Hace unos días escuché al reciente premio Nobel, precisamente en su discurso de aceptación del premio, hablar de forma despiadada de la suerte. Seguramente él no era consciente de la impiedad de sus palabras, seguramente las pronunció incluso desde un prurito de solidaridad. Era cuando aludía a su buena fortuna por todas las cosas que la vida la había dado, y para reforzar su argumento recordaba a los “escribidores” sin suerte, que es como el buen hombre llamó a la famélica legión de desgraciados, amateurs y aficionados a emborronar cuartillas, pantallas de portátiles y hasta servilletas de taberna como los románticos decadentes. Afirmaba que él mismo podía haber sido uno de esos pringados pero que ya, evidentemente, no lo iba a ser nunca. Le faltó añadir ¡Dios me salve palomita!
Peroraba el insigne de todo esto desde la atalaya a la que se suben los salvados y como uno no ha perdido completamente la cabeza, no pudo más que verse retratado en esa cara oscura de la luna, en esa parte sórdida del oficio.
Hay que tener mucho cuidado con las descripciones objetivas porque lo normal es que dejen un reguero de damnificados.
No le agradezco a Vargas Llosa que se acordara de nosotros, nunca se dicen esas palabras para los vencidos, se dicen para los nuevos amigos, los que van a acompañar a la celebridad en su bacanal de cenas, premios, reconocimientos y otros cachondeos.
Los vencidos no quieren, no queremos, que nos defiendan tanto ni que sean considerados con nosotros. Los vencidos andan sobreviviendo en trabajos que odian o recibiendo subsidios misérrimos, o hambreando por los ayuntamientos para entrar a formar parte del misterioso cuerpo nacional de auxiliares administrativos. O mendigando un premio en alguna serranía, componiendo poemas a alguna virgen, escribiendo en diarios en manos de delincuentes económicos que jamás pagarán un euro a nadie y que vivirán del triste componente vocacional de los artistazos de pueblo y de la todavía más triste vanidad que acompaña al escritor cuando ve su tontería impresa.
Uno sabe ya, a esta alturas, que lo que nos depara el porvenir será carne de parodia, que a partir de cierta edad todo es redundancia y que la redundancia lleva a la reiteración y, probablemente en el mejor de los casos, al vicio.
Los vencidos no tenemos fuerza para la envidia pero detestamos la conmiseración. Cuando la obra de uno se ha abismado por los senderos de la indolencia, el desinterés general y el fracaso, sólo decimos que apenas nos quedan fuerzas y ganas para enfrentarnos a la pantalla que titila ausente de signos, esperando que vayamos a rellenar con nuestras incomprendidas virguerías ese espacio que todavía queda en nuestro disco duro.
Por eso huiremos a partir de ahora de todas las parrandas relacionadas con la literatura porque es como ir a mirarse uno mismo en el desastre, porque todo parece una imitación ; las presentaciones de libros con sus presentadores, los recitales poéticos con sus rapsodas, los premios de ateneos y de asambleas de amas de casa con sus mezquindades. Toda esa parafernalia que tanto se parece a vivir una existencia de juguete, , así que no nos prestaremos a las lamentables celebraciones de pueblo, a esas lecturas en las bibliotecas los días de otoño mientras fuera llueve y hace frío y , como Vallejo, uno no tiene ganas de vivir, corazón.
Ni nos dejaremos filmar por las televisiones locales un día de agosto, en camiseta, para que vuelvan a emitir el reportaje en pleno invierno y nos veamos allí, tan frescos, estúpidos y felices por andar rodeados de celebridades contemporáneas y tengamos que apechugar con que la gente sensata del barrio nos diga que ya está bien, que ya empezamos a ponernos pesaditos, hasta grotescos, con tanta aparición pública.
Seguirá uno escribiendo, seguramente, porque hay unas horas en las que la musa se nos presenta lasciva y en bragas y se lo pasa muy bien, la musa, con esa burla a la que viene sometiéndonos desde hace mucho, mucho tiempo.
Será uno consecuente con su época y con sus posibilidades, confesará sus carencias y aplaudirá a todos y cada uno de los genios sin parangón que van apareciendo cada cierto tiempo por las calles tanto del barrio alto como del barrio bajo. Al que no tenga la suerte de comerse el mundo porque la gente es tonta perdida y no sabe reconocer a un monstruo (del cante, del baile, del periodismo, de la poesía lírica, del baile por sevillanas...) cuando lo tiene delante, le diremos que hay quien nace póstumo, que era lo que se decía Nietzsche a sí mismo un poco antes de perder la chaveta y comerse los morros con un caballo.
1 comentario:
Supongo que siempre te quedará la satisfación de saber que si "dios" no te escucha, al menos muchos en Sanlúcar te leemos para nuestro placer personal con tus acertadas críticas.
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