1.-.
Me dice uno: “Estábamos en
una reunión para organizar un bonito homenaje veraniego al poeta,
pongamos; Verlaine, que tiene muchos aficionados por la parte esta de
Andalucía occidental. Entonces, dijo mengano que podríamos
invitarte a ti, para que estuvieras en ese homenaje, porque no
sabemos cómo te llevas tú con el insigne vate francés, pero eres
del pueblo y hablas de vez en cuando de poetas y otras tonterías.
Cuando te íbamos a llamar para proponerte tu asistencia al evento,
salta uno de los presentes y con mucha vehemencia dice: ¡Si va a
venir el Gallardoski, yo me quito de la organización del acto!. Y
como en el fondo, a todos nos importaba un pimiento tanto Verlaine
como que tú vinieras o no, pues al final te descartamos. Y es una
lástima porque pagaban unas buenas perras por el bolo.”
Me quedo mirando al mensajero con cara
de tonto. ¡Vaya por dios! Le digo. Se me acerca un poco más, como
se acercan los conspiradores al oído de las personas cuando van dar
la noticia bomba, y me dice:
-¿No quieres saber quién era el que
te vetaba tan rotundamente? .
-No, deja, deja, si llevará razón
porque yo no soy mucho de Verlaine, me parece un poeta cojo, je je.
-Pues de piedra te quedarías si te
dijera quién fue- insiste el hombre.
-Que no, tío, que paso.
Ya no insiste más, me mira como
pensando para su capote; “este hombre es tonto” y se va. Algo
compungido. Yo creo que pensando que a lo mejor llevaba un poco de
razón el que me quiso vetar y lo consiguió.
Bueno, el bolo se ha perdido y los
buenos euros que pagaban por él también, pero no sé, me ha
quedado una sensación de victoria, de haber ganado a saber qué
batalla, de no sé tampoco qué guerra.
2.-.
Me dijo una mujer a la que no
conocía de nada; Todos los sábados te leo y me encantan tus
artículos. Yo sé que de estas cosas es mejor no hablar, porque
parece que se estuviera uno pregonando. Pero será la falta de
costumbre en el halago o la falta de pudor en la escritura, que me
vengo aquí y lo cuento. No sabe esa mujer a la que no conozco de
nada y a la que, por otra parte, si tuviéramos posibles le
pondríamos un piso por generosa y por buena y por tener esa gracia y
ese donaire tan grandes. No sabe, decía, esa mujer, ese alma noble,
el daño que le ha hecho a mi escritura, a mi estilo. Ahora cada
palabra que escribo está siendo leída por ella y no sé si se
ofenderá si vierto algún taco por el texto, porque se la veía muy
limpia, lustrosa y educada. Si la defraudaré para siempre si no me
llega el aliento poético ese que dicen que a veces viene.
Ya digo, así como el vídeo mató a la
estrella de la radio, se cargó el halago la libertad creadora del
poeta.
3.-
Hay veces, que porque no encuentran
a otro o porque uno sale barato y hasta regalado, me llama alguien
para que presente un libro o para que lea unas poesías. Un día
aprendí a decir que no (si era gratis) y eso me dio mucha
satisfacción después de muchos años diciendo que sí.
Todo comenzó cuando tras negociar con
el presidente de una asociación cultural o peña deportiva, sabe
dios, los emolumentos de una pachanga literaria, le dije que
doscientos euros los veía yo bien, un precio justo como el concurso
de la tele.
En ese momento, el presidente de la
peña, que hasta ahora me había tratado con sibilino respeto y había
alabado mis facultades tanto literarias como comunicativas, porque
tenía yo una voz muy bonita por el micrófono y condimentaba con
habilidad, como en un revuelto de champiñones, mi charla con
elementos eruditos y con sentido del humor. En ese momento,decía,
ese hombre se puso de varios colores, un poco morado al principio,
después tirando a verde y señalándome con el dedo índice me
sentenciaba: ¿Pero tú quién coño te crees que eres? . A partir de
ahora y para ti, le contesté, el de los doscientos euros.
