien ¡Qué alegría más grande de navidad! . A los chiquillos y las chiquillas y a algún otro más maduro pero de una edad mental semejante a la de los púberes o los infantes. El resto del personal o de la ciudadanía como diría un politicastro de la época, está generalmente hasta los huevos de choco de estas orgía de postres derramados y lucecitas de colores titilando por las plazas y avenidas, que se diría que, otra vez, la ciudadanía en pleno se ha ventilado un tripi y va por ahí gastando lo que no tiene y poniendo caras de idiota colectivo.

Deberíamos suspenderlas para no tener que escuchar más villancicos agitanados, para no tener que tocar la pandereta al lado del cuñado que enseguida se achispa y que cada año pregunta indefectiblemente si hemos cambiado de coche, de una puta vez, la faltaría añadir.

Deberíamos suspenderlas para evitar la cochambre de las calles, para evitar también que nuestros vástagos vomiten por las esquinas los excesos del vino dulce, para que no mueran tantos jóvenes por las carreteras comarcales víctimas de esta irracional alegría fiestera que se torna en tragedia tantas veces.

Deberíamos suspenderlas para quitarnos de la vista la tontería de los muñecos subiendo por las ventanas como ladrones buenos, para ahorrarnos el costo del alumbrado de las plazas con esa estética nórdica como imitando la nieve que nunca caerá por aquí , a no ser que los heraldos del cambio climático lleven razón y esto se convierta en una trapisonda del clima que no entienda ni el niño dios recién nacido.

Deberíamos suspenderla para que el que no tiene nada, como el niño dios recién nacido y en pañales, no se sienta todavía más chinche y más fuera de las ceremonias de su país y su aldea y le entre, al que no tiene nada ni nada puede ofrecer a los suyos, una pena muy grande.

Deberíamos suspenderlas porque son tristes como la pena del parado y del indigente, porque son muy tristes las alcobas alquiladas pendiente de la orden de desahucio, porque son muy tristes los pesebres en los que sestean domesticadas por el monstruo de la crisis todas las sagradas familias obreras del mundo, deberíamos suspender esta mansedumbre de creer y cambiarla por la pelea de conquistar.

Pero si al final las suspendemos tampoco podremos asistir al cachondeo de la zambomba, a las comidas de empresa donde por fin gráciles secretarias echan un polvo extramarital achispadas de cava con el conserje del edificio que está buenísimo sin el uniforme. Si la suspendemos nos perderemos el mensaje de su majestad borbónica que consigue cada año dormir al abuelo como un sedante regio. Nos perderemos el fandango de la prima del campo y la rumba loca de la rubia del tercero que cada año se viene a la fiesta y se levanta una miajita más la falda de volantes y olé.Si la suspendemos nos perderemos también algunos brindis, algunos abrazos que no se dan casi nunca, algunas miradas infantiles llenas de emoción viendo a los reyes magos tirar caramelos duros por las calles. Si las suspendemos nos perderemos algunas copas y eso sí es imperdonable en estos tiempos terribles que estamos padeciendo.


Todo, como se ve, tiene como mínimo dos caras. No me resisto para terminar este artículo estacional a citar un genial verso hecho villancico de Carulla, autor de la Biblia en verso y citado por Josep Pla en sus “Notas del Crepúsculo” :

“Nuestro señor Jesucristo/ nació en un pesebre/ ¡Donde menos se piensa/ salta la liebre”




martes, 14 de diciembre de 2010

HABLANDO DE TODO



Me interrogaba una amiga, amiga a su vez de mi escritura; estos alardes de juntapalabras con los que zascandileamos por la opinión, cómo era posible que anduviese uno ya, a mis años, tan descreído, tan apeado de las Arcadias del porvenir, tan levemente melancólico. Veamos:


No estuve en las trincheras defendiendo la libertad o una idea de la libertad, ciertamente no había por esta parte del mundo silbido de balas ni cañonazos , pero si me hubiesen angustiado de verdad la justicia de mis ideas, si me hubiese faltado el aire imaginando las tropelías y los asesinatos de los villanos del mundo, muy bien podría haber cogido mi hatillo, mi juventud y mis certezas de entonces y largarme a guerrear a Nicaragua o ponerme los avíos de ayudar y partir para el cuerno de África como un misionero marxista.

