Que al cruzar una esquina se nos
aparezca García Márquez, en chancletas y con esa cubana
característica y tan fresquita. Que me diga García Márquez que por
casualidad, buscando en Google alguna tontería, se dio de bruces
con un artículo escrito por mí. Y que le entraron ganas de
conocerme, de ponerle cara y cuerpo al creador de aquellas
combinaciones de letras, ideas y palabras tan bien colocadas (las
frases, no García Márquez).
Decirle yo; “Gracias, García
Márquez” o mejor: “Gracias, Gabo” tan tranquilo, con mucha
confianza en mí mismo porque me sentiría ya parte del contubernio
internacional de las letras.
Gracias Gabo, venga; te invito a un
mojito por ahí ¿vamos andando o echamos a volar como hacen en tus
novelas las mujeres y algunos hombres?
Desvanecerse entonces García Márquez
como en las películas de vampiros, cuando un ocultista canoso que a
veces da más miedo que el vampiro de loco que está, le planta al
vampiro la cruz en las narices y se va disolviendo la carne mentirosa
del bicho hasta terminar en el suelo como un montoncito de cenizas.
Quedarse un rato mirando las cenizas de
García Márquez y abrir los brazos como una pitonisa en pleno
delirio místico, exclamar entonces: “¡Macondo!”
Y en vez de un mapa del enclave
literario, aparecer un mulato muy grande y muy fornido, con el torso
desnudo y unos pantalones bombachos, moviendo la pelvis esa que
tienen los mulatos, y con una música de George Dann amenizando el
folclore...”Ven a Macondo, ven a Macondo…/ verás al negro /
tocando fondo”
Salir cagando leches de ese espanto y
meterse en un café para protegernos del infierno, de la calle.
Venirse a nuestra mesa un tío largo y huesudo, con cara de niño
diabético y preguntarnos con un acento entre bonaerense y francés:
Caballego, pof favog, ¿me da fuego?
Ofrecerle la lumbre al cronopio que da
una intensa calada al gauloise y preguntarle qué se hizo de la Maga,
qué de Horacio Oliveira, cómo se juega a la Rayuela, qué se sabe
de un tal Lucas. Y quedarse uno mirando un rato eterno las manos de
Julio, tamborileando sobre el velador del café el compás inasible
de un bee bop del año
cuarenta del siglo pasado.
Despertarse
al fin y proponernos no seguir abusando de las noches, ni del vino,
ni de las sustancias . Ni de la literatura.
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