La playa estaba preciosa.
Dicho así parecería el primer verso de una rumba y luego; el mar bañaba
tu piel…Pero precisamente, andábamos por allí huyendo de eso; de la rumba loca
y del cante por sevillanas. A un lado la feria del pueblo con todos sus
excesos, no por conocidos, menos desconcertantes. Al otro la playa y nosotros
paseando, casi solos, ni siquiera los del deporte, que habrán hecho un paréntesis en sus rigores
y andarán recuperando en esta semana los diez kilos que llevan intentando quitarse
de la panza y de las cachas desde el mes de septiembre.
A lo lejos vimos a un hombre nadando y algunos de los
relámpagos de luz del crepúsculo casi doraban su torso. En la orilla le
esperaba una muchacha bellísima, blanca y rubia, como el hada madrina de
Pinocho. Cuando el hombre, un jovencito en realidad, salía del agua le echaba
la novia una foto con su teléfono móvil y pudimos ver que también era hermoso
aquel muchacho, pero vamos, dije enseguida, la novia es mucho más guapa. Y ella
asintió y yo apreté el puño y absurdamente hice el gesto que hace Fernando
Alonso cuando gana algo de lo suyo, como diciéndole al efebo ¡toma, chaval!...
Podríamos montar una asociación los pocos que nos venimos
cada tarde a celebrar las celosías del crepúsculo, no sé, quedar luego en una
terraza y entre cervezas irnos comentándonos los detalles. “Te diste cuenta de
cómo se ocultó esta vez el sol, a toda prisa, como si tuviese prisa por cederle
el trono a las estrellas” “¿viste lo hermosas que se ven todas las muchachas
cuando miran el mar, como Alfonsina pero esperemos que sin tragedias”. Las
mujeres parecen siempre más interesantes cuando solas, miran el mar, o leen un
libro en el banco de una estación. Como Penélope, la de la copla.
Nos daba un poco de pena no tener ninguna gana de cruzar la
frontera que delimitaba aquella paz, para meternos de lleno, como caídos en la
marmita de la fiesta, en eso, en el cachondeo.
Y nos íbamos
engañando el uno al otro, bordeamos los límites haciendo una inspección por los
puestos de cachivaches y ropas de mercadillo, porque la negritud este año no ha
venido o han venido muy pocos. Eso me ha quitado de quedarme embobado mirando
la Kora o el Djembe , instrumentos cuyos nombres ya suenan a lo que son en sí
mismos, como ponerle de nombre a un chiquillo Pelayo, ya suena a lo que son sus
padres porque el chiquillo no tiene culpa de nada. De momento.
Allí, entre las tristes Jaimas que les han puesto este año,
me compré una pulserita de cuero. Tres euros. Le di diez al africano que las
tenía allí expuestas, en un telar y me contó que no tenía cambio.
Yo tenía dos euros cincuenta que me habrían sobrado de
alguna cosa en el bolsillo y tentando estuve de ofrecérselos, para hacer lo del
regateo y de paso hacerme el chulito, pero inmediatamente me avergoncé de mí
mismo. Hay muchos cretinos que dicen que no regatearles el precio a estos
comerciantes es casi una falta de respeto, pero yo eso no me lo creo y me suena
a aquello de que a los gitanos les gusta vivir sin agua corriente y sin luz eléctrica,
o que a las muchachas vistosas y con minifalda si les hace algún perro
asqueroso algo, es porque van provocando.
El joven africano buscó cambio y ella le dijo que hiciera el
favor de ponerme él la pulserita, que yo era muy torpe. No sé si eso lo dijo o
lo escuchó uno como una música de fondo. El caso es que mientras me la ponía,
la pulsera, me fijé en sus manos, unos dedos larguísimos como de pianista de
jazz, completamente negros por delante pero en las palmas de color carne un
poco estropeada, la verdad, como si esa blancura que en nosotros es completa,
fuese lo más feo de sus manos, del estilo de la psoriasis.
Dos puestos más adelante encontré que esa misma pulsera
estaba a un euro con cincuenta céntimos y los dos nos miramos y convenimos que la
mía era mejor, de más calidad, y nos echamos unas risas porque nos dimos cuenta
enseguida de que nos estábamos mintiendo como el zorro con las uvas.
Por fin llegamos al alboroto y saludamos a unos amigos.
