jueves, 2 de agosto de 2012

CRÓNICA DE VELADAS POÉTICAS



Yo creo que cuando los llaman para las cosas, los eventos que diría un presentador de barriada, les da apuro decir que no. En el fondo son cosas buenas y justas y como llevan toda la vida enarbolando banderas de emancipación de los pueblos y todo el mogollón, se consultan entre ellos ; “oye, ya que estamos de parranda y veraneo, qué trabajo nos  cuesta darle relumbrón con nuestra presencia a algún estertor socio/político/chachi/ cultural que organicen los pringaos”.  Y concluyen;” venga, vamos a echar el ratillo…”

Los pringaos organizan los eventos o cosas con la mayor ilusión, esa es la parte bonita; ponen carteles, publicitan el sarao y cuentan los euros que tiene la asociación cultural o lo que sea que regentan,  para darles, tras el recital, conferencia o lectura, un ágape medio decente a los aristogatos.

También cuentan con los de segunda “B” y los ponen a todos juntos en la cartelera, los de segunda “B” se sienten muy a gusto uniendo sus nombres a los de los candidatos al parnaso. Consideran los de segunda “B” que se lo merecen y que ahí empieza su compadreo, por fin, con los chulos y chulapas del baile. Y el público en general aguantará como pueda el rato de los teloneros, entusiasmados con la posibilidad de ver en carne ( a veces muchas carnes) y hueso a sus ídolos metaliterarios.

Nada es azaroso ni gratuito en esta vida, ni las poses,  ni las camisas que se ponen los dueños del cortijo intelectual, ni los sombreros, ni las gafas de sol. Esos atavismos, esas pintas  a medio camino entre señorito andaluz y Juan Valdés (el del café de Colombia)  forman  parte de un gran todo estético. También de una humana, demasiado humana, coquetería, claro.

Frente al uniforme triste y melancólico del poeta de pueblo con su camiseta negra de los Ramones o , todavía más triste, su camisa recién planchada, lacia y de mil rayas como la de los hippis reinsertados en la sociedad, aparecen los vacilones con unas camisas que no sabe uno dónde habrán podido conseguirlas;  verdes esmeralda aminorando protuberancias , blancas de lino a juego con el pantaloncito como si se fuera a una primera comunión postmoderna. Más que por sus brillantísimas y exitosas carreras, nos dan ganas de preguntarles por el sastre o la tienda super guay donde consiguen uniformarse y guapearse,   para ir uno cuando se pueda y gastarse los cuartos. Para disfrazarnos también.

Llegan en grupos de tres en tres, miran muchas veces el teléfono móvil y mueven la cabeza de un lado a otro, como buscando a alguien, o la salida de emergencia por si la chusma se pone muy pesada con los halagos y los regalos municipales.

De vez en cuando pervierten a algún poeta bueno que ya esté muy viejecito y lo convierten en cantautor o en mamarracho, eso depende.

Saludan animosamente a los de la boina (al fin y al cabo son su público, qué le vamos a hacer)  y miran los de la boina  de reojo a ver si a alguien le ha dado por echarles  una foto para luego ponerla en su garito e ir por ahí presumiendo de la gran amistad que le une a esa pandilla o grupo de plumíferos tan importantes para nuestras letras.
Los seis o siete magníficos, andan todo el tiempo temerosos de que vayan los alevines a llenarles la mochila con manuscritos y siempre hablan con las personas mirando hacia otro sitio, como buscando salvarse de los mastuerzos.

Si pudieran llevarían guardaespaldas para que apartasen a los fans a tortas, como las estrellas del rock o del cine. Por cierto, tampoco creo yo que sea tan doloroso leerse algunas cosas de los chiquillos y chiquillas que empiezan en esto de juntar palabras. ¿Quién sabe? A lo mejor en la provincia infame hay un genio en potencia, como ellos, alguno que emocionará con sus folios a la inmensa minoría. Conste que no hablo por mí que ni soy chiquillo ni chiquilla. Ni me importa una mierda la gloria esa, lo digo así; sinceramente. Sólo me importan mis amigos, mis coplas, mi familia y la revolución que está al caer, dentro de nada.

Sueltan su rollo con profesionalidad. Han perdido la cuenta de las veces que han reinado sobre las tarimas de la cultura o culturita. Como se saben tocados por la gracia del reconocimiento les importa poco que la concurrencia haya leído sus obras maestras o no. El proyecto, tras tantas servidumbres y tantas concesiones,  tiene que ver más con salir en una tertulia bien pagada de la televisión o de la radio que con escribir una obra literaria.

A veces sienten la molestia de saber que muchos de los que van a sus tinglados lo que quieren es probar suerte, porque a veces cuentan con la compaña de  un cantante muy famoso y muy canalla que lleva una década muerto de risa, y para los cazadores de firmas eso sería ya la hostia.

En cuanto terminan sus compadres el cantiñeo, salen cagando leches del  baile, como si anduvieran espantados o tuvieran que hacer muchas cosas importantísimas. Lo que tengan que cantar o contar los teloneros como es lógico se las trae floja, pero da mucha pena ver a algunos de los teloneros quedarse así, como un novio solícito con su ramo de flores esperando una fugaz miradita de la muchacha pretendida.
Algunas veces, cuando los organizadores del cotarro han visto la estampida de los poetas pata negra y comprenden que el fiestón ha perdido el brillo de las estrellas,  llaman corriendo al bar en el que se organizaba el ágape para que anulen rápidamente lo de las gambas y saquen tres o cuatro bandejas con tortilla de patatas y dos fuentes de aceitunas.

Los poetas (casi todos geniales) de Segunda “B”  se darán por satisfechos con la cena espartana y en cuanto se beban tres o cuatro vasos, irán olvidando el marisco, si es que soñaron alguna vez con catarlo. Olvidarán el manuscrito vergonzante, el libro editado por una asociación de ciclistas, el proyecto de revolución poética para girar por las bibliotecas de barrio y el motivo por el que anduvieron una noche de verano declamando versos,  con el calor tan grande que hacía.

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