1.- OLE
Hace algunos años, actuaba mi hija en una de esas pachangas
que montan los colegios el día que se cogen las vacaciones de navidad. La
performance de mi chiquilla era un ballet sobre una música atroz, de una
cantante con un gran meneo de caderas. Eran lo menos veinte chiquillas de unos
ocho años danzando al son de esa música. Nos habíamos comprado una cámara de
vídeo, no como las de ahora, minúsculas y como de espías, no, una cámara casi
de camarógrafo de National Geographic .
Asistí algo avergonzado al acto pensando que iba a ser yo el
único hortera con la cámara al hombro. Cuando llegamos al salón de actos
decorado para la ocasión con motivos navideños que sólo recordarlos ahora,
desde este sábado de agosto, me producen una tristeza y una melancolía grandísimas,
me encontré con una convención de reporteros con sus cámaras al hombro. Eran
los papás de los niños artistas que iban a hacer las tonterías penosas que se
hacen esos días. Algunos papás la tenían más grande y otros más pequeña (la
cámara) y un tipo, supongo que un maestro del colegio, nos indicó amablemente
que habían habilitado un espacio para los majarones que íbamos a grabar a
nuestros tiernos infantes haciendo el mamarracho.
Si había uno transigido ya con lo de la cámara, con lo del
festival navideño y con lo de darle la mano a un montón de pijos que
conformaban la asociación de padres, cómo íbamos a negarnos a ponernos a
escasos metros del escenario a dejar constancia en vídeo del acontecimiento.
Una vez allí, como me aburría soberanamente por muy
encantadores que pudieran resultar los pastorcitos cantándole bienvenidas al
niño dios y el Belén viviente de los de preescolar, que algunos lloraban a moco
tendido, mientras las voluntariosas maestras, dos chiquillas guapísimas, les
hacían mojigangas desde la zona de apuntadores para que no jodiesen los
llorones aquella evocación cristiana. Decía que una vez allí, me distraje en
observar qué grababan con sus cámaras mis compañeros reporteros.
Me di un paseo por la fila, como el capitán pasando revista,
y fisgué en todos los objetivos de forma que pude constatar, que todos los
papás y algunas mamás que había, fijaban su objetivo en una sola de las
personas que deambulaban por el escenario. Esta única persona o personita era
su niño o niña, claro. Se trataba la mayoría de las veces de primeros planos
conseguidos con el zoom, que como otras cosas de la vida, unos lo tenían mejor
que otros. Si se movían por cualquier
cosa las cámaras, enseguida, como los de Dogma 95, la banda esa que montaron Von Trier y Vinterberg, fijaban el objetivo tembloroso
en sus hijos y les importaba una mierda el resto del colegio.
Sentí una angustia vital. Imaginé a todos aquellos papás
enseñando durante años a los amigos y a los allegados la caza fílmica del día, quizá
después del vídeo de la boda y del viaje de novios, que eso también suelen
hacerlo y si uno fuese lo valiente que quisiera ser, les diría a los que nos
ponen en sus casas esas tonterías con la excusa de que nos invitaron a cenar y
de que se han gastado unas perras en vino bueno, que lo único que podría para
nosotros tener interés es el vídeo de la noche de bodas, interés erótico si
estaban guapos o zoológico si estaban ya fofos y un poco desvencijados, como
los muebles viejos.
Salí del salón de actos, como digo, angustiado de ese
fanatismo paterno y me acodé en una barra que habían puesto otros muchachos
para coger fondos para una excursión que querían hacer, seguramente a las islas
Canarias, donde volarían por fin libres de sus papás y sus cámaras y sus
halagos, y sus consejos, y sus devociones.
Y como jóvenes libres descubrirían,
allí en el africano archipiélago, una serie de placeres que ya no querrán ni
compartir ni confesar a sus padres; alcoholes, sustancias estupefacientes,
hímenes y prepucios abismados por las camas de hotel. Libres al fin de la
mirada de los papás y las mamás, para que el ciclo de la vida, que diría el Rey
León, siga su camino inexorable.
2.- OLE MI NIÑO
Una virtud que reconocemos y nos sigue suscitando gran
simpatía es la ecuanimidad. Para empezar, frente al ecuánime no nos parecerá que nos
pegamos contra un muro cuando tengamos que dirimir cualquier controversia y esa
disposición ante el juicio, valorando nuestros argumentos, si es que los
tenemos, y exponiendo los del otro, siempre nos enriquecerá moral e
intelectualmente.
No creo que tenga que ver con la imparcialidad; ser imparcial
es no tomar partido: Es decir; que
frente a un Real Madrid-Barcelona nos importa un pito quién gane y por qué
humillante goleada. Ser ecuánime, sin embargo, será sentir los colores de uno de los dos
equipos en liza (por ejemplo del Barcelona) pero reconocer tras el partido los aciertos
del otro, la superioridad de su juego en esta ocasión y el merecimiento de la
victoria.
Por eso nos molesta tanto ese fanatismo paternal (casi
siempre materno) que puede llegar a convertir al inocente infante en un
personaje odioso a fuerza de sufrir cómo su mamá pregona sus virtudes.
Por continuar con el símil futbolístico, si el niño de su
madre juega en el equipo, hay que ver cómo juega de bien el niño de su madre,
lo subnormal que es el entrenador que no lo ha sacado desde el minuto uno de
juego para que demuestre lo que vale el niño de su madre y lo hijo de puta que
es el delantero contrario que le ha dado al niño de su madre una patada en la
rodilla, que le ha dolido, a su madre, mucho más que a su niño.
El niño, claro está, no tiene culpa de esa devoción materna,
pero cuando lo vemos corretear inocente alrededor nuestra, no sabe uno porqué,
pero siempre nos dan ganas de darle un cate, sin que nos vea su santa madre
porque nos mataría sin dudarlo un segundo. No se imagina esa mujer que nos ha
puesto al día de cada uno de los pormenores vitales del niño, de sus avances en
el colegio, de su desayuno, almuerzo, merienda y cena, cuánto nos aburre su
milonga. En realidad no se imagina nadie cuánto aburre al contertulio las
hazañas de los vástagos propios.
A esas impudicias habría que contestar con un “¿pero de verdad crees que a mí me importa
cómo hace tu niño futbolista la casa, si suelta o dura, bendita amiga?”
Pero no decimos nada, por prudencia o por cariño, y nos tragamos el pastiche con paciencia.
También nos callamos porque produce
cierta piedad ver a esas mujeres depositar en sus hijos e hijas toda la
esperanza, toda la ilusión de futuro, como si ellas no lo tuvieran ya, como si
hubiesen ellas renunciado a su propia vida y no quieran otra cosa que vivir,
aunque sea en diferido, la vida de sus hijos e hijas. Son pecados que merecen
nuestra indulgencia porque son pecados de amor y en el amor, ya lo decía más o
menos Fernando Pessoa, todas las cartas
que se juegan son naturalmente ridículas.
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