Aprovechaba el rato que echaban ella y su madre mirando
por las calles esa locura de carrozas, caramelos y hombres enmascarados, para bajar del armario las cajas de vivos
colores que contenían muñecas, libros de cuentos, ingenios electrónicos, o lo que fuera que estuviese de moda esa
temporada para el niño y la niña y al alcance de nuestros bolsillos. El tiempo
apremiaba porque el día cinco de enero nunca fue festivo y uno salía de
trabajar ya casi de noche.
Llegaba a casa, me quitaba los atavíos de chupatintas, me
colocaba mi buena sudadera de los Ramones o alguno así, y montaba mi
arquitectura del regalo; un rudimentario
caminito de chocolatinas y caramelos que
conducía directamente a la orgía de celofanes, plástico pintado y muñecas con trajes
de noche y pintas de putones verbeneros.
Cuando había creado
toda esa florida pachanga, avisaba a la madre para decirle que ya podían regresar,
que ya estaba dispuesta la sorpresa. Supongo que lo del caminito de caramelos y
huevos Kinder la primera vez tuvo que entusiasmarla, pero aquella liturgia
repetida cada año más o menos de idéntica forma se fue haciendo habitual y al
asombro, como todo en la vida, sucedería
la costumbre y el caminito ese ya ella ni lo miraba, pendiente del final del
mismo, de la meta.
Alguna vez pusimos un poco de carbón, el castigo, la amenaza
que nunca cumplimos y hasta el carbón era un dulce, una poética reprimenda de
papaítos entregados.
No sé por qué, acaso por lo de la integración racial, yo siempre
quería que eligiese al rey negro y que dirigiese su pedido a éste, pero
ella, más pragmática, solía escribirle al pelirrojo, símbolo de la
blancura nórdica y el poderío económico
de occidente, que esas cosas ella no las sabría pero las imaginaba.
Hace unos días, recordando todo esto de su infancia y quizá
también un poco de la nuestra, nuestra infancia como adultos, nuestra condición
de padres tan jóvenes cuando éramos
bastante hijos todavía, ella me confesó que se sabía toda la trola, que hacía
años que ese misterioso relato de hombres con barbas llegados de Oriente que se
dedicaban a la filantropía infantil por mandato divino, había sido descubierto.
Que había indagado en los altillos de los armarios y clandestinamente abierto
las bolsas, así que todas nuestras amenazas con la sentencia firme de que si
seguía comiendo tan poco o si no estudiaba un poco más no iban a traerle nada
aquellos desconocidos señores, resultaban bien patéticas.
Todo lo sabía, papá, me dijo, pero no te lo confesé porque
como tú montabas el fandango aquel del caminito de chocolatinas y caramelos, me
daba mucha pena decírtelo.
Así es la vida, piensa uno que está siempre protegiendo a
los hijos, que sabe hacerlo, que es un padre bueno en el buen sentido de la palabra bueno y resulta
que, a veces, son ellos los que lo
protegen a uno. Quién sabe si todos aquellos años de cuentos a la hora de dormir eran también un coñazo que
soportó , pobrecita mía, estoicamente porque ella entendía que su padre, al que
tanto le gustaba un micrófono, una guitarra, un
escenario, un tablao, una rumba, una verbena, necesitaba público y ella
era el público que más a mano tenía. Quién sabe de cuántos piadosos silencios
se nutren las relaciones. Quién sabe de qué infamias, de qué desconsuelos, me estará ella protegiendo ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario