Una vez traté de liberar a un pájaro de su jaula. Abrí la
puertecilla mientras el canario se posaba en una de las perchas que le habían
colocado para que pensara (si es que piensan los canarios) que lo hacía sobre
una rama. Yo creía que en cuanto diese la oportunidad de la huída al pajarillo,
saldría escopetado hacia la libertad. Fantaseé con la idea de que daría dos o
tres vueltas por la alcoba, unas piruetas como de agradecimiento hacia su
libertador y emprendería el vuelo por la ventana a la búsqueda de la arcadia
para adornar con su canto la dulce melodía del flautín del pastor. El canario
se quedó tan tranquilo, bueno cantó un poco pero como por compromiso. Ni se
acercó a la puerta abierta.
No se habrá dado cuenta o pensará que es una trampa de algún
humano hijo de puta, pensé. Metí la mano en la jaula para sacar al bicho de su
cautiverio y este se revolvió, como el reo que se rebela antes de subir al
patíbulo, por fin pude sacarlo y le dije como Francisco de Asís; levántate y vuela, hermano canario. Lo bonito hubiera sido
que el canario asumiera las exigencias del guión, que como dije antes, me
dedicara tres o cuatro cabriolas, que se echara su mejor cante y que majestuoso
en su fragilidad de pajarito, tomara el camino de la ventana abierta rumbo a la
aventura, a la libertad y a la vida.
El canario dijo que me metiera el cuento de Walt Disney y
las fábulas de Samaniego por donde me cupiera. Aleteó como un murciélago
asqueroso y cegato por la habitación, piaba histéricamente como diciendo qué me
ha hecho este gilipollas, dónde está mi confortable casita de alambre, con mis
perchas, mi comedero y mi bebedero, con la bandeja donde me cago impunemente sabiendo que vendrá alguien
a extraer los excrementos y a dejármela impoluta y todo a cambio de unos cuantos
trinos que nada me cuestan porque en cuanto veo la luz me pongo flamenco.
Al final el bicho, porque ya para mí era un puto bicho y no
un poético pájaro amarillo, se buscó las formas para meterse otra vez en la
jaula. Si hubiese podido se habría colocado unas pantuflas de tela a cuadros y
una bata y me habría dado la espalda para siempre. Comprendí que la burguesía
tenía un miedo acomodaticio a la libertad y prefería un horizonte pequeño y
hasta miserable, que los riesgos que traían aparejados la emancipación y la
lucha. Comprendí también que no había nacido uno para carcelero. Ni para
fugarse nos harían caso los cautivos.
En la casa de mis tíos criaban a un pavo durante unos meses,
lo ponían bien gordo y cuando más convencido estaba el pavo de que vivía en el
estado del bienestar, le rebanaban el cuello con un cuchillo de cocina y nos lo
zampábamos toda la familia entre brindis, villancicos y algún fandango de
Huelva que cantaba mi hermano animado por el viejo en cuanto se achispaba. A
mí, puesto en la mesa y convertido en materia comestible, doradito, la vida y
la muerte del pavo me importaban más bien poco.
Pero unas vísperas de
Nochebuena, mi tía me pidió el favor de que la ayudase con el crimen. Me dijo
que ya era mayorcito (yo, no el pavo) y
que ella tenía artrosis o algo parecido en las manos, de manera que le costaba
mucho ejecutar la primera parte del degüello. Consistía en que con el cabo de
un azadón, le propinara yo al animal un garrotazo en la ridícula cabecilla para
dejarlo medio tonto. Así mi tía, que por otra parte era una santa, podría con
muy poco esfuerzo y mientras el pavo andaba todavía preguntándose cómo es
posible que los amigos humanos de toda la vida le hubiesen infringido aquel
dolor tan grande y aquella infamia, podría guillotinar al animal que pasaría de
ser el rey del corral a ser un paria insignificante del sistema.
En cierto modo, a uno le excitaba la idea de darle el
trancazo al pavo. En nuestros juegos infantiles habíamos lidiado ya con
dragones, como San Jorge, con Goliat como David y con chinos malvadísimos como
Bruce Lee. A todos habíamos matado sin remordimientos en esas fantasías, así
que era cuestión de convertir al pobre
ave de corral que tantas fiestas nos hacía cuando íbamos a tirarle los
desperdicios y que ululaba para agradecer nuestras sobras que eran su sustento,
en un dragón, en un gigante o en un malvado. Así razona el estado para con sus ciudadanos, añaden
quizá “terroristas” o “antisistema”.
Me planté delante de
él (del pavo, no del estado) cogí el garrote con las dos manos dispuesto a
dejarlo turulato del viaje que iba a darle. Entonces el bicho me miró,
directamente a los ojos, lo juro. Le temblaba la rojiza papada bajo el pico.
Quise animarme a mí mismo pero no pude. Me miró como un manifestante pacífico mira
al policía que tiene enfrente dispuesto a estamparle su porra en la cabeza. Se me paraba la mano una y otra vez, no había
forma de que el cabo del azadón llegase a su espantado objetivo. Mi tía me
animaba, como una delegada del gobierno a sus secuaces uniformados, pégale,
dale, no seas mariquita, pero hasta el pavo que a lo mejor no era tan pavo fue
dándose cuenta de que uno no iba a aporrearlo. Comprendí que si de carcelero no
daba el tipo, mucho menos de antidisturbios.
Lo bonito de la historia sería que tras esta empírica
experiencia vital uno se hubiese hecho vegetariano y abominara de los senderos
de crueldad por los que llega la carne a nuestra mesa. Tampoco fue así. Me
zampé mi parte de pavo sin remordimientos. Con lo que aprendí que líder de las
revueltas tampoco iba a ser de mayor, que a lo mejor ni siquiera seríamos
capaces de dar con nuestro ejemplo sentido a nuestras prédicas.
Por eso ahora, en esta edad, está uno tan lleno de
contradicciones y se maravilla de cómo algunas personas tienen las cosas tan
claras. ¿Qué poso de inquietud nos dejaron el canario burgués y el pavo
pancista, que somos incapaces de estar seguros de nada? En su poema “El monte y
el río” , Pablo Neruda se consuela diciendo “¿Quiénes
son los que sufren? / no sé, pero son míos” . Vamos a acogernos, por lo
menos, a esa certeza entre tanta incertidumbre.