Leemos las novelas y si no valen nada las ponemos en algún
estante, cuanto más alto mejor para no volver a cruzarnos con ellas en la vida.
Leemos, sin embargo, la poesía y si el bardo no ha conseguido cruzarnos el
corazón con algún verso, en vez de condenarlo también al ostracismo, tontamente
nos enfadamos con el poeta, le pedimos cuentas. No es que se pretenda a esta
edad que un verso nos cambie la vida, ya lo único que nos cambia la vida es el
terremoto, la enfermedad o la ruina, pero al menos sentir un pellizco de esos,
tan extraños, que nos hicieron sentir ciertos poetas.
Esta mañana, en dios y enhorabuena, como Fray Damián
Cornejo, me tiré a las calles con dos libros de poesías. Sí, señor, a pares.
Eran cortitos pero sabe uno que un libro de poesía por ser breve puede durarnos
un rato o puede durarnos toda la vida. La mañana ha sido otoñal, cálida y
húmeda como una mujer fatal y con la amenaza de lluvia, un poco bochornosa. También como las mujeres
fatales.
El primer libro de poesía me duró un café y un cigarro.
Cuando buscaba el último poema me encontré con el índice y debo decir que leído
así, con buena voluntad, el índice era el mejor de los poemas de ese libro.
Para leer el segundo cambié de cafetería y allí pedí media
tostada con jamón (de york) . Me duró éste el tiempo que tardó un vecino de
mesa en contarle su vida al camarero. En una noche, le habían pasado miles de
cosas a este buen hombre; se había ligado a una buena moza pero la buena moza
tenía un novio, el novio tenía ganas de partirle la cabeza a él, por ligarse a
su amada y él, que no iba en serio con la muchacha prefirió escaparse de sus
brazos y de los puños del novio afrentado. Como iba bastante puesto y con la
cabeza caliente, se montó en el coche y se fue en busca de un club de alterne a
buscar mozas sin novio o con novios permisivos. En la carretera, poco antes de
llegar al lupanar, un control de la
guardia civil le dio el alto. Los guardias civiles le hicieron las pruebas
pertinentes y concluyeron que habría que multarle, quitarle unos cuantos puntos
del carné y a nuestro amigo se le esfumó la libido para unos cuantos días. A
las cinco de la mañana se metió en un garito a ver si tomándose otro cubata se
le quitaba el disgusto y cuando empezaba a quedarse dormido en la barra, cinco
o seis pelones adolescentes con tatuajes feísimos y ceñidas camisas de cantante
de orquesta hortera, se liaron a mamporros entre ellos.
Alguien llamó a la policía
y la policía no vino, ni para quitarles puntos ni para multar a los púgiles.
Se
escabulló de la bronca y se metió, ya eran las seis y media de la mañana, en
otro bar. Allí se tomó un carajillo y pegó la hebra con un albañil que andaba
en planta tan temprano porque le había salido una chapuza en el chalé de un
médico. Como le cayó bien el albañil compró un cupón que promete un premio de
millones de euros si se dan una serie de aritméticas combinaciones utópicas y
le regaló otro al laborioso albañil que, a su vez, le pagó el carajillo y
anduvieron un rato los dos fantaseando con lo que podrían hacer con los
milloncejos esos y con quién le iba a terminar al puto médico la puta obra en
su puto chalé, una vez que el albañil y él fuesen potentados millonarios.
El camarero, un bendito, le dijo al noctámbulo: “Pero
habréis firmado ambos el cupón, ¿no?” Lo de la firma es por un asunto de la
serie, vamos que puede ser que los millones le toquen a uno y al otro no,
teniendo el mismo número y eso sí que es ya para echarse al monte.
El noctámbulo se sacó
de un bolsillo del pantalón el cupón de marras, estaba arrugado y hecho una
mierda, el cupón, que pensé que por mucho que se produjese el milagro, esa
lotería no la iba a admitir nadie como
prueba de la bonísima fortuna. Planchó una miaja el cupón, nuestro amigo, y
efectivamente; allí estaban las rúbricas y los DNI de los dos fugaces colegas a
los que si la suerte toca con su varita, ya nada podrá separarlos, formarán ya
parte para siempre el uno de la vida del otro. El albañil porque para él su
amigo noctámbulo será siempre un santo que se le apareció en el bar una mañana
de otoño. El noctámbulo porque el albañil le dio esa grandísima suerte que él
nunca tuvo.
A punto estuvo uno de intervenir y decirle que era cierto,
que aquello no eran más que un cúmulo de señales de los dioses, que como sabe
todo el mundo son unos cachondos, que se acordase de la buena moza, del novio
celoso, de la pareja de la benemérita, de los pelones dándose mamporros…Y me
quedé con ganas de sacar mi propio DNI y un boli que llevo siempre en el
bolsillo de la camisa por si se me ocurren cosas, no sé, versos, canciones, frases,
greguerías…y firmar yo también en aquel cupón de la suerte. ¿Cuánto hay que
poner, colega? ¿Cuánto cuesta participar de vuestros sueños? No lo hice, claro.
Uno no se ha atrevido nunca a
inmiscuirse en los sueños de otros.
Y ahora recuerdo por qué salí esta mañana con esos dos
libros de poesía a la calle. Me desperté a eso de las seis y media (la hora en
la que mi camarada noctámbulo harto de copas y de sucesos confiaba su suerte a
la numerología y mi amigo albañil fantaseaba con la distancia a la que podría
lanzar su palaustre una vez millonario) Me duché haciendo el menor ruido
posible para no despertarlas a ellas. Me afeité sin sacudir ni una vez la
maquinilla desechable contra el lavabo para limpiarle los pelillos.
Una vez
adecentado y vestido me puse a mirarlas, a las dos, cada una en su cama, la
madre y la hija. Dormían y pensé si la madre soñaría conmigo, todavía, tras
tantos años. ¿Con qué o con quién soñaría la hija? Así estuve unos minutos,
como un voyeur de los sentimientos, de un dormitorio a otro, andando de
puntillas. Entonces ella, como si la hubiese uno tocado con su pensamiento, se
despertó suavemente y como si aún anduviera dormida me dijo: ¿Dónde vas tan
temprano? Y lo que quisimos pensar es que esa pregunta era para que no me
fuese. Para que me metiera otra vez en la cama y a saber lo que pudiera pasar.
La hija emitió un sonido sonámbulo que a poco que se sepa de los sentimientos y
su traducción, quería decir: “Papá, a ver si dejas ya de dar la lata y te
acuestas o te vas a la cafetería que no dejas dormir a nadie”. Y como la madre
no insistió nada de nada, cogió este hombre sus dos libros de poesía y se fue a
la calle a leerlos, dejando en paz y en la cama a los mejores versos de su
vida.
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