Un día, de pronto y sin que sepamos el
porqué, nos descubrimos en silencio. Miramos al tipo que se refleja
en el espejo y le preguntamos; qué has hecho con tu vida. Un día
viene como del rayo la certeza de que ya nunca estaremos en esa
fiesta porque ha pasado la fiesta, de que ya jamás cantaremos esa
canción porque se paró la música. Un día ,como un látigo de
tiempo que nos golpea en la cara, se nos desdibuja el que fuimos y
desaparece para siempre el niño, se abisman los sueños por las
angustias cotidianas y tendríamos que hurgar mucho, muy
profundamente para descifrar esa vaga tristeza que se ha venido a
vivir con nosotros.
Podemos salir así, con esta contenida
náusea existencial y dependerá del mundo, de la intemperie a la que
estamos expuestos, que la melancolía se mantenga o se diluya en el
café, como esos azucarillos antiguos que venían en paquetitos de
dos en dos, sabiendo que dos eran excesivos, mucha dulzura, y que
solamente uno dejaba el café casi amargo.
Algunas veces lo sentimos todo, la
lentitud de la vida, el esfuerzo, las puñaladas traperas, la
traición, el abandono...y en esa batalla extenuante casi nunca nos
paramos a pensar para qué, con lo poco que nos ha importado nunca
poseer nada, con el aburrimiento tan grande que nos suscitaron
siempre la competencia, las apariencias, hacer méritos para ser más
que alguien.
Pero sumido en estas y otras
elucubraciones diletantes, puede suceder que un pajarito se nos pose
en la mesa y picoteé las migas de pan tranquilamente, como si
supiera que jamás se nos ocurriría darle caza, asustarlo, como si
nos hubiera convertido la mañana en estatua de sal. Y eso nos
reconforta y el rayito de sol que asoma por entre los cúmulos como
un láser natural y divino nos dibuja una sonrisa boba en la cara.
Muy cerca, hay un gato que vigila los saltitos del gorrión en la
mesa, todo el cuerpo del gato se tensa y como decía Víctor Hugo,
nos parece que dios hizo al gato para darle al hombre el placer de
acariciar un tigre.
El sol asomando, el gorrión jugándose
las plumas por cuatro migajas de pan, el gato al acecho moviéndose
con esa elegancia felina. Una niña de apenas dos años que mira como
yo, embobada, toda esta escenografía urbana y salvaje. Estas
pequeñeces nos hacen levantarnos del suelo, recoger el ánimo que
andaba por ahí, reptando y gimiendo, y agradecer a la vida las
cosas que nos ha dado, como en la copla y las que , por lo menos ,
no nos ha quitado.
Y los dos angelitos que tenemos en las
orejas juegan su eterna partida, el bueno nos susurra si no vemos la
belleza de los días, si no es hermosa la cara de esa niña que
todavía tiene todos los prodigios del asombro por delante, si no es
una bendición que todavía tú mismo tengas capacidad para
involucionar y asombrarte como ella.
El angelito malo se carcajea de estos
argumentos de poeta modernista y murmura alevosamente que la
pretensión del gato no es otra que la sangre, que el pajarillo es
una suerte de rata aérea emplumada y que su pico tan enternecedor va
posándose sobre la mierda o sobre los restos de los cadáveres de
otros animales. Que el asombro tan celebrado de la niña se tornaría
horror cuando el gato metiera entre sus fauces el cuello quebrado del
gorrión y nos mirara el gato, como miran estos bichos del demonio
cuando cazan; como avergonzados pero ávidos, con las plumas todavía
asomando por las comisuras.
Y espantamos como podemos a estos
pensamientos perversos. Y tratamos de seguir al angelito bueno, por
eso; porque es bueno y es mejor. Pero ya ha vertido el veneno el
angelito malo y el único antídoto para superar su aguijonazo mortal
es el amor. Así que nos levantamos otra vez del suelo, recomponemos
la ropa, nos peinamos un poco como si nos hubiésemos caído de un
vehículo en marcha y nos vamos a buscar a la gente que queremos.
Ojalá me estén esperando.
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