Yo creo que cuando los llaman para las cosas, los eventos
que diría un presentador de barriada, les da apuro decir que no. En el fondo
son cosas buenas y justas y como llevan toda la vida enarbolando banderas de
emancipación de los pueblos y todo el mogollón, se consultan entre ellos ; “oye, ya que estamos de parranda y veraneo,
qué trabajo nos cuesta darle relumbrón
con nuestra presencia a algún estertor socio/político/chachi/ cultural que
organicen los pringaos”. Y
concluyen;” venga, vamos a echar el ratillo…”
Los pringaos organizan los eventos o cosas con la mayor
ilusión, esa es la parte bonita; ponen carteles, publicitan el sarao y cuentan
los euros que tiene la asociación cultural o lo que sea que regentan, para darles, tras el recital, conferencia o
lectura, un ágape medio decente a los aristogatos.
También cuentan con los de segunda “B” y los ponen a todos
juntos en la cartelera, los de segunda “B” se sienten muy a gusto uniendo sus
nombres a los de los candidatos al parnaso. Consideran los de segunda “B” que se
lo merecen y que ahí empieza su compadreo, por fin, con los chulos y chulapas
del baile. Y el público en general aguantará como pueda el rato de los
teloneros, entusiasmados con la posibilidad de ver en carne ( a veces muchas
carnes) y hueso a sus ídolos metaliterarios.
Nada es azaroso ni gratuito en esta vida, ni las poses, ni las camisas que se ponen los dueños del
cortijo intelectual, ni los sombreros, ni las gafas de sol. Esos atavismos,
esas pintas a medio camino entre
señorito andaluz y Juan Valdés (el del café de Colombia) forman parte de un gran todo estético. También de una
humana, demasiado humana, coquetería, claro.
Frente al uniforme triste y melancólico del poeta de pueblo
con su camiseta negra de los Ramones o , todavía más triste, su camisa recién
planchada, lacia y de mil rayas como la de los hippis reinsertados en la
sociedad, aparecen los vacilones con unas camisas que no sabe uno dónde habrán
podido conseguirlas; verdes esmeralda
aminorando protuberancias , blancas de lino a juego con el pantaloncito como si
se fuera a una primera comunión postmoderna. Más que por sus brillantísimas y
exitosas carreras, nos dan ganas de preguntarles por el sastre o la tienda
super guay donde consiguen uniformarse y guapearse, para
ir uno cuando se pueda y gastarse los cuartos. Para disfrazarnos también.
Llegan en grupos de tres en tres, miran muchas veces el
teléfono móvil y mueven la cabeza de un lado a otro, como buscando a alguien, o
la salida de emergencia por si la chusma se pone muy pesada con los halagos y
los regalos municipales.
De vez en cuando pervierten a algún poeta bueno que ya esté
muy viejecito y lo convierten en cantautor o en mamarracho, eso depende.
Saludan animosamente a los de la boina (al fin y al cabo son
su público, qué le vamos a hacer) y
miran los de la boina de reojo a ver si
a alguien le ha dado por echarles una
foto para luego ponerla en su garito e ir por ahí presumiendo de la gran
amistad que le une a esa pandilla o grupo de plumíferos tan importantes para
nuestras letras.
Los seis o siete magníficos, andan todo el tiempo temerosos
de que vayan los alevines a llenarles la mochila con manuscritos y siempre
hablan con las personas mirando hacia otro sitio, como buscando salvarse de los
mastuerzos.
Si pudieran llevarían guardaespaldas para que apartasen a
los fans a tortas, como las estrellas del rock o del cine. Por cierto, tampoco
creo yo que sea tan doloroso leerse algunas cosas de los chiquillos y chiquillas
que empiezan en esto de juntar palabras. ¿Quién sabe? A lo mejor en la
provincia infame hay un genio en potencia, como ellos, alguno que emocionará
con sus folios a la inmensa minoría. Conste que no hablo por mí que ni soy
chiquillo ni chiquilla. Ni me importa una mierda la gloria esa, lo digo así;
sinceramente. Sólo me importan mis amigos, mis coplas, mi familia y la
revolución que está al caer, dentro de nada.
Sueltan su rollo con profesionalidad. Han perdido la cuenta
de las veces que han reinado sobre las tarimas de la cultura o culturita. Como
se saben tocados por la gracia del reconocimiento les importa poco que la
concurrencia haya leído sus obras maestras o no. El proyecto, tras tantas
servidumbres y tantas concesiones, tiene
que ver más con salir en una tertulia bien pagada de la televisión o de la
radio que con escribir una obra literaria.
A veces sienten la molestia de saber que muchos de los que
van a sus tinglados lo que quieren es probar suerte, porque a veces cuentan con
la compaña de un cantante muy famoso y
muy canalla que lleva una década muerto de risa, y para los cazadores de firmas
eso sería ya la hostia.
En cuanto terminan sus compadres el cantiñeo, salen cagando
leches del baile, como si anduvieran
espantados o tuvieran que hacer muchas cosas importantísimas. Lo que tengan que
cantar o contar los teloneros como es lógico se las trae floja, pero da mucha
pena ver a algunos de los teloneros quedarse así, como un novio solícito con su
ramo de flores esperando una fugaz miradita de la muchacha pretendida.
Algunas veces, cuando los organizadores del cotarro han
visto la estampida de los poetas pata negra y comprenden que el fiestón ha
perdido el brillo de las estrellas,
llaman corriendo al bar en el que se organizaba el ágape para que anulen
rápidamente lo de las gambas y saquen tres o cuatro bandejas con tortilla de
patatas y dos fuentes de aceitunas.
Los poetas (casi todos geniales) de Segunda “B” se darán por satisfechos con la cena
espartana y en cuanto se beban tres o cuatro vasos, irán olvidando el marisco,
si es que soñaron alguna vez con catarlo. Olvidarán el manuscrito vergonzante,
el libro editado por una asociación de ciclistas, el proyecto de revolución
poética para girar por las bibliotecas de barrio y el motivo por el que
anduvieron una noche de verano declamando versos, con el calor tan grande que hacía.
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