Me llama la atención que siempre que me lo cruzo está
escribiendo, a veces en unas libretas pequeñas, como las que llevan
los camareros para tomar nota de las comandas, y otras lo hace por los reversos de hojas impresas
que se encontrará por ahí o que a lo mejor le suministra una secretaria de una
gestoría.
Escribe muy deprisa,
como si tuviese que contar las cosas rápidamente, antes de que vengan a
interrumpirle los guardias, los servicios sociales o los testigos de Jehová que
querrán darle un baño, un corte de pelo, vestirlo con un traje color crema y
ponerlo a decir “aleluya” los domingos en el altar.
A veces, he pensado que a lo mejor es un genio y lo que
contiene esos papeles una gran obra que seguramente se perderá por los
vertederos de la miseria. Sé que es una tontería pero me gusta fantasear con
ella, como a los que creen en la reencarnación les pone cachondos imaginarse
reencarnados en el Che Guevara, en Jimi Hendrix o en Jesucristo. Nunca en el
charcutero de la esquina que también se murió y al que, que puestos a creer en cuentos, le corresponde
también su reencarnado, vamos digo yo.
No habla con nadie, se busca un rincón y escribe. De pie
como Fernando Pessoa, o en cuclillas como un faquir. Me han dado más de una vez, ganas de mirar por encima por ver si pillo
alguna frase, por si estuviera haciendo
una crónica brutal sobre lo que ven sus ojos cada día y sobre lo que se siente
cada noche en esa soledad tan grande, tan completa. Podría haberlo hecho porque no está muy atento a los transeúntes, ensimismado en su rapto literario, pero siempre pienso que mejor no, que es
posible que lo único que contengan esos papeles sean balbuceos o, peor; poesías
rimadas, o aún peor; que como en la película aquella de Stanley
Kubrick, en la que el actor Jack Nicholson interpretaba a un escritor grillado
que se había ido a pasar el invierno a un hotel desierto de la nieve y que le
decía a la parienta que necesitaba paz para escribir, y la parienta se
tranquilizaba mucho, porque ya sabía ella que su marido estaba como una cabra y
que su hijito tampoco andaba muy fino, se tranquilaba digo, la parienta escuchando cada noche el sonido de
las teclas de la máquina de escribir. Mira, pensaría, si está liado con su obra
maestra todavía hay esperanza, pero un día se asoma la parienta a los cientos
de folios que había sobre la mesa de trabajo del baranda y sólo encuentra
repetida de manera terrorífica, casi como en las novelas de Thomas Bernhard, una frase, siempre la
misma, idéntica y única frase.
Pues eso, que prefiere uno dejarlo en paz a este hombre y
respetarlo, como hace él con todo el mundo. Porque, otra singularidad suya,
jamás habla con nadie ni pide nada a
nadie.
Una vez lo llamó una
señora muy pía, que viéndolo cargado con esos bártulos sobre la espalda, debió de
compadecerse del muchacho, como si viera en él al mismísimo Jesús en su vía
crucis. Le ofreció unas monedas y algo de comida, unas frutas que llevaba en la
cesta de la compra. Nuestro amigo estaba bastante sorprendido, pero aceptó el
regalo y escribo regalo porque así fue como lo aceptó, no como una limosna. Dio
las gracias y siguió su camino. Fue la primera vez que le vi la cara, con
churretes y todo eso, claro, pero enseguida me cayó bien.
Antes de irse, me hizo una seña, como diciendo tú también
vas a colaborar en algo o qué, encogí un poco los hombros y no diría yo que nos
saludáramos, pero al menos nos reconocimos.
Le ofrecí un cigarro y se le iluminó el rostro. Se dio la
circunstancia de que ese día, creyendo yo que me había olvidado el paquete de tabaco en casa, había comprado
otro. Después, apareció el primer
paquete en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta. Así, que como tenía
dos paquetes, le di al amigo uno de ellos, contento por ser yo también un tío
desprendido y apañado; toma ahí tienes para echar unos cuantos. Pero me los
rechazó; no, dijo, sólo fumo un par de cigarros al día. Y me quedé con el
paquete en la mano, así ofertándolo como los gitanos en las ferias.
Le iba a decir que vale, que echará solamente dos cigarritos
pero que con los veinte que traía el paquete ya tenía para más de una semana.
Me contuve porque me di cuenta que
pedirle ese tipo de previsiones a alguien que vive en la calle y que todo lo
que posee lo carga cada mañana sobre sus espaldas era una gilipollez y yo mismo
un gilipollas por hacer esos cálculos.
Mañana, si hay tabaco fumará y si no lo hay pues nada, a
joderse. No se va uno a los márgenes de la sociedad para contar los cigarros y
los días.
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