El motivo de la invitación lo ignoro. Sería cosa de que un
amigo de otro amigo… y así, exasperando la cadena de casualidades, me llegó la carta. Pagaban el viaje y el
alojamiento y pondrían mi nombre en una antología con otros doscientos o
trescientos genios más. La cadena de casualidades siguió su herrumbrosa
trayectoria y resultó que tenía que ir a esa ciudad para hacer unas mediciones
por la cosa de montar una gran librería a unos señores. De manera que junté
vocación y obligación y me aproveché de una y de otra. El viaje que tenía que
haber hecho de todas formas me salía gratis …y la noche de hotel. Si encima
conseguía venderles la librería a los señores y , para colmo, después de la
lectura arrancaba una gran ovación del respetable, es que ya sería la leche. Al regreso me abrazarían mi esposa y mi hija y
me dirían eso mismo; “Eres la leche,
papá”.
En algún momento he debido equivocarme, pensé, cuando me dijo el taxista; “ aquí es”. ¿Aquí? Pregunté, pero es que yo voy a leer a la “Asociación poética Rara Avis”. No
sé porqué se me había metido en la
cabeza que la sede de la asociación iba a estar en todo el centro y además muy
cerca del futuro cliente al que tenía que medírsela (la librería). No estaba en
el centro, no. Aquello era un páramo como los que se ven en Afganistán con la
tierra yerma, que deben de quitarse las ganas hasta de bombardearlos, de feos y
tristes que son. Había que cruzar todo eso, unos doscientos metros de erial,
para llegar a una barriada y allí estaría
ubicado el centro cultural, social o de desintoxicación de toxicómanos.
El taxista estaba deseando largarse, temeroso de los apaches
que iban asomándose por los agujeros de una tapia medio caída que dividía aquel
descampado en dos partes. “Mire usted,
normalmente no hago esta ruta, le he traído porque está la cosa muy floja, pero
el polígono es este, la asociación que
dice usted no tengo ni idea, creo que algunas veces vienen a ver si quitan de
las drogas a los chavales unos cuantos maricones y un cura, pero vamos, que
estos pajarracos ya no tienen remedio” Con lo de los pajarracos que no tenían
remedio, no sabía si se refería mi amigo
el taxista a los yonquis, a los maricones o a los curas. Y como para rubricar
el argumento se nos acercó uno de aquellos enganchados y me pidió a mí (al taxista con la mirada que
le lanzó, flamígera, como las de los arcángeles, no le iba a pedir nada) una
ayudita. Indiqué al taxista que se
cobrase y- dije mirando de reojo la cantidad que marcaba el taxímetro- los
sesenta céntimos que sobran se los da usted al compañero. “Manda cojones”
Exclamó mi amigo el taxista, como diciendo que la costumbre era quedarse él con
el cambio, de propina. Y así hubiera sido de no aparecer el zombi. Así que el
taxista sentía como si al final la
limosna la hubiera dado él. En teoría
tenía que haberle pedido el ticket para presentarlo a la asociación “Rara Avis”
pero pensé que si lo hacía, mi amigo el taxista sacaría de debajo de su asiento
un mazo y nos correría a mí y al yonqui, a garrotazos por el descampado.
Mi amigo el yonqui-
ya se fue el taxista- sabía perfectamente qué era, a qué se dedicaba y
dónde tenía su “sede central” la asociación. “Yo te acerco, tronco. ¿Tienes un cigarrito?”. Se lo di y me encendí
yo otro para mí. Emprendimos la marcha como dos colegas a la búsqueda del antro
mientras iba cayendo la tarde. Mi amigo el yonqui caminaba muy deprisa y me
proponía sitios para ligar, al principio pensé que eran mujeres lo que quería
que uno ligase, pero no; era para ligar estupefacientes muy diversos. ¡¿Tú
eres andaluz, no? ¡Buen costo por allí abajo, eh colega! Y yo le decía
poniendo cara de golfo y como si fuese
el mismísimo Bob Marley; ¡De primera,
tronco! , para que viera que uno era también enrollado y pasota.
Algunos de los apaches que se apoyaban en la tapia medio
derruida nos siseaban, pero mi amigo el yonqui, me decía; Ni caso, nosotros palante, colega. Échate otro pito, ¿no choni?
Empecé a sospechar que mi amigo el yonqui iba a entregarme a
los asesinos en cuanto llegáramos a la barriada. Que allí le darían de
recompensa una miaja de heroína o lo que sea que lo ha dejado así, hecho una
mierda, y conmigo se harían los sicarios pulseras de cuero, después de haberme
robado y haberse choteado durante horas con las poesías que llevaba en la
maleta.