Estaban todos bastante borrachos porque no habían ido ni a ver atardecer, ni a
hacerse los cosmopolitas por los tenderetes, habían preferido los amigos
beberse bastantes vasos de vino y muchísimas cervezas.
Me habría gustado
estar como ellos, ebrio y no tan melancólico. Sobre todo me habría gustado no
pegarles mi melancolía, como una infección, porque si cuando llegue acababan de
terminar de bailarse una canción de Joaquín Sabina muy graciosa y seguían
cantándola aún, poniendo la voz esa de crápula derrotado y musitando que “lo de
ellos había durado lo que duran dos peces de hielo en un vaso de güisqui” a los
diez o quince minutos de estar conmigo, terminamos todos hablando de la muerte.
Sí, ni más ni menos, mientras que en la caseta aquella sonaban tonadas de ole
que ole la alegría de mi tierra y cosas así, catetas y simples, mis dos amigos
y yo filosofábamos sobre la disolución.
Y ahora era yo el que pretendía poner algo de humor en
aquellos ánimos taciturnos que seguramente eran culpa de la melopea, pero
también de mí aptitud, que como un heraldo negro, había ido dejando tristísimos
mensajes aciagos. Por fin dije: Bueno, tíos, vamos a hablar de otra cosa, que
la muerte es lo último. Y con esta broma un poco negra, conseguí que los amigos
recuperasen su sonrisa e incluso que siguieran con la copla de Joaquín Sabina
unos minutos más. Pasando de la consternación al choteo, como la vida misma.
Quizá también como la muerte, eso no lo sé.
De ahí, los amigos empezaron a competir por ver quién de
ellos me quería más. Esto parece muy halagador, pero es muy incómodo y no sabe
uno qué decir. También decía uno que me entendía mucho mejor que el otro, lo
que me puso otra vez triste, porque yo pensaba que si había que descifrarme era
porque nunca había sido tan claro y tan sincero como yo me las prometía.
Pasado un rato, desaparecí de aquella convención sin
despedirme, digamos que huyendo casi de puntillas que entre tantísimo estruendo
y algarabía seguramente no hacía falta porque nadie iba a oírme ni a echarme de
menos.
Al rato se vino ella que se había quedado un rato más con
esa pandilla. Nos sentamos con otros amigos y como apenas se podía hablar
porque la música (es un decir) seguía declamando atavismos romeros, bebíamos
muchas cervezas y fumábamos mucho. Ese truco lo deben saber los propietarios de
las casetas de feria y por eso lo primero que contratan cuando van a montar los
chiringuitos son los enormes altavoces, que luego cuelgan de cualquier modo en
las esquinas. Si no le dejamos ni conversación ni tregua, tendrán que ponerse
hasta el culo y entonces será cuando podamos mercarles toda esta fantasía de
garrafón y chocos fritos retorcidos.
De vez en cuando yo la miraba por ver si se decidía a dar
por concluida la conversación y así volver a mi cuarto y ponerme a leer sin esa
angustia de que se me viene encima el amanecer y tendré que levantarme para el
trabajo, sin apenas haberme acostado.
Al final los amigos y nosotros mismos decidimos que ya
estaba bien y que deberíamos retirarnos a nuestros aposentos, como los
marqueses. Y ese momento fue el más feliz para todos, nos levantamos en
comandita y ese momento, con el frescor de la madrugada y pudiendo por fin
dirigirnos los unos a los otros la palabra sin gritos y sin parecer que
estábamos discutiendo de política o de fútbol, me animó mucho.
Les hubiera dicho que ahora podríamos dar otro paseo por la
playa, todos juntos, y charlar de nuestras cosas, nuestros hijos, nuestros
trabajos, nuestras ruinas y nuestros proyectos. Pero a esas horas la playa
estaría llena de amantes copulando y de borrachos y borrachas meándose,
cagándose y vomitándose. Eso si no se habían emboscado allí cuadrillas de
bandidos feriantes esperando a los incautos y a los románticos para enseñarles
las navajas.
A medida que nos alejábamos de los ruidos de la feria y
quedaban ya, tan pronto, como un eco del pasado, parecíamos decirnos el uno al
otro, sin hablarnos, que otro año más, que otra feria, que lo habíamos
aguantado más o menos dignamente y que habían toboganes en los que habíamos
derrapado y caído, melancolías en las que nos habíamos ensimismado algunos
días, alegrías cicateras a las que seguíamos asiéndonos como el náufrago a su
tabla y algunas, demasiadas ausencias. Un año más, juntos.
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