lunes, 27 de septiembre de 2010

DESCRIPCIÓN OBJETIVA

Lo primero que nos llama la atención es la boca. La llevan, la boca, apretada en un rictus a medio camino entre el enfado y la desconfianza. Casi como si pusieran morritos, pero no morritos de besar, que esos nos gustan mucho, sino morritos antesala del esputo.

Si seguimos explorando su faz, observamos la barbilla levantada, queriendo hablar la barbilla, queriendo decir aquí están mis cojones/as.

Los ojos, a veces los llevan medio cerrados y como decía Billy Wilder solo los guiñan para disparar. Otras veces, miran mucho hacia los lados bizqueando fantásticamente. Cuando hacen eso se ponen tan feos/as que hay personas que salen huyendo ante semejante presencia.

En la nariz tienen un tic muy desagradable, como si todo apestase muchísimo. Al fin, la suma de todos estos elementos fisiológicos dan como resultado la jeta universal del gilipollas, del pejiguera, del pringao que todo lo estropea con su estulticia y su arrogancia.

También mueven mucho el dedito índice de la mano derecha, los diestros; los zurdos al revés, cuando hablan. Ese dedito hace en su tensa fisonomía las veces de un puñal, de un revolver, siempre de una amenaza.

Sus más celebres escenografías son las palmitas al camarero, el chasquido de dedos, sus famosos “usted no sabe con quién está hablando, quiero hablar con el encargado, esto no quedará así, tráigame el libro de reclamaciones.”

Es para ellos/as el mundo un valle de repugnancias, las comidas siempre están asquerosas, los hoteles sucios, los obreros sudorosos y con peste. Cuando se les lleva un mueble que han comprado, con esa nariz, con esos ojos, con ese dedito, con esa boca (imaginen las tribulaciones del vendedor) … sacan de un armario que tienen siempre en la cocina un metro y una linterna. Con el metro certifican los milímetros exactos de mesa que han encargado, porque a ellos no los engañan los gañanes del mundo laboral, ¡menudos son ellos y sus santos cojones/as! Y con la linterna exploran frente a los estupefactos currantes las posibles variantes que el barniz haya podido sufrir sobre la madera.

Las hembras de la manada suelen repetir tres veces, como Pedro antes de que cantara el gallo, no, no y no. Los machos hacen unos ruidos con la boca, como si escupieran sin saliva. Son unos ruidos muy tristes y muy insultantes.

Cuando miran una pera o un melocotón en el mercado, la ponen como Macbeth la carabela y se diría en atención a su gesto, que está podrida toda la fruta del mundo.

Ellos pueden tener un bigote (a veces ellas también, pero sin querer) y se ponen polos estrechitos que los apelmazan y los embarazan. Por debajo se ponen para cubrirse pantalones de color rojo o beige y parecen muy tontos cuando van con esas pintas paseando por las animadas calles los sábados por la mañana.

En la ropa de ellas no nos fijamos casi nunca, sabemos que hay blusas, estampados, bolsos y maquillaje pero no podemos ir más allá. Cuando llegan ellas a los mostradores estamos ya muy melancólicos o se nos ha perdido la vista en la pescadera que en el puesto de al lado muestra el canalillo cuando se agacha para coger un lenguado.

Uno no sabe si han sido siempre así o fue la vida la que les llevó a convertirse en especímenes insoportables. No puede uno imaginarlos riendo si no es con risas de cinismos y sarcasmos, ni sabe uno cuántas veces se lavaran las manos y las ingles antes y después de echar un polvo, ni intuimos qué elementos poéticos se posarán en sus noches más solitarias, si tienen melancolía, si se emocionan con la música de Bach, si han leído “Laborare stanca” de Cesare Pavese, si sienten deseos al mirar un tren, si lloran o no pueden hacerlo porque acaso tengan de plomo las caravelas como decía Federico.

Nos gustaría pensar que sí, que a pesar de todo siguen perteneciendo a la especie humana, por más que su comportamiento y su asquito existencial los desmientan.

sábado, 18 de septiembre de 2010

SEPTIEMBRE

Este camino- decía el Haiku de Basho- ya nadie lo recorre, salvo el crepúsculo. Es cierto; tras la orgía de cuerpos derramados por la arena y la diaria verbena de las orillas, se apaciguan los atardeceres y vuelve a oírse el mar como un rumor de caracolas en concierto.

Las gaviotas posan para un cuadro de Sorolla o alzan el vuelo y bailan con el viento de levante. Sabe uno que podrá sentarse en una de las la barcas naufragadas panza arriba de Bajo Guía y mientras apura un pitillo , aliñado o no, perder la mirada en el horizonte de Doñana .

Ni siquiera hace falta llevarse un libro, tiene uno en la cabeza el poema del crepúsculo y sabe que éste acudirá sin falta a la cita. No habrá interrupciones, el tumulto de los niños con flotadores y las madres con la intendencia bajo las sombrillas se ha acabado. Los niños vuelven al colegio con legañas y tristezas y las madres recuperan su territorio de apacibles soledades.

Los hombres adosados al vaso de tinto no gritarán los resultados de los partidos de fútbol amistoso como locutores psicópatas. Han dejado de pasearse en calzoncillos por el pueblo y recuperan el mono de trabajo o la chaqueta de cagatintas. Ya nada es amistoso, ni los partidos ni la vida.

