Tras el café, el ojeo a la prensa y el primer cigarrito de
la mañana, he dado un paseo maravilloso,
de esos míos que daba uno antes de los seis meses de calor. Un paseo por fin
sin sudar, por fin vestido como una
persona normal y no como un guiri cateto con calzones cortos, estampadas
camisetas de colores y sandalias, como los apóstoles. Nada de eso, hasta una
ligerísima chaqueta de verano ha podido ponerse uno. Y como colofón a la
caminata he terminado en esta cola en la que aguardo para que me metan en una
bolsa de plástico unas tiritas de harina frita, churros mañaneros, para llevar a la familia. La familia festeja
más el detalle del padre, que en el día
feriado madruga para que consorte y prole se nutran, que el sabor del desayuno
propiamente dicho. Casi siempre sobran muchos de estos churros y suele ser el padre el que termina con el
papelón, sintiendo ya toda la mañana una especie de lúbrico ardor de estómago,
no sé si me explico.
En la cola casi todo
el mundo quiere contar su historia, confiar su biografía al primero que pase. Somos unas diez personas y es extraño que uno
se haya quedado a esperar, habiendo por delante tanta gente, creo que siete, si
no se me cuela la maruja sulfurada que ya le ha dado, sin ser su turno, algunas
instrucciones a la churrera y a su marido de cómo los quiere ella (los churros)
y cuántas porras va a comprarles, como si con este adelanto de la fuerte
inversión que va a hacer en el negocio,
pudiera corromperlos y se saltaran los dos comerciantes churreros la ordenada
cola que hemos formado, civilizadamente y, milagro en estos tiempos convulsos,
sin portar nadie ninguna pancarta. Debo estar esta mañana de muy buen
humor. Ni para ver la exposición de
Velázquez en el museo del Prado aguanté la cola kilométrica de fanáticos
pictóricos del sevillano. Esa cola era muy rara porque los cuadros que según el
catálogo se exponían en el museo y que la gente iba a ver con tanta ansia y
afición habían estado, que yo sepa, desde siempre en ese museo del Prado y
tampoco teníamos noticias de que fueran a llevárselos a otros
museos o a dárselos en prenda a los rusos, para lo de la revolución y la
guerra.
El primero de la cola es el abuelo de alguien. Se le ve
lustroso al hombre y vestido de domingo, con una de esas camisas cubanas con
grandes bolsillos y el olor a loción de afeitar se siente desde mi posición (el
octavo si no lo estropea la comadre que me sigue) Ese hombre llevará los
churros a la casa porque los nietos se han quedado a dormir y es que los hijos
tenían una fiesta, una barbacoa o un baile, no sé. El caso es que la pareja de
septuagenarios han concedido una vez más y se han hecho cargo de los nietos.
Cuando desayunen, el nieto de más edad se sentará con su tebeo en un sofá
orejero que tiene el abuelo y el abuelo con su periódico, en el otro sofá. Le
preguntará el nieto qué significa, abuelo, “malandrines” o por qué dice siempre
el Capitán Trueno, cuando blande su espada ante el moraco traidor, ¡Santiago y
cierra España! Y a saber qué explicación va a darle el abuelo, pero al nieto le
valdrá. No me digan que estoy tonto perdido, que el nieto se pasará la mañana
con los video juegos y que apenas mirará al abuelo. El hombre lleva bajo el
brazo un ejemplar de tebeo y un periódico y para algo serán ¿no? Como mínimo
para componer esta estampa.
Tras el abuelo hay un hombre joven, unos treinta años, es el
que menos ha hablado durante esta tertulia (quitándome a mí, claro, que estoy
de cronista) de vez en cuando, si la conversación de las comadres se distiende
mucho, hace cosas con su teléfono móvil. Mandará mensajes, quizá mensajes
clandestinos a una amante a la que no podrá ver hoy, hoy no cielo mío que ya
sabes que tengo que cumplir con la parienta y con los niños. Comprando churros
estoy, mi amor. Y la amante se sentirá tras esa inocente confesión de su
adúltero amigo muy ofendida y muy triste, comprando churros, pensará la femme fatale que no le ha dicho nada al
maromo cuando ha colgado, pero que esa
mañana suya, de cotidianidad y de mínima
alegría doméstica, la han puesto a la
amante de un humor horrible. Le hubiese dolido menos que el cabronazo en vez de
ese: comprando churros estoy, mi amor,
le hubiese dicho metiéndole el churro a
mi señora esposa que me acaricia a su vez y con gran parsimonia los huevos.
Tras el adúltero hay dos señoras con sus sendos cardados y
con fantasiosos tintes para su edad; una un color caoba intenso. La otra azul
oscuro, casi negro, como la película de culto, que no se si han venido juntas,
si son amigas desde siempre o si se han conocido aquí, en la cola, y han
sentido que era este el principio de una hermosa amistad como en la otra
película (de culto también). Estas dos mujeres parlotean de esto, de aquello,
de lo otro…no profundizan en nada y con todo frivolizan un poco. Lo de la prima
de riesgo, que hace unos años jamás hubiese pensado uno que se iba a encontrar
con disquisiciones de ese tipo en la cola de una churrería, se lo saben más o
menos. Lo de la herencia recibida, que es una forma de decir que la culpa de
todo la tiene Zapatero, como Yoko Ono con el ocaso de The Beatles, también lo
repiten con ese tonillo marujil con el que se habla hoy en las tertulias
políticas de la televisión y de la radio. En realidad, lo que se ve a la legua,
es que a estas dos les importa una mierda todo eso de lo que hablan, porque en
cuanto aparece la figura de una famosa, folclórica que no sé si canta, baila o
solamente excreta por los platós televisivos, su conversación toma un ritmo
inusitado, los primos, los novios, un mayordomo, una hija que tiene la famosa,
un marido que tuvo, un torero que canta o un cantante que torea, sabe dios, los
euros que se embolsan por esa basura, el tiempo que está esa mujer tan famosa
en la tele y quién le cuidará al niño que canta o que creo que torea y que es
amigo del mayordomo, o del folclore aragonés. Hasta mi amigo el adúltero, ha
dejado unos instantes sus persistentes mensajes de móvil a la amante, que a
estas alturas estará ya llorando sobre un blanco almohadón de satén, en bragas
también de satén y hasta posando un poco en su tristeza, como las artistas
antiguas. Ha hecho alguna corrección, decía, mi amigo el adúltero y por lo
visto el novio que canta de la famosa no es el culpable de su pregonada
desgracia, parece que la culpa es del padre que tiene, que era cómico pero que
ahora es drogadicto y no le hace ya gracia a nadie.