4.-.
Es un campeón de la vida; joven,
guapo, con un trabajo que le gusta y que hace bien. Fuerte y
saludable. A este hombre se le nota que lo han querido mucho; padres,
hermanos y novias.
Además escribe muy bien, gana muchos
premios y la crítica lo mima cuando saca sus prosas a la
consideración pública. Las mujeres van a verlo siempre cuando
perora de literatura por lo guapo que es y aunque habla
atropelladamente y muchas de las cosas que dice las podría decir
cualquiera, un feo, por ejemplo, las suyas son más celebradas porque
la palabra “éxito” está grabada en su frente y seguramente en
sus abdominales.
Un bromista perverso maquinó la
parodia cruel; Vamos a poner a éste, en una mesa con sus botellas de
agua mineral, sus micrófonos y sus cámaras de la televisión local,
junto a este otro. “Je suis l'autre” que dijo Rimbaud.
Y allí me llevaron; lírico
pueblerino, fracasado como Pessoa hasta en los intentos, con un
trabajo horrible cuando hay y con una angustia más horrible todavía
cuando no. Con sobrepeso anatómico y con sobrecarga mental, lento
frente a la velocidad dialéctica del otro y con canas que tienen su
nombre, sus apellidos y hasta sus siglas, cada una de esas canas.
Nos pusieron juntos y el muchacho me
trató con respeto pero con displicencia. Yo le había llevado, como
presente, un librito mío de poesías. Tiene uno cuarenta y tres años
y sigue haciendo gilipolleces como esa. El muchacho cogió el
librito, lo miró como si estuviese tasándolo, cogiéndolo así con
dos dedos y levantándolo un poquito, ah, gracias, dijo y lo puso
debajo de una de sus celebradas obras de centenares de páginas. Le
hubiera dicho, si no fuera porque tenía ya la pena esa que me entra
de vez en cuando, oye, que vas a ahogar a mi librito.
El sarao fue horrible. El campeón de
la vida me interrumpía cuando yo hablaba, se rascaba como un majara
cuando leía yo algún poema y cuando los terminaba de leer, me
miraba de reojo, como diciendo “anda, anda”. Yo, en vez de
ponerme nervioso, levantarme de la mesa y decirle ahí te quedas con
tu fiesta vital, me voy a la taberna a hincarme diez o doce vasos de
vino, a mirarme en el espejo del váter y a vomitar un poco sobre la
literatura y los literatos. En vez de eso, que era lo procedente,
cada vez estaba más tranquilo, casi me dormía frente al estimado
público. Me bebí mi botella de agua mineral entera y, aprovechando
que él hacía que las entrepiernas de cuatro o cinco señoras de la
primera fila se humedecieran con su vigor narrativo, me bebí también
su botella de agua mineral. Se la dejé seca. Ni una gota, así que
cuando terminó de leer una poesía larguísima (las mías eran
cortitas, casi Haikus) y quiso meter mano a la botella se la encontró
así, vacía. Carraspeó, tosió un poquito, él que ni fuma ni bebe.
(Yo, se me olvidaba contarlo, tenía también un catarro de
narices-nunca mejor dicho- y el micrófono que me habían puesto
recogía mi respiración dificultada por los mocos, vamos que estaba
hecho un cromo) . Este sencillo detalle, ir a coger la botella de
agua y encontrarla vacía le cambió el semblante. Le costaba lo
indecible asumir que las cosas no salían siempre bien, que podías
tener sed y no tener agua con la que saciar esa sed, hambre y no
encontrar alimento, dolor y no hallar consuelo.
Fue estar un ratito conmigo y aprender
todo esto, darse cuenta de que la vida tiene dos caras, como las
monedas. Y que también cae de canto a veces esa moneda y ahí es
donde cuesta mantener el equilibrio.
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