Pero no anduve en conspiraciones , ni corrí con mi pancarta mientras la policía repartía palos a los rezagados o a los camorristas que pretenden su revuelta por los barrios, que levantan el ascua sagrada de la lucha obrera en forma de tea y queman o destruyen lo que al día siguiente los obreros de siempre, los que no pudieron ir a la manifestación porque el lunes había que currar, tendrán que limpiar y reparar por un sueldo de miseria que bien vale una manifestación y el germinar de una lucha y vuelta a empezar si es que quieres que te cuente el cuento de Juan de la Pipa.

No arriesgué mucho, la verdad. Cuando tuve que cortarme la pelambrera para ganarme el pan lo hice, estuve a esto de cambiar el foulard palestino por una corbata estampada, menos mal que los dueños de los cortijos empezaron, ellos también, a quitarse las corbatas y a vestir informalmente sus camisas con reptiles y sus jerséis equinos y permitieron que a los jóvenes de antaño nos bastara con el aseo y la ausencia de símbolos, entiéndase pegatinas, chapas anti otan o zarcillos en las orejas, para ocupar algún puesto de responsabilidad en sus empresas.

También hice la mili mientras otros muchos compañeros se jugaban la libertad, la libertad esa de los veinte años que es cuando más se ama la libertad. Algún día contará uno cómo hizo el servicio militar, esto será cuando estemos completamente seguros de que han prescrito los delitos contra la patria que uno allí cometió.

Siendo todavía muy joven me propusieron celebrar una boda con la mujer que amaba, atendí los deseos familiares y me dejé secuestrar durante un par de horas en una iglesia, una ceremonia folclórica en la que confortaba comprobar que el opio del pueblo se había transformado en garrafón y que los feligreses del quilombo creían tanto en las poesías medio subnormales que recitaba el cura como el comité del partido en la antigua URSS en la revolución proletaria y en la filosofía de los compadres Marx y Engels.

Frente a un tipo vestido de cantante griego que me miraba a los ojos hablando de amor heterosexual, de compromisos casi de ultratumba y de vomitivos débitos conyugales, como cuando firma uno un contrato, dije públicamente sí, quiero ; y faltó la ovación de la afición que se retuvo hasta llegar a la parcelita donde tras sacrificar un cochino, pelar unos cientos de gambas y producirse la ingesta de varias cajas de vino de la tierra, se oyeron los vítores de rigor y los celebrados novios aprovecharon la confusión de la fiesta para largarse al Sur, garito inexcusable de aquellas noches, vestidos todavía de mamarrachos y terminar de ajumarse (él, ella no) con los amigos de siempre, que ni vitoreaban ni nada.

Dejé que los míos vivieran en función de sus ideas y procuré que las ideas que uno tenía no se filtraran por los sumideros de la educación. Sólo impuse el respeto y la independencia de cada uno, tuve siempre la sensación de que lo que se gana a través de la violencia; orden, autoridad, temor, no valía la pena. Nunca quise que nadie me quisiera por otra cosa que por lo que uno mismo era, la única ambición era vivir y rozar de vez en cuando esas fronteras de la felicidad y de la risa. Me gustó la canción y el poema, hice muchas canciones y montones y montones de poesías. Al principio las regalaba, cuando entendí que también el regalo era una forma de oprimir la tranquilidad de las relaciones, dejé de hacerlo, incluso dejé de leerles las poesías a los pobres incautos que todavía consideraban una cortesía muy buena animar mis ínfulas de rapsoda .

Por todo eso, querida amiga, creo en todo hasta que deja de ser creíble. Por eso ando tan cansado muchas veces y me pierdo en cierto nihilismo ilustradillo que puede parecer cargante. Por eso a veces, apenas me defiendo y me dejó llevar por este río de la vida que nos pongamos como nos pongamos, al final termina- ya Manrique lo dijo y cómo - desembocando en la mar. Que es el morir.

lunes, 6 de diciembre de 2010

ESPEJISMOS

Decía Hemingway que a partir de los treinta años, un hombre es responsable de su cara. La tradición habla también de que la cara es el espejo del alma y yo trato de conjugar con mis precarios avíos analíticos las caras que conozco y veo que efectivamente, ese bigote arrogante, seguro de sí mismo, inhabilitado para la piedad o la compasión que quiso dibujar José Stalin sobre su boca, forma parte de la responsabilidad facial que tuvo Stalin sobre su imagen y la proyección de ésta al mundo. No buscaba la admiración sino el terror y se puso bigote y gorra de plato para habitar en los sueños como quimera y pesadilla, para que en los sueños de, por ejemplo, Bulgakov, uno de los grandes de la novela rusa del siglo XX, se manifestara el padrecito con toda su solemnidad asesina.

