Han entrado las tres armando un pequeño escándalo, se las veía muy
animadas con la conversación y no iban a parar ni para decirle buenos días a
los parroquianos. Yo estaba en la barra pidiendo un vaso de agua, pero en la
mesa que ocupaba (iba a escribir en mi mesa, pero tampoco es eso) había dejado,
a saber; un libro (ay el librito), un bolígrafo, un mechero, un paquete de tabaco, unas gafas
de sol y una gorra, además de la zurrapa de un café y de un plato con migas de pan y con servilletas
amarilleadas por el rastro del café y de la mantequilla, esta parte,
reconozcámoslo, un poco asquerosa.
Pues nada, seis o siete mesas libres, impolutas, sin rastro
de vida ni de desayunos recientes, y las tres señoras se han ido directamente a
la que estaba ocupada, siquiera virtualmente, por mí.
¡Ay, muchacho, pensábamos que estaba libre! Me han dicho
algo molestas conmigo cuando les he conminado a abandonar la mesa y a sentarse
en alguna otra de las, insisto, seis o siete que quedaban libres. No les ha
gustado nada y han hecho algunos aspavientos, sobre todo una de caderas
colosales, como si el desconsiderado hubiera sido uno y anduvieran ellas muy
mayores y medio enfermas por la artrosis o las cervicales y que el mozo, en vez
de cederles el espacio que han invadido como un ejército clueco, las obligara a
ese esfuerzo de cambiar de sitio.
¡Bueno, hija, vamos a cambiarnos! Ha dicho resignada una, con esa guasa con la que debe hablar a su
nuera, cuando hace la nuera algo que no le gusta un pelo.
¡Qué gente más delicá,
coño! Ha exclamado la amiga a la que se
la ve algo más dicharachera y alegre, pero igual de temible que la otra comadre
cuando se le pone tieso el jopo. La tercera me ha mirado y no ha dicho nada,
quizá comprendiéndome.
Todo eso entre ellas, quiero decir que ya apenas se fijaban
en que yo estaba presente, pero lo han dicho lo suficientemente alto como para que yo cogiese onda, para que me
diese cuenta de que les había sentado como el culo aquella petición mía.
Esto ha durado un minuto, quizá menos, mucho menos de lo que
tardo en contarlo. Quiero decir que enseguida ha vuelto todo a la normalidad,
si es que en el mundo hay algo normal, ellas a su charla desmesurada y yo a mi
lectura. Me dan ganas de no hablar del libro que leía, pero creo que es importante
para ¿el relato? , no sé, el caso es que el libro es una antología de la poesía
castellana de los siglos XVI y XVII, una cuidadísima edición a cargo de José
María Micó y Jaime Siles, y yo andaba con Lope de Vega, recreándome en ese
primer verso extraordinario del soneto “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?”.
Las alegres comadres estaban con su prosa, castiza y grandilocuente y decían
muchas veces “porque ella tiene mucha
culpa” y otras veces; “ella
está así porque quiere”. Y no sé, pero estaba seguro que esa persona a la
que despellejaban ni tenía, la pobre, la culpa de nada ni quería estar así,
como sea que estuviera. (Qué bonito es el verbo estar, cómo nos gusta
conjugarlo)
Así que, entre cuartetos y tercetos, se me iba la cabeza a
la jarana de las comadres. La más tranquila de ellas, siempre repetía tres
veces, tras las proclamas de las dos gobernantas, “digo, digo, digo” . Siempre
tres veces. Como para acentuar su acuerdo, su conceso, y lo hacía moviendo la
cabeza en señal afirmativa y haciendo un mohín gracioso con la boca, poniendo
morritos que seguramente, cuando fue joven y hermosa, provocaron deseo en
algunos hombres de la época.
A mí, cuando me
dijeron muchacho, me molesté un poco porque pensé que lo hacían con un tono
arrogante, como si fuera uno un subalterno de la vida. Luego me di cuenta de
que a todo el mundo llamaban así, a los camareros, a un hombre de unos setenta
años al que parecían conocer y al que llamaron así; “¿Muchacho, tú no eres el suegro de la Estefi?” Y el señor, al que no
llamarían muchacho desde que hizo el servicio militar obligatorio, seguramente
en Tetuán o en Tánger, se le encendieron un poco los ojillos, con coquetería y,
ya sí nos enteramos todos de que, efectivamente, fue suegro de esa “Estefi” , pero que ya no
porque se habían separado, aunque él, el señor/muchacho, sigue viendo a su
nuera porque ella habrá tenido lo que sea con su hijo, pero con él ha sido
siempre muy buena mujer.
Digo, hijo, le han dicho las tres o una de ellas, no sé,
porque ya aquí estaba uno un poco confundido, la “Estefi” es muy buena muchacha. Y nada, han dejado al señor
con la palabra en la boca y han seguido con su fórum. Una dice que no hay que
aguantar ni una a los maridos, la segunda que sí, que muchas veces en la vida
hay que aguantar y acusa a su interlocutora: “Porque tú has aguantado carros y carretas” Y así, con la censura
del ejemplo, acaba con las virtudes de la prédica. La tercera va a lo suyo,
digo, digo, digo, a aguantar y a rebelarse. Es como si dijera, a mí no me dais
vosotras el desayuno…muchachas.
Pero lo mejor ha venido al final. Ya las endechas de Lope me
resbalaban porque sigue siendo uno un vicioso del sainete y de las ventanas
indiscretas, hacía un rato que no era capaz de saborear ni un verso. Resulta
que las tres amigas estaban esperando a una cuarta, esta algo mayor que ellas,
rondando los setenta y muchos, quizá ochenta. Una de ellas miró por la
cristalera de la cafetería y la vio que iba a cruzar la calle. Ahí viene, dijo.
Había un guardia dirigiendo el tráfico porque unos ciclistas
estaban dando un paseo, o competían en una carrera de esas domingueras, no sé.
El semáforo se puso en verde para los peatones y la última de la pandilla,
viendo ya a sus amigas sentadas en la cafetería y untándose la mermelada de
melocotón con avaricia, dedujo que tenía que cruzar ya, no fuera que se fuesen
sus tres amigas. Ni puto caso hizo la señora a las indicaciones del guardia,
que como se sabe, están por encima siempre de las otras señalizaciones.
Entró en la cafetería tan pancha. Había provocado frenazos
en el pelotón de los ciclistas y que el guarda soplase el pito como un
psicópata, pero a ella, que tenía la mirada puesta en la mesa de sus amigas, le
importaba un huevo todo aquel pequeño estropicio que podía haber montado.
El policía, que era tonto, valga la redundancia, entró en la
cafetería sulfurado. ¡Pero señora, le dijo, ¿No ha visto usted que le estaba diciendo que no cruzara, que se quedara
en la acera?!. Era verdad, había levantado el brazo en señal de stop, le
había pitado, pero nada.
Entonces, y a partir de ahí es cuando sentí por fin simpatía
sin límites por la pandilla de comadres, va la señora y le dice muy seria: “Sí,
claro que te he visto muchacho, pero yo pensé que estabas haciendo mojigangas”.
¡Chapeu!
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