Soñé con la casa de mi abuela, una casa vieja. Soñé que
había un pájaro que cantaba en aquella cocina minúscula en la que mi abuela
preparaba sus guisos. Mi abuela nunca tuvo un pájaro que cantara, pero sí lo
tiene mi madre. Hace unos días, viéndola (a mi madre, a mi abuela ya para
verla, sólo en sueños y en fotografías)
observé con cierta consternación cómo ambas van pareciéndose con el paso de los
años.
¿A quién terminaré pareciéndome yo? Una de estas tardes en
las que uno está un poco más tonto que de costumbre, me afeité la barba y me
dejé el bigote solamente, buscando en mi careto el rastro de mi padre. Como fue
tan evidente el parecido, me apresuré a rasurarme el mostacho, temeroso de ser
poseído por el espíritu de ese hombre y que el síndrome de mister Hide, me
llevara a salir huyendo de aquí, a perderme en los vericuetos de la madrugada ,
a tener cada día aventuras y desventuras como los románticos, a pasar de la
risa, el vino y la juerga con putas y
amigotes, a la pena y el remordimiento por los seres más o menos queridos, a vivir ya para siempre
abandonado de todos, como él eligió vivir. Y morir.
Ah, los sueños, ráfagas de la vigilia que se transforman en
historias desordenadas, como en una novela moderna o una película más moderna
todavía, en cuanto cerramos los ojos y
nos dejamos mecer en la hamaca de la inconsciencia.
Mi abuela, en el sueño, me decía que si las cosas seguían
así, tan mal, tendríamos que comernos al pájaro que cantaba en su cocina. Y
cuanto más tajante era ella en su amenaza, más y más bonito cantaba el pájaro
en su jaula. Yo le decía que jamás me comería al pájaro y ella, para
convencerme, contestaba burlona; Si te lo comes cantarás mejor que Camilo
Sesto. Porque ella me había visto – en la vida, no en el sueño- cantando muchas veces frente al espejo de su tocador
con un peine en la mano como micrófono, las coplas del artista; Melina,
Getsemaní y Jamás, jamás he dejado de ser
tuyo y lo digo con orgullo, que también ese hombre se estrujaba las
meninges para escribir sus ripios.
El sueño terminaba terroríficamente, mi abuela ya no era mi
abuela, era una oronda figura femenina vestida de negro que con un cuchillo en
una mano y el pájaro cantor en la otra, se
acercaba a una cama enorme en la que yacía yo, enfermito, y declamaba: “Adivina, adivinanza, cual es el bicho que te
pica en la panza” Lo repetía muchas
veces, yo sabía la respuesta pero en cuanto dijera ¡El hambre!. ¡Zas! , el
pájaro degollado. Así era el sueño, ahora que venga Freud y eche el rato, a lo
mejor necesito unas pastillas o me
merezco una baja médica, o un sueldo por tristeza. Quién sabe.
A mi abuela, los años del hambre la habían dejado
traumatizada para el resto de su vida. No me gusta esta frase, es un asco.
Probemos otra; “El hambre, aquellos años
terribles, la marcó para siempre” …tampoco es la hostia, pero vale, mejor
que eso de “traumatizada”. Mi abuela
no tenía traumas; mi abuela tenía
marcas, heridas en el alma y recuerdos del espanto.
Quizá por esa presencia del horror, racionalizaba los
alimentos, a los que llamaba víveres. Y al telediario, el parte, a la policía;
los guardias. A la guerra civil, con mucho temor, el levantamiento. Y al dictador, caudillo. Cicatrices jamás
curadas de la guerra y del lenguaje.
Si en casa sobraba
pan, había que comérselo por duro que
estuviese tras tres o cuatro días en la panera. Una vez tuve la feliz idea de
escribirle a mi abuela mi primera canción protesta. Se trataba de una especie
de rap en el que se repetía insistentemente, como un mantra, una frase:
“Habiendo pan tierno, comemos pan duro, habiendo pan tierno, comemos pan
duro”
Arrastré al bendito
de mi hermano Javi a aquella reivindicación musical. Yo tendría siete años y mi
hermano seis. Él, en atención a mis peculiaridades rítmicas, se encargó de las
percusiones, swingueando con las cucharas sobre los platos de cristal opaco
duralex . Creo que mi abuela nos dio tres avisos, como a los toreros, y como
fuera que seguimos los dos hermanos con la chanza y el pitorreo a las
espartanas costumbres de aquella mujer, se vino hasta la mesa camilla donde
habíamos montado la orquesta y en medio de un “Habiendo pan tierno…” nos propinó a los dos hermanos sendas
bofetadas, una y dos, que acabaron con el cachondeo y probablemente lastraran
para el futuro nuestras ínfulas de cantautores contestatarios.
La casa de mi abuela
olía a jabón y a alhucema y un poquito a soledad. ¿Cómo huele la soledad, dirá
el prosaico? No sé, pero sé que huele.
En esa casa donde pasé algunos años de la infancia, mi
abuela perdió completamente la cabeza.
Había sido la mujer más seria y rigurosa del mundo, poco cariñosa y poco dada
como se ha mostrado en párrafos anteriores a lo que ella llamaba con infinito
desdén “pamplinas”.
Piensa uno que llevaría guardada esa propensión a la alegría
y a la parranda de mi estirpe porque, en cuanto perdió la cabeza- cómo me gusta esta expresión- se arrancó el velo de amargura que las
vicisitudes de la vida le habían colocado; viudez, pobreza, estraperlo, hambre,
ocho hijos y cuatro “desgracios” que era el nombre que recibían los abortos o
los niños nacidos muertos en su diccionario personal.
Cuando enloqueció se transformó en una mujer simpatiquísima,
la demencia senil la desprejuició y cantaba con sincera alegría tanguillos de
Cádiz, bien acompasados y alguna letrilla satírica y medio picante que la
hacían esbozar una hermosa sonrisa, como si la niña que fue y que ahora, tras
décadas de reprimirse a sí misma, había recuperado, viniera a manifestarse.
Estuvo aquellos últimos años de su vida acompañada de
personas que la querían, sobre todo su hija, mi madre, que jamás censuró - todo
lo contrario; los estimulaba- los
desmadres octogenarios y los pollos dialécticos
que montaba mi abuela en su butaca. Mis hermanos la embromaban
continuamente y para ella (cuyo carácter
todavía tendrá que estar haciendo temblar al niño dios del cielo en el que ella
creía y al que quería subir) aquella necesidad de estar pendiente de los comentarios de estos hermanos míos, la mantenían alerta, viva, partícipe de lo
cotidiano. Y aunque su mente anduviera entre fantasmas y mezclara pasado y
presente, e incluso futuro…se desarmaba acaramelada cuando mi madre le cogía la
cara con las dos manos y besaba sus mejillas que olieron siempre a jabón. Pocas
veces ha visto uno en la vida unos ojos más agradecidos al cariño, más
reconfortados por un beso.
A los mayores apenas
se les conoce porque cuando vivos no nos interesan y tras su muerte los deudos
suelen caer en la hagiografía más o menos lamentable. El caso es que tras este
sueño he querido estar un rato con ella, con mi abuela. La escritura no nos
dará de comer pero a ver quién es el guapo que me niega que la escritura me
está dando para vivir.