De esta época habrá una crónica gráfica paroxística (toma
ya, cuatro esdrújulas en una frase y tres de ellas de un tirón). La profusión de aparatos para retratarse, la
comodidad, la calidad y la inmediatez del resultado, los avances tecnológicos
con cámaras cada vez más minúsculas y sofisticadas, nos convierten en una
suerte de paparazzis de nosotros
mismos.
Las juergas y parrandas con que homenajean los jóvenes la
suerte de su edad son todas ellas acompañadas de un reportaje en el que las
chicas y los chicos posan para ese álbum global que son las llamadas redes
sociales. Vasos con hielo, ron y coca cola saludando a la cámara, posturas
extrañísimas de las muchachas, como de
vedettes bajando las escaleras de la revista o del teatro de Manolita Chen,
jovenzuelos pelones marcando bíceps o paquete, según, y sublimando a todos los
Narcisos que habitan los espejos. Y toda esa exageración de posados y retratos
se va almacenando no sé dónde, para que cuando pasen tres o cuatro décadas los
de ahora, que ya no serán los mismos, se crean que todo este rato de la vida
fue de felicidad y fanfarria.
Nada quedará de esos momentos en los que la angustia de
sabernos solos aborrasca el ánimo, nada de esas tardes eternas del invierno sin
luz (y sin flashes) embridando la tristeza, el desamor. Nada quedará de la
melancolía.
Las fotografías domésticas siempre mienten, ya lo dijo uno
por aquí alguna vez, porque se dedican la mayoría de las veces a glosar fiestas
y brindis. Pero cuando son tantísimas y acaparan casi todos los momentos de la
vida, algunas tienen que captar un ápice de verdad y esas suelen ser las
inquietantes, las sospechosas, las que no han sido fruto del fisgonear
colectivo, sino del azar. Y el azar es lo que tiene; sostiene sobre sus
descuidados hombros el temblor del mundo y de la historia.
Yo también me echo mis retratos digitales, cómo no, y
atesoro amigos y cantes. Cenas y abrazos
con guitarras que se han pegado a uno noches enteras ronroneando como el gato
ese que estaba triste y ¿azul? Ha sido este por una parte un verano horrible,
estremecedor en lo económico, para mí y para casi todos, preñado de miserias y amenazas. Un verano en
el que los tiranos, con sus garras multiformes, nos han ido apretando con
sadismo a unos los huevos, a otros el cuello (no sabemos si uterino) a casi
todos, en fin, nos ha querido ahogar. Quizá por esas circunstancias hemos dicho
que íbamos a montar un tinglado de barbacoas y festivales. Así lo hicimos y nos
salió bastante bien porque al ser muchos,
con poco dinero y muchas ganas, ha sido posible saludar al amanecer
todavía con una copa en la mano y mirar a la luna que tras algún pitillo
aliñado, parecía verdaderamente ir por ahí, por el cosmos, con un polisón de
nardos.
El caso, porque hay un caso, es que anduve mirando en mi
teléfono las fotografías que había perpetrado a esas noches y a esas personas,
casi siempre a traición; con el cigarrillo humeando en la boca, con los ojos
irritados por la risa y el humo, con la cara desencajada en medio de un quejio
proteico que culminaba un fandango…y entre las imágenes de ese reportaje me
encontré con una que me produjo un gran escalofrío.
Se trataba de una fotografía de mí mismo, durmiendo en el
sofá. Boca arriba, con la boca cerrada.
Se ven un par de monedas que se habrán salido del bolsillo del pantalón y yazco
con una mano tocándome la cara, como haciendo la palma de almohada. El otro
brazo cae lacio como el de una marioneta y como lo tengo largo (el brazo) roza
el suelo. Las piernas estiradas y cruzándose a la altura de los tobillos, como
Jesús en la cruz pero sin clavos. No sienta nada bien verse así, porque, como
agravante de la estampa, la luz que
entraba por la terraza amarilleaba mi cara y el cuadro que todo aquello
componía era el de un hombre que ha entrado ya en la edad madura, yaciendo
muerto, con esa placidez terrorífica que mantiene la faz del cadáver antes de
que el fuego, los gusanos o las alimañas consuman la corrupción de la carne.
No, no me ha gustado
nada verme así, nos hemos visto en posturas ridículas cantando en escenarios,
nos hemos visto en instantáneas tomadas en la playa con una barriguita que
jamás habían delatado tan cruelmente los espejos, nos hemos visto con una
melancólica monedilla de calvicie en la nuca, nos hemos visto con muecas y
gestos en los que jamás nos hubiésemos reconocido. Pero nunca nos habíamos
visto muertos, con la cara que era una fotocopia de la del conde Orgaz en el
cuadro aquel tan inquietante del Greco.
Del estupor pasé, como casi siempre ocurre, a la
investigación y clamé por la casa por conocer a la responsable de aquella
traición tan grande y tan cruel. La hija decía que ella no, que no perdía el
tiempo en esas tonterías y que no me lo tomara tan mal. Si hubieses salido favorecido no te habría molestado tanto,
apuntilló. Así que subliminalmente el mensaje de mi hija era: Encima de muerto
feo. La mujer ni siquiera prestó un
minuto de atención a la angustia que sentía uno. Con una resolución tan
femenina como tajante dictaminó: “Borra
esa foto, anda”.
Como veía que sin acudir al patetismo ninguna de las dos,
madre e hija otra vez conchabadas, iba a hacerme ni puto caso, eché mano de mis
armas literarias y clamé:
“¿No os dais cuenta de
que si ninguna de las dos habéis perpetrado esto, puede ser la mismísima parca
la que ha aprovechado los adelantos de la telefonía móvil para mandarme un
mensaje funesto?, ¿no entendéis acaso que este sofá sobre el que yazco, parece en esta foto conducido hacia el Hades
por el cabrón de Caronte, con sus monedas para cruzar el río y todo? Si se
trata de una broma, bien, tengo mucho sentido del humor, pero decidlo ya porque
si no lo hacéis cogeré la foto, la llevaré a un técnico de eso que andan por
ahí y le pediré, ¿sabéis qué?...Aquí hice una pausa para ver la impresión
que estaba causando en la familia. La una se había ido para su cuarto a chatear
o como se llame ahora, con su pandilla. Y la otra me escuchaba como quien oye
llover y cambiando de canales con el mando a distancia de la televisión. Llamé
con autoridad a la hija, que contestó con un “ofú, cómo está mi primo hoy”
Iré- continúe- como
os estaba diciendo, a un técnico buenísimo, que seguro que los hay, y le diré
que me diga con exactitud cuándo fue tomada esta foto tan sombría y tan
terrible e imaginaros que me dice el informático una fecha futura, imaginaros
que me dice que debe hacer un error porque la foto data, no sé, digamos que de
noviembre del año 2012…qué, ¿cómo os quedaréis?.
Ahí me miraron las dos. Había conseguido con el efecto Allan
Poe su atención. La una dijo que me callase que la estaba asustando. La otra
que ahora, sí, ahora había conseguido dos cosas: enfadarla y meterle miedo.
Ninguna confesó, sin embargo, haber echado la foto. ¿Y quién
me quita a mí ahora este miedo?
1 comentario:
Ohú picha con la Parca hemos topao.Calla, calla.
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