Los junta palabras de antes tenían, sentían, la obligación
de irse al desierto del Sahara, a sentir allí el aguijón climático y el de los
escorpiones. El viejo Hemingway se corría sus aventuras y después,
exhausto de experiencias y harto de follar, las plasmaba en papel. Los párrafos
le salían fluidos, como disparos de su escopeta de cazador en África. Para mí
eso ya no tiene mérito ninguno. Lo de follar y las aventuras sí, pero valerse
de esos argumentos para la obra de uno, no, no vale. Así cualquiera. Yo creo
que lo mío tiene mucho más mérito, dejando a una parte el talento, la
excelencia literaria y el reconocimiento mundial, porque con la vida que uno
lleva, con las costumbres tan previsibles, que si estuviéramos siendo seguidos
o vigilados por un comando de asesinos lo iban a tener bien fácil para saber a
qué horas hacemos las cosas y hasta por qué página vamos del libro de Curzio
Malaparte que estamos leyendo. Ya digo, esto tiene un mérito, esté escrito como
esté escrito, que esa es otra valoración que no me corresponde hacer a mí.
Seré, lo sabe uno y me da lo mismo, como
mucho autor de la gran novela sobre la churrería.
Como me temía, la
maruja sulfurada ha hecho unos hábiles movimientos estratégicos y se me ha
intentado colar. Señora, he abierto por fin la boca, que me pidió la vez usted
a mí, ¿no se acuerda? Vino usted muy displicente y moviéndose como una gallina
en el corral y lanzó al aire la pregunta retórica ¿Quién es el último? Lo
recuerdo perfectamente, señora, porque no dio usted ni los buenos días. El
abuelo ni se interesó por su presencia porque él iba el primero y las
vicisitudes del resto de la cola le importaban un pito, este de aquí, el del
chándal tampoco dijo nada porque oculta algo, yo creo que una amante, señora. Y
las dos contemporáneas suyas, ya ve, por seguir pegando la hebra son capaces de
cederles a usted el sitio, pero yo no. Aunque tenga aquí, bajo el brazo, este
librito de Curzio Malparte no soy ni pacifista ni nada de eso, y lo que usted
no sabe es cómo me pongo cuando me enfado.
La churrera, para
que no se enfade nadie y se monte así el tumulto, propone una solución
salomónica. Saca un par de ruedas de churros bien hermosas y dice, a ver
hombre, cuánto quiere la señora y cuánto quiere usted, que con estas dos
hermosísimas ruedas vamos a deshacer el entuerto. A mí no me vale esa solución,
no sé qué me ha pasado, es como si anduvieran subastando mi dignidad, sin
embargo, cuando uno iba a decirle a la churrera que lo que íbamos a comprar
eran dos euros con cincuenta de mercancía, mi acérrima enemiga ha cacareado con
los brazos en jarras: Yo quiero veinte
euros, simpática. ¡Veinte euros!, lo sabe uno porque ha ido observando las
cantidades de porras y churros que se han llevado los que me antecedieron y
veinte euros suponen prácticamente las
dos ruedas para su menda, si acaso quedarán unas miserables tiritas, más bien
frías, que tendrá uno que meter en una
bolsa blanca y volver a la casa derrotado por la gallinácea impertinente. La
churrera tras la oferta de la señora, me ha mirado como diciendo; qué quieres, picha, has perdido. Y no sé
de dónde me ha salido esa voz que ha clamado, como Moisés en el desierto, y ha
sentenciado, lenta, burlonamente; pues yo
quiero veinticinco euros, guapa. Le he dicho guapa a la churrera no porque
lo sea, que no lo es, ni porque tenga uno costumbre de hablar así, como los
chulos, sino porque mi contrincante le
había dijo “simpática”.
Ahora viene lo peor,
llegar a casa con este trofeo de guerra. ¿Cómo les explico que me he gastado
más o menos el presupuesto del día en esta liza absurda? ¿Entenderán ellas que
lo que estaba en juego era mucho más que un puesto en la cola, una bolsa de
churros? ¿Las convenceré a las dos si les digo que, en cierto modo, la bronca y
el dispendio churrero había sido un poco por ellas también, porque no se los
comieran fríos, los churros, porque no considerarán a su padre una, a su marido
la otra, un pusilánime y un cantamañanas?.
Y así hemos caminado
hasta la casa, con todas estas cosas en la cabeza, sintiendo cómo se clavaba en
mi espalda todavía la agraviada mirada de la maruja, también se me escaba una
sonrisa de vez en cuando, la verdad. Por lo de la victoria que acababa de tener
y por los dos kilos y medio de churros con los que vamos cargando y que vamos a ver quién se los come ahora.