Los jóvenes musculosos no se tirarán al mar como superhéroes, dando saltos mortales o dibujando en el aire primorosas volteretas. Se recuerda uno mojándose primero una muñeca, después la otra; más tarde dándose unas friegas en la nuca y luego, por fin, planeando con poca gracia sobre el agua y asume como un dogma cruel, certero y perverso, las sanciones de la edad, las físicas servidumbres del cuerpo cuarentón.

Tampoco, en esta tarde de septiembre, en esta paz en que estamos, enseñarán las chicas sus pechos a la concurrencia masculina que disimula cuando lo hacen, mirando de soslayo pero como si nada les importara la belleza expuesta impunemente sobre la arena.

Ya se han ido los excursionistas con sombrero jipijapa y descansa en sus guaridas del norte de Europa el hombre blanco, mirando con melancolía las mil fotos que se hizo en el sur, en el dulce verano, cuando su piel era roja, como la de Jerónimo, y los días se medían en litros de cerveza y en noches de risa.

Vuelve uno a saludarse con la tarde de horas cortas y es como reencontrarse con los viejos amigos que los rigores del verano alejaron del paseo: El hombre gordo que camina sulfurado, amenazado de muerte por el médico de cabecera y por los pérfidos camareros que en los asadores le tientan con cachos de carne de buey a la plancha, regresa el gordo del colesterol a su costumbre y a su peregrinar sin mirar a nadie, como un héroe romántico que se enfrentara a los dragones de la enfermedad y la grasa.

Vemos al joven poeta poseído de un malditismo enternecedor, con su pañuelo al cuello y su cuaderno de genialidades, que dan ganas de decirle como Valle; tenga cuidado usted con el talento no sea que se lo pise.

A la muchacha que pasea a su perro, enfundada en un chándal que moldea su trasero y compite en esplendor con el crepitar del atardecer y la paleta de colores que sobre el mar va vertiendo el sol.

La tarde de septiembre por fin cae y la función se va terminando. Vuelve uno a la ciudad y nos cuesta unos minutos adaptarnos al ruido y la furia , a las terrazas de verano todavía abiertas, tristísimas sin pareos ni calzones. Sin el bullicio de la holganza y la ebriedad.

Septiembre es un mes hermoso al que contamina la rutina. Un día seremos libres y pasearemos por el tiempo pidiendo a la tierra, sudor que nos corresponde, que nos de nuestra existencia a nosotros mismos.
 
 
 
 
 
 
 
foto: Carmen Álvarez

sábado, 4 de septiembre de 2010

HISTORIA DEL HOMBRE (por capítulos)

CAPÍTULO I.-. Trascendencia del tiempo.-.

El hombre se levantó, se lavó la cara, se cepilló los dientes, peinó más o menos su hirsuta cabellera.

Era el primer lunes laborable tras las vacaciones de verano.

El hombre miró el reloj de la cocina y pensó: "Cada vez es más tarde. Cada vez falta menos"


CAPÍTULO II.-. Apoteosis de siempre lo mismo.-.

El hombre tomó asiento en una de las mesas, es decir; en una de las sillas, que había libres en una taberna.

Enseguida llegó un amigo suyo, poeta también. Pidieron sus cervezas, encendieron sus pitillos, dejaron caer la tarde entre proyectos inviables y risas.

El hombre dijo mirando las esquinas: "Mira, por ahí vengo yo".


CAPÍTULO III.-. Anulación del ser.-.

El hombre llegó al hotel y dio su nombre al tipo que estaba detrás del mostrador. Pues usted no está aquí,
dijo el hombre que atendía tras el mostrador mirando las fichas.

El hombre rápidamente llamó a su novia y le dijo: "No estoy aquí porque estoy contigo".

CAPÍTULO IV .-. Ráfaga.-.

El hombre pensó: El mundo es todavía el sueño de dios, por eso es perfecto pero confuso.

Y no sabía el hombre, ni sabe, si ese pensamiento era suyo, o de cualquier poeta de esos que hay.

CAPÍTULO V.-. Sexo.-.

El hombre miró a la cucaracha que se movía alrededor de la pata de la mesilla de noche. Miró la cortina que era suavemente mecida por el viento.

El hombre miró la llave como de castillo antiguo que colgaba en la cerradura de la habitación y miró el hombre la bombilla a la que se había pegado decenas de mosquitos suicidas.

Luego le dijo a la mujer: "te amo" y ella que no podía contestarle movió la cabeza asintiendo y el hombre dejó de ver por unos segundos y ella se fue.

CAPÍTULO VI.-. Santas escrituras.-.

El hombre le dijo al cura:

¿Se sabe o se ha cuantificado la cantidad de espanto, la magnitud de la angustia que tuvo que sentir Lázaro
cuando, por segunda vez, se sintió morir?

CAPÍTULO VII.-. Con Ortega.-.

Al genio de la lámpara le dijo el hombre: "Ser yo"

Y el genio lo convirtió en sus circunstancias.

CAPÍTULO VIII .-. Parejas.-.

La novia del hombre duerme todas las noches con el hombre, pero nunca sueñan juntos.


(CONTINUARÁ, creo)