La cantidad de hombres y mujeres es proporcionada,
paritaria, como dicen los burócratas de los partidos políticos. Hay algunos que
se manejan con bastante soltura y te dicen para qué sirve tal número, o a qué pantalla debes permanecer atento por
si apareciera tu nombre, como en una rifa, y junto a tu nombre el número de una
mesa y de un despacho.
Está, como en casi
todos los sitios, prohibido fumar y por eso hay un grupo de hombres y mujeres
que lo hacen en la acera, llueva, nieve o truene. No se alejan mucho y fuman casi
pegados al portal para escuchar el pito que avisa de los turnos, no sea que se
pase eso, el turno, y que se pase puede
condenar a alguien a no tener ni un euro que echarse al bolsillo durante un mes
o más, porque se cumplen los plazos. Es
decir que los turnos, la pantalla, los nombres, las mesas y los formularios son
importantísimos, cuestión de vida o muerte.
Los cigarros que fumamos en la acera son cigarros muy
baratos, casi todos de una marca de contrabando con nombre mágico y sabor
asqueroso; Elixir. Hay un rastro de
colillas diarias, algunas con carmín y otras no, que a saber qué angustias, qué
esperanzas y qué frustraciones sosegaron, ahí, mientras se esperaba el turno;
el puto turno.
Los hombres y las mujeres tienen carpetas azules de cartón y
goma elástica, unas carpetas muy tristes que contienen fotocopias del libro de
familia, de los certificados de empresa, de los salvoconductos de la ruina.
Pero también hay algunas señoritas, seguramente fueron secretarias de algún
constructor o comerciales de una inmobiliaria, que cargan con maletines
ostentosos, como si no pudieran asumir su nueva condición de parias. Todavía
visten como cuando iban al trabajo cada mañana, con faldas cortas y camisas
bonitas. Se las ve algo avergonzadas de estar tan cerca de los pobres. No
quieren ni mirarlos, están todo el tiempo con el teléfono móvil y sólo levantan la vista, deseosas de salir de allí, cada vez que suena, por si les tocara a
ellas, el pito. (Se quiere decir, el timbre que avisa).
Los más acostumbrados se saludan entre sí y se preguntan qué
tiempo les queda a cada uno, como los enfermos terminales.
Ese tiempo se refiere al subsidio, la ayuda o la migaja que
todavía perciban por haber trabajado una temporada. Se dice continuamente, como
un mantra que fluctúa; para solicitar,
para renovar o para echar la ayuda, aunque es claro que la ayuda se la echan a
ellos. Hay caras de angustia, sí, pero hay también bromas, buen humor,
chascarrillos porque parece que no han podido robarnos la alegría. Aún.
Y por supuesto hay quejas, indignación, causas por las que
valdría la pena meterle fuego a, no sé, la mesa donde se amontonan los
formularios de colores.
Una mujer de unos cuarenta años está sublevada porque de la
miseria que cobra cada mes, el gobierno le ha robado treinta euros, porque
trabajó dos horas al mes, contratada. ¡Para
eso prefiero que no me contraten! , exclama y todos le damos la razón,
asentimos con la cabeza y hasta las dos pijas recién llegadas al fabuloso mundo
de las oficinas de (ji ji ji) empleo, levantan la cabeza y miran como diciendo
que hay que ver y que vaya mierda de país.
La peña se va animando y se ponen a contar cada uno de ellos
la fechoría a la que han sido sometidos.
Uno, jovenzuelo, grita que lo que tenemos que hacer es no votarlos, no dice
partidos, pero se entiende que a ninguno
de los que se presenta a las elecciones. Otro, de más o menos mi edad, afirma:
“Esto tiene que reventar” y casi todos dicen que sí, que tiene que reventar y
se diría que lo más les gustaría a la mayoría es eso; que reventase de una puta
vez. El amigo que ha dicho esto ve de pronto su nombre en la pantalla y se le
aplaca bastante el ímpetu revolucionario, mira a un lado y a otro buscando el
despacho y la mesa indicadas y corre mansamente
hacia allí porque parece que prefiere que reviente cuando ya tenga él
echados los papeles para ir cobrando.
Los demás no, los que estamos esperando seguimos con la
tertulia. Y sale el yerno del rey, que si se enterase de lo que le hemos
llamado, seguro que devolvía hasta el último céntimo o se moría de la pena.
Sale el presidente del gobierno, que tiene que haber llegado a eso por
generación espontánea, porque votarle parece que no le ha votado ni dios.
Salen, en verdad, todos los partidos políticos y lo más bonito que se les dice
a todos ellos es ladrones, cabronazos o
hijos de puta. La canciller alemana
también sale un poco y a ésta creo que había que ahorcarla. Me parece que dos o
tres personas sabían cómo arreglarlo
todo: “Esto lo arreglaba yo”. Da un poco de pena que los arreglos más tajantes
tuvieran siempre un chero fascista.
Con Zapatero estábamos mejor, dice una señora que ha metido
su cuerpo serrano en unas mallas de
color gris y a la que muchos hombres, algunos barrigones y alopécicos y otros no, le
han echado fugaces miradas al trasero, y
otra le replica que ese, Zapatero, es el que nos ha llevado a la ruina. Lo hace
esta con mucho rencor, no sé si a Zapatero o a las lorzas de la otra que están
siendo tan celebradas por la masculina concurrencia.
Algunos no intervenimos en nada, pero no paramos de decir
que sí con la cabeza y de hacer visajes con la cara, como diciendo; ¡Ay, si yo
te contara!
En algún momento llega nuestro turno y saludamos al foro.
Siente uno la solidaridad de una forma sinuosa, es como si estuvieran los
compañeros diciéndonos, a ver cómo escapas, camarada. Entramos con los hombros
caídos y pensando en qué papelitos nos faltará, si nos tocará un funcionario
bueno o uno con cara de perro. Si no habrán cambiado la ley hace un rato, si no
nos harán preguntas que sólo conducen a la melancolía; dónde le gustaría
trabajar, estaría usted dispuesto a irse de su ciudad, de su comunidad
autónoma, sabe usted idiomas, qué otras habilidades maneja, además de las que
vierte usted por la tinta de su currículum. Cosas tan peregrinas que tiene uno
ganas de decir que es un gran bailarín de merengues y bachatas, que si se anima
nos lo hacemos allí mismo, lo del baile, y salimos al patio de los parados los
dos, enlazados como en un musical, haciendo las delicias de todos los
postulantes al subsidio. Pero no decimos nada, o decimos que sí a todo. Y nos
vamos de allí, con la música a otra parte. ¿ A qué parte? A la oficina de
correos que está hasta la bola de gente pagando el recibo de la luz minutos
antes de que la corten.
A eso recibo una llamada: oye, que si quieres venir a
recitar poesías a un sitio. Miro con vergüenza a mi alrededor, no sea que
alguno de los míos haya escuchado esto, y digo que no, que ando muy ocupado.
1 comentario:
Muy bien amigo, lo has calcado, eso solo lo sabe el que pasa por ese "trauma" de pedir casi caridad para poder mal vivir, comer, aún mas despues de toda una vida doblando la visagra. Un saludo
Alfonso Martínez
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