También el ridículo bigotito de Adolfo Hitler, insultante, inseguro y cruel , que sólo puede desfavorecer un rostro, ese bigote acomplejado y vengativo fue responsabilidad del monstruo nazi. Si no hubiese cuidado cada mañana Hitler esa imagen dura y demoniaca que le daba su pelusa de fantasía sobre la boca, a lo mejor hubiera sido menos malo, a lo mejor hubiera vivido con menos odio.

Escribo esto no porque pretenda llegar a ninguna conclusión capilar, no porque tenga ningún interés en demostrar empíricamente la relación entre la misteriosa manía del bigote y los arrebatos totalitarios de las personas. A pesar de ello se me ocurren montones de ejemplos ; Pinochet , Videla, Francisco Franco, Himler, Aznar, Taras Bulba…Escribo esto por razones mucho más peregrinas o, si se quiere, más personales.

Esta madrugada, cuando he llegado a casa repleto de amistad y sumido en una ebriedad reconfortante, me dio con la jumera por dibujarme yo también un bigotito en el careto, a ver cómo se me transformaban el humanismo y la tolerancia. Quería modelar yo en mi propia piel un mostacho librepensador pero, se han detenido estos delirios de barbería cuando me he asomado al espejo del cuarto de baño y he visto cómo un desconocido miraba desde dentro, me observaba perplejo y como uno ya a esta edad no cree en los bichos de ultratumba ni en nada que no se pueda encontrar en internet, he retado a mi reflejo durante más de diez minutos. A ver qué tienes que decirme le he dicho al tipo que miraba.

Frente a frente conmigo mismo , he visto en mi mejilla izquierda la huella de un beso de mi abuela que debió suceder sobre el año 1974, mi labio superior todavía estaba marcado por un puñetazo muy doloroso que debieron darme en la década de los ochenta, por mis párpados bajaba una melancolía infinita que pertenece a aquellos años de adolescencia en los que me complicaba la vida con argumentos robados a Raskolnikov o al Hamsum hambriento y helado de Noruega.

Mi labio inferior todavía sangra el dulce mordisco de aquel polvo juvenil en una habitación de hotel una noche triste de despedida y guarda restos mi boca del escozor que me dejó la pasión en casi todas mis zonas erógenas .

Mis pómulos se han hinchado con el paso de los años y del rostro afilado que uno tuvo, quedan ahora unas marcas que hablan de cuadrantes, de balances, de traiciones y de tardes de otoño viendo anochecer por la ventana de la oficina. Mis pómulos se convirtieron en cachetes y se pusieron gorditos como se pone gordito a los treinta años el hombre casado.

Mi frente, ay, empieza a estar marchita como en el tango y las arrugas del día se manifiestan con un jeroglífico de vida.

En mis pupilas brillan todavía canciones, paseos por la playa en soledad, libros acumulados en los laberintos del intelecto, bragas y sostenes tirados por el suelo, sexo callejero y manos infartadas entre cremalleras y encajes, sueños, utopías , conciertos, condones y versos.

Y si miro más adentro- porque el del espejo se deja- descubro a mi hermano tocando canciones hermosas y tristísimas en un cuarto helado de la provincia de Madrid, 1990. Abro la boca como el monigote del “Grito” y me salen recitales poéticos en el Topo Andalú, Maiakowski y Cesar Vallejo campeando a sus anchas entre efluvios marihuaneros, abro la boca y el negro Milanés encarnado en el “Jou” trova “Mi dulce niña” entre amigos que llegan y amigos que se fueron.

Mi cara y el tipo del espejo han venido a contarme la vida esta madrugada extraña, entre mis cejas hay un dolor oculto y una venganza de los tiempos, por mis orejas caen como enanitos los enemigos que no han sabido perdonar y en mi garganta la angustia sube y baja al compás de mi nuez.

Luego me duermo pensando en bigotes y sólo se me aparecen beatíficos mostachos: Frank Zappa, Faulkner, Charlot, Cernuda… y zozobro pensando en que cualquier generalización vendrá a ser rebatida inmediatamente por la tozudez de los hechos.