Hoy me han llamado algo que me ha gustado mucho. Tomaba yo
mi café dominguero tras un largo paseo por la mañana del pueblo en el que
apenas me he cruzado con nadie. A saber: Uno paseando al perrito o viceversa y
el perrito levantando la pata cada pocos metros, cada dos o tres naranjos, como
diciendo me meo aquí o no me meo y si lo hacía, si se meaba, era una micción
bastante nimia que ni marcaría territorio, ni pondría cachondas a las perras en
celo que por allí deambulasen. Otro con un papelón de churros por el paseo
marítimo que daban ganas de decirle que se les iban a enfriar o que, si no
tenía ni casa ni familia con la que compartirlos, que invitase. Una muy guapa
con un gorro de esos para la nieve, con un borlón. Qué ridículos son también
los gorros con borlones, pero que bien
les sienta todo a las guapas. Allá iba ella, andando muy deprisa con su gorro
infantil, sabe dios a dónde. Por último, dos municipales en motocicleta,
mirando a los pocos que rulábamos por la avenida, con muchísima chulería, como diciendo;
pasaros un poco y ya veréis cabrones.
Y poco más. Se me olvida a un conocido,
antiguo amigo, que se ha hecho el loco
cuando me ha visto, pero se me olvida porque quiero que se me olvide. No sé si
me explico.
Como dice un amigo mío, Gallardoski, al tema. El tema es que
estando con mi cafelito en la terraza del bar, una señora que pasaba vio bien sentarse también allí con su
marido, en la mesa de al lado que está
más resguardada del poniente frío que sopla. El marido le preguntó con
cierto retintín: ¿Pero dónde quieres sentarte, hija? Y ella con mucha decisión
dijo: Ahí, en la mesa de al lado del lector.
Me han llamado muchas cosas en esta vida. No porque sea una
persona especial, ni porque tenga ninguna anomalía, minusvalía o tara. Me han
llamado muchas cosas porque llevo ya en el mundo cuatro décadas y media
casi, y durante este peregrinar hemos
tenido tiempo para echarnos muchos amigos y para que surgieran, como de las
madrigueras del rencor, algunos enemigos. Cuando se lleva mucho tiempo en algún
sitio, pasan esas cosas. Gente que cree conocerlo a uno y dice que sí, que ese
lleva toda la vida patatín patatán y
otros que afirman; sí hombre, es ése que patatón
patatín. Pero lo de lector me ha gustado tanto que he apartado la mirada
del libro y le he hecho un gesto, creo que con la ceja, a la señora, como diciendo “ole tú”.
La señora se ha dado cuenta y también ha respondido con una sonrisa y luego se
ha vuelto hacia el marido algo sofocada y le ha dicho las cosas que quiere para
desayunar, que son varias. Ya no he seguido haciendo mojigangas con las cejas
ni nada de eso porque el marido me ha mirado un poco mosca y debo decirlo, con
algo de pelusa, porque a lo mejor a él también le gustaría ser como yo: Lector.
Y es cierto, nada nos gustaría más en el mundo que ser eso,
que nos pagaran un sueldo por eso, por lector. No crítico literario ni otras
delincuencias, sino simplemente lector. Sin tener que dar cuenta de lo leído a
nadie. No sé, una biblioteca nacional o internacionalista, que dijera lea usted
caballero, subraye los libros, ponga anotaciones al margen, recomiende si
quiere algún otro del autor leído.
Deje en los libros, si lo ve oportuno, los marca páginas
circunstanciales que ha aviado para la lectura; una servilleta de papel con el
anagrama de la Cruzcampo, un recibo de Endesa, una florecilla seca como una
muchacha romántica…
Doble algunas páginas por la esquina, haga ese triángulo en
los pasajes que más le agraden. Y cuando los termine, los libros, los trae
aquí, a la gran biblioteca para que sigan su vida, para que tengan vida propia
y tengan manchas de café, miguitas de pan en el cordoncillo de la
encuadernación. Restos de ceniza como metáfora del tiempo que ha pasado usted
con ellos.
Sería muy bonito ese oficio y habría más de un genio que
utilizaría las señales dejadas por mí para escribir otra novela. Una suerte de
paroxística metaliteratura. Alguno viendo un ticket de metro en la página
noventa y tres del “Libro del desasosiego” de Fernando Pessoa, sentiría un
rapto de inspiración e imaginaría a un hombre solo y triste, como Pessoa,
viajando en metro de vuelta de un trabajo horrible (no como el mío; de lector,
que es un trabajo de puta madre) y alimentaría esa sagrada llama de la poesía y
la melancolía con otras aportaciones, con otros libros.
Otro, erotómano incansable, por ver un recibo en la página
noventa y cuatro de una whisquería, se sacaría de la chistera un premio sonrisa
vertical con un montón de polvos
magníficos y lúbricas escenas de cama.
Cada rastro, cada señal, inspiraría un nuevo libro. A mí así
no me faltaría nunca el trabajo y a los escritores se les echaría uno una mano sin ser ya
competencia para ninguno de ellos. A lo mejor agradecería uno que pusieran
“Preciosa novela, prácticamente genial, inspirada por ese personaje conocido en
los inframundos literarios como El Lector”. O no, preferiríamos el anonimato
más severo, para que no se estropeasen ni el encanto ni el curro.
Tengo que rehacer mi Ridiculum Vitae y poner esta profesión
como primera opción para las oficinas de
(jaja ja)”Empleo” . De segundo, como en los menús, pondré
escritor y de postre; Escribiente. Seguro que me cogen.
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