Estaba
en una reunión de un grupúsculo de la izquierda radical(¿puede
ser de otra manera la izquierda?) . Andábamos analizando el mundo y
dándonos unos a otros la razón, como los testigos de Jehová cuando
se cuentan sus experiencias con lo divino; cómo fue el día en el
que el buen dios vino a acariciarles paternalmente la cabeza, cómo
llegaron a ese fanatismo de credulidad absurda, probablemente
desesperada.
Unos
y otros opinábamos sobre este país y sobre lo que nos espera;
pobreza, exclusión social, tristeza, mucha tristeza al final. Por
eso alguno proponía una revolución para que, en el fragor de las
batallas, fuese la tristeza sustituida por el miedo, la mansedumbre
por la emoción, la violencia por la violencia y sus catarsis. Piensa
uno que las revoluciones tienen de complicado más que el momento de
la revuelta y la lucha, lo que viene después, cómo se administrará
la victoria si la hubiera, en qué momento se dejará de tener razón,
quiénes serán los primeros en pervertirse por el poder, dónde
narices pondremos las dudas cuando los hechos vengan a demostrarnos
que tenemos razón. Todavía no se ha disparado un tiro y ya está
uno cuestionando la eficacia del fusil...
Sonó
el teléfono móvil y ella me dijo: “Niño,
que se ha muerto tu padre”. Lo
dijo así, como quien dice “no te
olvides de comprar el pan”.
Llevaba
un rato deseando ir a tomar unas cervezas con los amigos que
repartían labores revolucionarias, echar ese ratito en el que el
cataclismo mundial hace que el de uno, el íntimo, parezca una
tontería y corra como una rama quebrada más por el caudaloso río
de la historia.
Podía
haber fingido que no pasaba nada, no decirle nada a nadie y tomarme
esas cervezas, aparcar la reflexión sobre la muerte del padre para
después, para la madrugada que es cuando, en una suerte de güija
pavorosa, traigo a mi mesa a todos los fantasmas. Y así lo hubiera
hecho de no ser porque ella me dijo que lo que correspondía era ir a
ver a mi madre, que andaba a esas horas desconsolada por la pérdida
de su marido.
Mi
madre lloraba como una mujer, no como una madre ni como una viuda,
lloraba como una mujer recordando el amor. Y entre sollozos repetía
“qué pena, qué pena”
y “Yo lo quería mucho”.
Torpemente trataba yo de hacerle ver que desde hacía ya veinte años
estaban separados, que no se habían visto en todo ese tiempo; toda
una vida. Pero sus argumentos eran irrebatibles: Él fue el hombre al
que amó durante toda su vida, él fue, decía, el padre de sus
hijos. Otra de las lamentaciones, de los detalles que le hacían
mucho daño era constatar que mi padre había muerto solo, acompañado
por alguna enfermera del hospital y que antes de irse para siempre de
este mundo gritó varias veces ¡Manoli, Manoli! Que es como él
llamaba a su mujer.
Es
cuando la vida de este hombre se ha extinguido, cuando hurgo en mis
sentimientos y a ratos me corroe una pena distinta a otras que uno ha
ido sintiendo, yo; que soy perito en penas. No me destroza el corazón
esa pena, no me impide saludar al nuevo día, pero un sentimiento de
mayor soledad me embarga. Un sentimiento raro, como si la naturaleza perfecta y fascista fuese culminando los ciclos, tajante, impíamente. Prefiero no pensar si mantuvo mi padre
alguna vez la ilusión por volver con ella, con mi madre. Sé que si
lo hizo, esperaba regresar triunfante, con mucho dinero, con algo
que ofrecer aparte de la discutible bondad de su compañía. Malicio
que en tardes de soledad, compraba un boleto de lotería y
fantaseaba con la idea de resarcirse de todas sus maldades
regalándonos a cada uno de los hijos una nueva vida.
La
última vez que nos vimos yo tenía veintitrés años y él apenas
cuarenta y ocho, cinco años más de los que yo tengo ahora. Menos
años que la mayoría de mis amigos de ahora…cuarenta y ocho años.
