Cómo son las cosas. Zascandileando en la red social
Facebook, me dio por poner una serie de fotografías antiguas. Una de ellas era
de mi hermano impúber tocando una guitarra eléctrica prehistórica marca Eko.
En el pie de foto, fantaseaba con la pregunta; a dónde habría ido a parar aquella primera
guitarra eléctrica que tuvimos en las manos… y en esa pregunta estaban
implícitas muchas otras, más profundas y más melancólicas; qué se hizo de la
ilusión, de la emoción tan grande de abrazar esa figura de poliéster y madera
maciza. Dónde quedaron los sueños; en qué vertederos del tiempo. Cómo se fueron
abismando las esperanzas y destruyendo poquito a poco los castillos de
arena que inventamos en el pueblo, como los cantantes urbanos.
A esas preguntas nadie ha podido todavía responderme, pero
un amigo publicó un comentario y con él descifró el enigma de la guitarra.
Resulta que yo se la había cambiado, la guitarra, por un tocadiscos y una
colección de vinilos de música heavy donde destacaban de manera insistente las
frenéticas canciones del grupo británico Judas Priest. A mí este conjunto de
música no es que gustara mucho, andaba uno escuchando en secreto a Ultravox,
que eran de la música enemiga, a la ELO e incluso a Hilario Camacho, todo clandestinamente, para que los amigos melenudos no nos
estigmatizaran como traidor o mejor; desertor del rock. De Judas Priest me
gustaba sobre todo una versión de Diamantes y óxido, la vieja canción que
cantaba Joan Baez.
El caso es que aquel tocadiscos fue para nosotros un pequeño
lujo, toda la música que podíamos escuchar en casa era regurgitada por un radio
casette mono que liaba las cintas y sonaba como un sucio murmullo, como suena
en la cabeza el agua tras darnos un chapuzón en la magnífica desembocadura del
Guadalquivir, pillar una otitis horrible que te deja sordo para todo el verano
y perdernos así los conciertos de los grandísimos artistas, algunos geniales,
que vienen a visitar la villa en sus fiestas patronales. Decía, antes de liarme
(como las viejas cintas) que era ese el único aparato reproductor de música que
había en la casa. Así que el viejo tocadiscos del también viejo amigo Padilla, era un pequeño
lujo o mejor; un gran lujo para dos melómanos de barriada como mi hermano y yo
mismo.
El tocadiscos, y esto no es un reproche; simplemente una
aclaración histórica, era una birria; la aguja saltaba constantemente, si le
dabas mucho volumen distorsionaba todavía un poquito más la, ya de por sí infartada, música de heavy metal, pero amábamos tanto la
música que con poder escuchar el bajo e incluso a veces, como un destello de
percusión, el charles con el que el baterista marcaba el compás de la copla,
nos conformábamos y nos conmovíamos en
aquel viejo cuarto de la barriada del Palomar, donde casi nadie sospechaba que
andaban dos chiquillos descifrando la letra de “Noches de Blanco Satén” de
Moody Blues, o intentando sacar los acordes de “Comfortably numb “ de Pink
Floid.
Pero esa historia, que es de uno, tiene la importancia que
tiene, la historia que de verdad me ha gustado es la que comentaba mi amigo en
el Facebook, lo que hizo mi amigo con la guitarra Eko objeto de aquel trueque.
Él lo cuenta así:
“La guitarra Eko
terminó en mis manos, te la cambié por un tocadiscos mono y un puñao de discos
heavy. Me dediqué con ella a partirle las cuerdas haciendo play backs en mi
casa de los Judas, Maiden, Barones, etc.
Mi hermano la vendió a mis espaldas no me acuerdo a quién (¿Torres?) y cogí un cabreo de la hostia. Creo recordar que básicamente la historia fue esa si no me falla la memoria.”
Mi hermano la vendió a mis espaldas no me acuerdo a quién (¿Torres?) y cogí un cabreo de la hostia. Creo recordar que básicamente la historia fue esa si no me falla la memoria.”
Y ha pensado uno en el amigo, con catorce o quince años, en
su cuarto de piso protegido, de barriada obrera, bailando esa danza salvaje de
la música de rock, emulando con su baile a los guitarristas con cuidadas
melenas, muñequeras brillantes y con pinchos y mallas espantosas, que se diría que más que tocar música iban los
profetas del metal a pelearse en un ring de lucha libre.
He imaginado, leyendo al viejo camarada Joaquín Padilla, la
simultaneidad de nuestros sueños, de nuestras aficiones, tanto que es posible
que mientras yo meneaba la cabeza como un poseído por Satán (amábamos mucho a
Satán, a saber por qué) anduviera él ejecutando en la guitarra Eko, sin
enchufar, sin cuerdas ya, el enésimo solo de guitarra luciferino coronado de
imposibles armónicos y letales vibrators .
En aquellos años no nos confesábamos nada, vivíamos cada uno nuestro mundo en secreto, los gestos
de afecto los evitábamos porque éramos duros y machos y porque temíamos mucho
la burla, la broma, el choteo insufrible de los adolescentes acojonados por el
mundo y por la vida. Pero ahora va uno comprendiendo de dónde viene esta
afinidad con algunas personas y por qué, pese al tiempo transcurrido, se
mantiene. Comprende uno la fortaleza de esos lazos que nos hicieron colegas.
Vienen de lo genuino, de lo auténtico, de lo mejor que hemos sido, nosotros,
los de entonces, que seguimos siendo prácticamente los mismos.