domingo, 9 de agosto de 2009

CUENTO DE AGOSTO


Como una serpiente venenosa se agita lenta y torpemente la caravana de automóviles que llega desde el barrio alto hasta la orilla de la playa, con lentos espasmos auspiciados por la intermitencia de los semáforos. Está la ciudad invadida por estos artefactos en los que las personas se montan lo mismo para ir a comprar el pan a la esquina que para hacer miles de kilómetros. Los artefactos luego no pueden estacionarse en ningún sitio y algunos conductores echan la mitad de su porfiada noche veraniega buscando un hueco donde aparcar el bicho mecánico.
Cuando por fin lo consiguen, llegan a la plaza, cualquier plaza del pueblo, donde la parentela vigila todavía con ojos asesinos al solitario que ocupa una mesa de taberna, bebiendo solamente una cerveza y encima - esto ya es un delito estival- recreándose en la lectura de un libro.
El lector, intimidado por las cada vez más descompuestas jetas de la familia huracanada, decide levantarse e irse con su lírica a otra parte, la familia huracanada salta sobre la mesa y la señora de la casa levanta dignísima su cabeza mirando a un lado y otro, como diciendo “ a ver quién tiene cojones de decir que estaba antes que nosotros”. El maromo se encarga, a su vez, de preguntar a los vecinos de terraza si está ocupada la silla y cuando le dicen que sí, vuelve otra vez la familia huracanada a disparar espanto y odio por los ojos.
Luego el maromo ve acercarse a un hombre de más o menos sus años cargado con refrigerios, bebidas alcohólicas y alguna bandeja de aperitivos. Comprende entonces el por qué de la silla vacía y un prurito de solidaridad se dibuja en su rostro porque sabe que muy pronto será él el que esté encargando viandas y bebidas ya que , tras la odisea del atasco y el aparcamiento, han arribado a un autoservicio de los huevos.
Sabe, mientras mira a su atribulado colega veraneante, que tendrá que soportar los errores cuando el tinto de verano se haya puesto con blanca en lugar de con limón, cuando la coca cola de la niña que a sus catorce años ha empezado a sacar pecho tanto reivindicativo como carnal y viste como un híbrido entre Shakira y Carmen de Mairena, diga que quiere la coca cola sin azúcar, para no engordar, mientras por las comisuras de la tierna infante resbala obscenamente un hilillo de mayonesa que ha saltado del enjuto serranito como una eyaculación grasienta.
Cuando por fin se sienta nuestro hombre, agotado, de los nervios pero con esperanza todavía de hallar una miaja de frescor y asueto tras haber atendido cada uno de los requerimientos de la prole, una nube de mosquitos inunda la plaza y el hombre que instado por su esposa a vestir como un jugador de tenis durante todo el mes de agosto- ¡porque así estás más fresquito, Cari!- siente las punzadas de esos insectos en sus tobillos y en sus pelonas pantorrillas.
La mujer enseguida da la voz de de alarma y pide, exige, que el maromo que se rasca como se rasca un yonki las pústulas del vicio, consiga Aután.
¡Aután! ¡Aután! Como quien convoca a un espíritu benefactor, exclaman la mujer y la niña de las tetas gordas.
Entre la nebulosa el hombre ya no oye ni ve nada claro, se rasca compulsivo, mira alrededor constatando que la puta nube de mosquitos parece afectarles solo a ellos, en la confusión le parece oír farmacia de guardia, coge el coche, paga y vámonos, me apetece un helado, compra tabaco Cari, pregunta al camarero si tiene Aután, Aután, espray , no te rasques más por dios, Cari, Papá, coche, ¿puedo ir a comprarme un polo? , cupón de la ONCE, premio, una ayudita para el cantaor, Aután, Aután, ¿se van ustedes?, ¿está ocupada la silla?, ¿quiere que le haga una foto, así, rascándose?, llevo el 69 para hoy, huevas de choco, tortillas de camarones, está bajando la marea, Aután, Aután, Zapatero tiene que estar en Doñana y por eso se vienen los mosquitos para el pueblo, coño que me ha picado a mí también el hijoputa mosquito, te lo dije Cari, te lo dije papá, dónde está el coche, Aután, Aután. Te lo dije.
El hombre por fin se atempera. Controla como un faquir sus dolores y picores, ha dejado de oír nada y ahora es como un silencio de muerte lo que impera alrededor. La mujer sigue hablando, la niña ahora babea en lugar de mayonesa, una gotita de helado de vainilla. Se mira el hombre sus piernas llenas de ronchas, mira a otra familia que en torno suyo hace guardia para ocupar la mesa de los horrores y cuando por fin se desploma sobre la mesa tirando a tomar por culo los restos del tapeo, repite como un mantra “aután, aután” mientras la sirena de una ambulancia estremece el murmullo de la noche, qué noche, nochera.