Ese
es el recuerdo que tengo de él, un hombre joven que miraba
desafiante a su hijo y que frente a los reproches que éste le
espetaba duramente en la cara, huía o señalaba con el dedo como
diciendo ¿qué sabrás tú? . Y era cierto; yo no sabía nada, él
tampoco y en ese océano de dudas y angustias fuimos ahogándonos, él
ahora, ya, para siempre.
Cuando
más cruel es la vida es cuando juega impíamente con el dolor,
cuando quiere convertir el dolor en una parodia, cuando la vida nos
zamarrea en un ciclo sin sentido, en un ciclo en el que el maldito
amor a los demás nos atenaza, nos pone los grilletes del afecto y
nos impide volar, vivir, ser duros, ser libres.
En
estos días, cuando ya no puedo más, me acerco a fumar algunos
cigarros a la playa, a la zona donde este verano ella y yo fuimos tan
felices, un lugar en el que durante dos o tres horas nos olvidábamos
de todo y sentíamos cada crepúsculo como una bendición, cada baño
en esas aguas como una purificación del cuerpo y , quizá, del alma.
A nuestra edad, recuperamos esa pulsión, esa esperanza en que los
dos solos, tomándonos de la mano y paseando por la orilla, podíamos
ser los dueños de nuestros destinos. Hicimos varias veces el amor en
aquella playa, metidos en el agua, sin importarnos o importándonos
bien poco ser vistos por los escasos parroquianos que la
frecuentaban. Vuelvo desde entonces a encontrarme con los recuerdos de este pasado verano y sé que cuando vuelvo solo, estoy
haciendo añicos el castillo de arena de los recuerdos, que compongo
otro castillo, esta vez de melancolía y que éste no hay oleaje que
lo destruya.
Me
dispuse a mirar el mar durante horas, quedarme allí sin atender al
mundo. Quería auscultar ese dolor oculto que sentía por la muerte
de mi padre, quería intentar sacarlo fuera y yo, para todo lo que
tiene que ver con el dolor, estoy solo. Soy el hombre más solitario
del planeta y jamás comparto con nadie la angustia. Lo hago aquí,
entre papeles. Tanto es así que a veces se diría que novelo mi
dolor, que lo malverso.Pero
dios es un payaso que disfruta con la parodia en la que nos
convierte, mientras miraba uno las olas y perdía la vista en el
horizonte, mientras aspiraba con vehemencia las caladas del cigarro,
empecé a notar unos ruidos extraños cerca. Gemidos inequívocamente
sexuales y miré hacia un descampado que bordea esta playa. Allí
había un grupo, tres personas maduras, dos hombres y una mujer. Uno
de ellos y la mujer estaban follando o metiéndose mano, no lo sé,
mientras que el tercero a menos de dos metros, se masturbaba y se
acariciaba un falo tremendo, grandísimo, que yo veía con claridad
desde mi penosa atalaya.
Quise
ir a esa playa para purificarme, para desahogarme y recordar a mi
padre, y una escena a medio camino entre lo obsceno y lo ridículo
vino a burlarse de nosotros, de mi padre y de mí. Salí casi
corriendo de allí, eran poco más de las nueve de la mañana. Me
aparté todo lo que pude y me senté en una piedra, lejos de aquella
juerga pornográfica. Me senté en una piedra como digo y con un
palito me puse a dibujar monigotes en la orilla. Cuando me iba, leí
que había escrito sin darme cuenta, verdadera escritura automática,
Antonio Gallardo, el nombre y el apellido de mi padre, 1942 / 2011.
Fue entonces, al ver estas fechas escritas cuando supe que había
muerto ese hombre al que hacía dos décadas que no había visto, al
que ya jamás veré y hubiese querido hablar con él, decirle un par
de cosas. ¿Cómo se llora esa soledad, padre? ¿Cuánto tiempo dura
ese llanto?. Pero ya no habrá preguntas. Y jamás hubo respuestas.
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