Cuando entramos en la barriada aquella vi a lo lejos un
coche de la policía local. Y me dieron ganas de decirle a mi amigo/traidor y a
todos los sicarios que me miraban desde la oscuridad de los alféizares : ¿Ahora
qué, cabrones? .
El coche de los guardias pasó por nuestro lado y saludaron a
mi amigo yonqui los dos tripulantes. Eso me tranquilizó mucho. Seguro que no
era un secuestrador sin entrañas, pero a lo mejor era confidente de la bofia
(cómo se me pone el léxico suburbial) y al verme con él, los criminales
pensarían que uno era de la policía secreta y eso era una ventaja y un
problema. Si los malhechores eran unos pringaos bien, pero si eran de una banda
importante, podían tener dos por el precio de uno: el chivato y el pasma
cabrón.
Por fin llegamos al centro cultural “Rara Avis”. En la
puerta había un cartelón donde se me anunciaba : Esta noche lectura poética de J.A. Gerardo “Gerardoski” . La
primera en la frente, me dije. “¿Tú eres
ése, tronco?” preguntó mi amigo.
“Casi”, respondí. Ese “casi” le hizo a
mi amigo una gracia tremenda. Supongo que le estaría haciendo efecto el primer
chute. Casi, casi, repetía y se
descojonaba solo.
A mí también empezó a contagiarme esa risa y en pleno
cachondeo de los dos, abrió la puerta de la asociación un hombre de unos
sesenta años, con una cara de bueno que se le caía, pero muy serio. Con la risa
floja y tratando de reponerme iba a hablar y decirle al señor que me perdonase
pero que estaba muy contento de haber llegado sano y salvo hasta el umbral de
su sede, pero mi amigo el yonqui se adelantó y entre hipidos y ahogando las
carcajadas, le dijo “Padre, ahí le dejo a mi colega “Gerardoski” que lo he
traído yo hasta aquí, o casi” Y otra
vez, como dos tontos, nos pusimos a reírnos mientras que el “Padre” me
investigaba por ver qué clase de individuo habían contratado y qué mierda de
droga me había estado metiendo por ahí.
Lo peor era que yo no veía a nadie, pero la puerta de
entrada era también la del salón de actos de la asociación “Rara Avis” y ya
habían ocupado sus asientos, unas veinte o treinta sillas de propaganda de
cerveza, un nutrido grupo de señoras con permanente y algunos jóvenes, que
supongo que serían los maricones a los que se refería el taxista, y fueron testigos
de toda la escena. Me miraban con reprobación contenida mientras yo, rojo de
vergüenza pero todavía con la vaina de la risita, iba encaminándome a la tarima
que más que nunca me pareció un cadalso.
El cura era el que me tenía que presentar y lo hizo,
rapidísimo, como espetándome; ya te has presentado tú mismo bien presentado…En
fin, dijo; aquí les dejo con la poesía de Juan Luis Galiardo “Galiardoski”. Y
por la cara que puso su santidad, le faltó añadir; “que les aproveche”.
Cuando terminé de soltar el rollo había que tomar unas cañas
con la plana mayor de “Rara Avis” y allí pasamos un buen rato, comiendo
cacahuetes y bebiendo. Una señora me
vendió dos libros sobre la historia de la asociación y su encomiable labor
social, veinte euros los dos. Cuando salí a fumar un cigarrillo a la calle,
aparecieron dos chavales y me pidieron tabaco, el yonqui habría corrido la voz
por el suburbio.
Todo iba bien, me había gastado una pasta en el taxi, en
tabaco y en libros, pero la gente no dejaba de felicitarme por la lectura y por
las poesías y hasta el circunspecto cura me felicitó por mis versos. Al final,
dijo, ha salido mejor que si hubiera venido fulano, que quería que le pagásemos
el hotel y el viaje. El cacahuete que iba a meterme en la boca se me cayó al suelo.
Tendría que haberles dicho que me habían prometido alojamiento y transporte,
pero es que me quedé mudo.
Me llevó a la pensión
uno de los jóvenes voluntarios que parecía buena persona pero que
conducía como Mad Max. Me despidió con un abrazo y me dijo que cuando quisiera
las puertas de “Rara Avis” estaban abiertas para mí. Le prometí que en nada estaría de nuevo por
allí, con más poemas, más risas y más euros para comprar cosas de su biblioteca
y unos collares muy floridos que hacían en clase de manualidades algunos
drogadictos reinsertados y que ya había intentado colocarme la bruja que me
vendió los dos libros (veinte euros, los dos) .
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