Llevamos dos butacas, un libro, algo de tabaco para mí (ay),
una botella de agua congelada que se irá derritiendo y tres euros para un
pastelito y a veces, por infantilizarnos, un paquete de gusanitos o alguna otra
golosina. Nos sentamos siempre en el mismo sitio, salvo que alguna pandilla de
adolescentes haya ocupado nuestro espacio como los bárbaros, con sus turbulencias, sus refregones, sus
masajes y sus pulsiones sexuales. Por fortuna no es habitual esto, lo normal es
que estemos bastante tranquilos.
Nos quedamos en
silencio y miramos el mar durante mucho rato.
Algunas veces ella se levanta de su butaca y recoge piedrecitas, qué
profusión de erosiones, volúmenes,
formas, colores… me las trae y abre la palma de su mano para que eche yo un
vistazo. Asiento estúpidamente, como si tuviera algo que ver en todo eso. ¿Te las vas a llevar a casa? Le pregunto
y ella las mira y termina diciendo que no, como si se hubiese arrepentido de
arrebatarle a la orilla sus ajuares.
Porque como decía, nos quedamos mucho rato en silencio. Cuando
empezamos a respetar esta forma de estar absortos, cada uno con lo suyo,
comprendimos que habíamos alcanzado otro estadio, otra manera de ser novios. Hago
como el que no me fijo, pero no la pierdo de vista y la sigo cuando pasea con
pasitos cortos o cuando dibuja con los dedos de sus pies algún rastro sobre la
arena. También la veo, parapetado tras mi libro pero atento, cuando su mirada
se pierde en el horizonte y planea sobre algunas melancolías que serán solo
suyas, pero que quisiera uno compartir, para ver si puede ayudarla, aliviarla de algo. En realidad casi todo el
tiempo sonreímos, esa paz que se respira nos pone así, como dos gurús
orientales, por encima de tribulaciones y cuitas cotidianas.
Me gusta verla salir del agua, no sólo por asuntos de
entrepierna, creo que me gusta porque sé que su destino es venirse conmigo, que
va a sentarse a mi lado y dirá que el agua está buenísima y después pegará su
hombro desnudo al mío para que sienta yo ese frescor.
También dirá que no le importa que yo esté leyendo. Yo me distraigo mirando, dirá para que
no me sienta incómodo, pero me señalará el mercante que se dirige al puerto, el
salto de un pez, que algunos hacen cabriolas, chuleando, el vuelo de alguna sombrilla
que el levante ha raptado, lo ridículos que somos todos, hombres y mujeres,
cuando corremos medio desnudos en busca de algo; una sombrilla, un chapuzón,
una pelota de tenis…No leo muchos páginas, es verdad, pero es bonito estar en
esas dos realidades, la que está impresa en la que leo por ejemplo; “Dejado de la mano de la ira/ aquí me ves,
perfecto abandonado, / mascando soledad y deshojado,/ temblando ante el otoño
que suspira” (J.J. Vélez, El sonido
de la rueca) y la que está a la vista. Las olas se encargan
de ponerle música al tópico y no se sabe por qué razón relaja tanto ese rumor,
esa nana como de caracola que canta el mar. Seguramente el niño que fuimos está
deseando manifestarse y lo hace así, para que lo arrullen, para ser salvados.
El niño que fuimos puede terminar creyendo en la existencia de marcianos y en
la existencia de dios, cualquier cosa menos la soledad espantosa de tentar el
absurdo. Ya decía el otro que la religión es la infancia de la humanidad.
No me gusta tanto que hable con todo el mundo, que la pareja
de amigos que vende sus dulces (cuñas, carmelas, pasteles…) tirando de un carro
hagan todas las tardes su tertulia con ella. Cada tarde la misma pregunta sobre
cómo anda la venta y cada tarde el mismo suspiro resignado de la amiga dulcera
que dice que fatal y la voluntad optimista de su marido que opina que unos
metros más allá, por donde se ve todavía algún niño haciendo castillos de
arena, seguramente van a vender bastante, y la mirada de su mujer, como
diciendo; veremos a ver…
Alterno la lectura vespertina en la playa con un par de
baños. Observamos a algún muchacho nadando contracorriente, como nosotros en la
vida, y yo me animo y me lanzo al agua y nado como puedo, con toses, asfixias,
espumarajos…el muchacho se deslizaba plácidamente sobre las aguas, se podría
haber levantado y caminar sobre ellas como Jesucristo, y uno, maldita sea, parece que esté ahogándose o retozando como
los bebés y los perros cuando se les mete en las piscinas.
El otro día no hice el tonto (vaya, ole tú) y en lugar de
competir con los tritones recuperé una costumbre de mi niñez, antes de que una
otitis horrible me impidiera meter las orejas bajo el agua, y me puse en cruz,
flotando y dejándome llevar por la marea y por la corriente. Hacía tanto que no
me dejaba llevar, al menos sobrio, por la corriente, tanto tiempo resistiendo a
los vientos de la vida, como en la copla, que se me vinieron a la cabeza
algunos pensamientos sombríos. Pensaba, por ejemplo, que no estaría mal morirse
así, en cruz (otra vez como el hippi) pero sin sufrimientos. Ir quedándose
dormido hasta entrar en esa catalepsia y ya, finito.
Enseguida pensé en ella, que tendría que hacer uso de la
llamada de emergencia del móvil porque me parece que no tiene saldo, y llamar a
médicos, ambulancias, policías…una feria. Y ya se me quitaron las ganas de
morir así, de interrumpir con la muerte la plácida lentitud con que la tarde
iba cayendo.
Y cuando cae ya la tarde y se derrama la luz por sus
confines, plegamos las butacas, recogemos la basurilla que ha generado nuestra
presencia y lanzamos una última mirada al poema que está escribiendo el
crepúsculo. Necesitándonos más, cada día necesitamos menos.
1 comentario:
Precioso
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