Una tarde, el ser humano no era perseguido por algún bicho
más fuerte, más ágil y más letal que él mismo. Aquella tarde, por lo que fuera,
estaba siendo tranquila y en vez de dar saltos de risco en risco mientras
el tigre de dientes de sable agarraba al
más débil de la tribu, o al más lento y se lo zampaba en dos o tres mordiscos,
se quedaron nuestros ancestros mirando cómo iba poniéndose el sol.
Uno de ellos que, pongamos, se había quedado cojo en alguna
de esas persecuciones y que como apenas participa en otras a la inversa, la
caza por ejemplo del oso cavernario, se vio obligado a nutrirse con raíces y
tubérculos, porque la tribu no había descubierto aún lo de las prestaciones por
invalidez, ni la ley de dependencia.
Para eso faltaban algunos millones de años y duraría, el descubrimiento, lo que
dura una revolución, nada, un corto espacio de tiempo.
Así que, mientras los
chulos se comían la carne cruda de la caza, nuestro renco antepasado tenía que
conformarse con plantas silvestres y con algún gusano que por allí reptara o
anduviera. Entre esas plantas descubrió algunas que elevaban su mente a
estadios de percepción rarísimos, serían seguramente antepasadas del peyote o
de la amanita muscaria, con aquellas melopeas y con el estómago medio vacío, nuestro
amigo cojo amagaba extrañas danzas, gruñía como una bestia malherida y a veces
daba risa al resto de la tribu, y a veces daba miedo.
Cuando daba risa, si
alguno de los machos se hartaba de la tabarra del cojo, le pegaba con un hacha
de piedra un hachazo en la cabeza y se acababa la ópera. Pero, la mayoría de
las veces, el cojo daba miedo, porque hasta de su cojera, es decir de su dolor
se olvidaba cuando estaba inmerso en alguno de aquellos momentos alucinados y
viajaba su cerebro a inexplicables regiones de maravilla e inconsciencia.
Fascinados por ese estado de fantasía y de ebriedad, los
carnívoros glotones empezaron a pedirle que compartiera su magia y él, dueño
del secreto, fue repartiendo con cicatería las dosis a los compañeros a cambio,
al principio porque no se atrevía a más, de algunas sobras del banquete, pero
poco a poco exigió para él los mejores cachos. Los más nutritivos y exquisitos.
Así, este marginado social, se fue haciendo con el poder en
la tribu. Ya digo, si sobrevivía a la risa y al garrotazo y conseguía provocar
miedo entre sus congéneres. Acabábamos
de inventar la ebriedad y la brujería.
Erigido ya en brujo, se fue corrompiendo como lo hace todo
poder. No se conoce poder que no haya
sido corrupto, como no se conoce cadáver
que tampoco, salvo el brazo de Santa Teresa y, me parece, que la momia
de Lenin.
Empezó nuestro brujo cojitranco a tener caprichos y poco a poco
iba haciendo sus apuestas, que eran cada vez más arriesgadas. Les decía a sus
coetáneos, ya casi súbditos y sumidos todos en una borrachera considerable
gracias a sus preparados de raíces y savias, como no me traigáis un buen entrecot de Mamut ese sol que estáis viendo ponerse
entre las montañas y que mañana debiera salir otra vez, no lo hará, no habrá
amanecida y será la noche eterna. Y entre la trompa que llevaban y el miedo al
castigo que tenían, hasta los más cachas de los cavernícolas se plegaban a los
deseos del antaño marginado social.
Los caprichos cada vez eran más delirantes y las amenazas de
no cumplirlos, más apocalípticas. Fuegos eternos en los que se quemarían los
cuerpos, diluvios universales que ahogaría a todos, quimeras monstruosas que
emergerían de los mares para zamparse a conocidos y vecinos. El brujo tenía ya
altares en los que echaba cosas, una tienda de campaña hecha con pieles de
bisonte más buena y más lustrosa que las del resto, sin moscas asquerosas y
enormes alrededor chupando los restos de carne del animal muerto. Incluso se
hizo con una pequeña policía que le protegiera de posibles revueltas.
Acabábamos de inventar la religión y el poder.
Y con esta milonga ha vivido y vive la humanidad su
historia, soporta las más grandes infamias y las tribulaciones más horrorosas,
pendiente de una vida ultraterrena, que cada brujo cuenta a su manera. Y
cohabitan el planeta quienes andan convencidos de que con un chaleco de
dinamita y saltando en pedazos para llevarse por delante a unos cuantos
infieles, tocarán un cielo de huríes, con los que con anillos de diamantes y
palacios de oro exigen humildad y votos de pobreza a cambio de ser
propietarios, tras la muerte, del reino de los cielos, o como mínimo de una
parcelita en el Edén.
La brujería no existe, pero los embrujados sí.
1 comentario:
Cojones con el zopo
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