Cuentan que estando el borrascoso poeta Goethe en su lecho de muerte,
contestaría a la estúpida y piadosa pregunta de si quería pronunciar unas postreras y últimas palabras con un escueto y estremecedor:
“Más luz”.
No sabemos si estas fueron efectivamente palabras de Goethe o si se trata
de una mistificación más de su discípulo Eckermann o de algún otro que por allí
anduviera. Ya se sabe “verba volant,
escripta manent” . Y escrito está. Pocas cosas permanecen y llega un
tiempo, una edad, en la que nos percatamos por fin de que no habrá precisamente
tiempo para todo, que nuestra maravillosa ingenuidad, humana, demasiado humana,
(estamos hoy profusamente germánicos de pensamiento) no deja de hacer planes y
que la vida se encargará de desbaratarlos si así lo quiere el mundo, natura o
las pasiones mundanas, qué sé yo.
Pensábamos que tendríamos tiempo para aclarar el
malentendido con ese amigo que dura, a
lo mejor , ya casi una década y resulta que no, que seguramente el tiempo de
las excusas y los abrazos ha pasado. Pensábamos que un buen día podríamos
sentarnos con nuestro padre y entrevistarle para aclarar con él un par de
cosas, y otra vez viene la vida a decirnos que por ahí anda la parca
estropeándolo todo y se nos muere
nuestro padre y esa conversación ya es imposible, a menos que crea uno
en los cachondeos esos de la guija y otras ultratumbas.
Estábamos casi seguros que un día habría mucha paz y mucho
silencio a nuestro alrededor, que podríamos dedicarnos por fin a nuestros
libros, a nuestras músicas. Que pasearíamos libres de deudas y de pendencias
por algún paseo marítimo de alguna ciudad mirando con beatitud franciscana a
todo el mundo y van pasando los años y seguimos enfrascados en la dura pelea de
sobrevivir, de comprar el tiempo de la vida, de ganarnos el pan con nuestro
sudor, culpables de un pecado antiquísimo sin posibilidad de indulto.
Por eso, hay veces, en las que uno tiene el deseo de echar
mano del teléfono y llamar a fulano para quedar y tomar unas cervezas, o a
mengano y felicitarlo por ser tan buen tío, o a zutano y decirle; ven a casa que vamos a escuchar juntos esos
discos que tanto nos gustaron cuando éramos chicos.
Me levanto y le echo un vistazo a los libros, me gustaría
mucho volver a leer “Crimen y castigo”,
ver cómo me afectarían hoy las tribulaciones del ciudadano Raskolnikov, me
gustaría muchísimo leer de nuevo la mitad de mi biblioteca, sabiendo como sé
que muchas de esas torres literarias se me caerán porque uno ya no es el mismo
que sentía devoción por “La Maga” y
que probablemente, de conocerla hoy a ella o a alguna otra mujer por el estilo,
correríamos despavoridos de su ruinoso influjo. Sabiendo que lo mismo que se
nos ha pacificado el estilo, se nos ha atemperado el gusto y el ánimo y que de cruzarnos una noche
con Mara/Mona, la amada de Henry Miller,
nos esconderíamos en algún oscuro rincón del garito, a salvo de tunantas,
extravagantes y genios de las artes plásticas.
La noche, que antes nos llamaba como a Ulises las sirenas,
se nos atraganta en estos tiempos y no buscamos otra cosa que redundar en lo
conocido y en los conocidos. Por eso preferimos , antes que las brumas de los
pubs, los almuerzos campestres, las guitarras conocidas con coplas mil veces
cantadas y chistes repetidos, antes que el peligroso borracho que se nos
engancha al hombro y nos echa ese aliento tóxico del tajarina y del solitario
que ha encontrado una víctima, y nos repite que todos los sábados nos lee en el
periódico del pueblo y que le gustamos muchísimo. Un periódico por cierto en el
que hace más de un lustro que uno no publica una línea, pero estamos como para desfacer entuertos . Y el pelma como
para que lo contradigan.
No sé, debiéramos llamar a muchas personas que ha
significado en nuestra vida. Debiéramos tener tiempo y ganas de cuidar a los
amigos, a la familia que todavía queremos como cuando éramos niños y poníamos
ese canon del cariño; Mi madre, mi padre, mis hermanos, mis abuelos, mis tíos,
mis primos y mis amigos.
Damos gracias todos los días al niño dios y a su cohorte de
angelitos porque nos queden todavía madre, hermanos, primos y hasta una abuela
a la que llamar por teléfono ( a la que nunca hemos llamado) Y damos gracias
por los amigos, los viejos y los nuevos. El niño dios y su dichosísima cohorte
de angelitos pueden estar todo el día escuchando mi conmovida acción de
gracias, si ellos quieren claro, y no
tienen el día completo de milagros en el Caribe o en el cuerno de África.
También, volviendo a lo material, miro mis discos; los
comprados y los pirateados y me digo: ¿Cuántas vidas necesitaríamos para
escuchar toda esta música? ¿Cuántas para sentirla como sentí aquella vez la
música de Bach? ¿Y Cuántas para
escribir ese libro que desde hace cuarenta y cuatro años empezamos el destino y
yo a perpetrar, el destino con renglones torcidos muchas veces y uno con
renglones torpes, con tachones, con correcciones constantes?
Recuerdo unos versos de mi primo Jota Siroco que resumían todo esto, perfectamente, tanto que no sé para
qué esta perorata si podía haber citado a mi primo y quedarme ya, este domingo,
tan pancho y tan satisfecho.
Decía Siroco:
“Ya no tengo valor / para la huída, /
porque no me queda tiempo / para el olvido”. Pues eso.
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