sábado, 26 de mayo de 2012

SOBREPESO




Podemos lanzar la pregunta al aire pero sabemos muy bien la respuesta. ¿Ha pasado el tiempo por nosotros? ¿Ha hecho el tiempo de las suyas? La bruja del cuento le preguntaba al espejo mágico quién era la más bella del reino y una mañana, el espejo mágico, le escupió en la cara su repuesta temible: “Tú ya no”. No fue, me parece, que otra belleza la desbancara de su trono a la bruja, porque ,por otra parte , Blancanieves tenía una cara de pánfila que daba grima. El “Tú ya no” del espejo era un constatación del tiempo transcurrido, del inexorable marchitarse del cuerpo humano.

Y es que vivimos sin perspectiva de nosotros mismos. La mayoría jamás nos hemos visto la espalda y seguramente nos iremos de este mundo sin verla. Es posible que en alguna travesura sexual nos hayamos puesto frente a un espejo para ver cómo movemos el culo, pero en esas circunstancias especiales tampoco nos fijamos mucho, además; de hacerlo probablemente nos daría la risa y se nos relajaría con la risa el cuerpo y la mente, y la sangre que tenía que llegar al pito no llegara y el pito cabizbajo nos quitara las ganas de reír. O , peor, provocara la carcajada de ella.
Yo, tras más de cuarenta años deambulando por la vida, no sé si tengo un lunar a la altura de los riñones, tirando al centro. No tengo ni idea. Y a lo mejor resulta que ese lunar, si lo tengo, un día puede ser la causa de una infección, de un tumorcito de esos que te mandan al otro barrio. Puede ser el causante ese lunar que desconozco y que me acompaña probablemente desde que nací, el motivo principal por el que me dejó aquella novia, porque puede ser que el lunar tuviese unos pelillos repugnantes y la novia no pudo soportarlo. No nos dijo nada, claro, porque cómo confesar a los amigos y a las amigas de la pandilla que iba a abandonar a un muchacho por un lunar. Con pelos.

No sé tampoco que aspecto tiene mi nuca. Creo que a esta parte de mi anatomía la conozco de cuando me cortaba el pelo a navaja en las barberías de hombres. El barbero cuando había terminado la faena te ponía un espejo superpuesto sobre el reflejo de otro y te preguntaba ufano de su labor: ¿Qué te parece? Nunca escuché a nadie que dijese “regular”. Todos los hombres y los muchachos de la barbería estábamos encantados con nuestras nucas. Siempre nos parecía bien. A veces incluso muy bien. Ahora me corto el pelo en las peluquerías conocidas tradicionalmente como de “Señoras” y ya no me hacen ese truco de los espejos para que pueda verme la nuca. Ni me afeitan, ni me untan por la cara esa lociones que escocían tanto, después de que el barbero te hubiese echado media cara abajo con la afilada navaja.

Una noche soñé que tenía una calva en la nuca. Que nadie me lo decía porque todos sabían que eso me provocaría una tristeza muy grande. A eso de las cuatro de la mañana me levanté de la cama, encendí la luz y lo primero que hice fue poner los dos espejos del armario frente a frente y mirarme la nuca. Mi mujer me preguntó qué estaba haciendo y cuando le dije; ¡Estoy comprobando si tengo una calva en la nuca!, ni se extrañó ni nada, murmuró un ¡ay, qué hombre! Con una resignación que, tengo que decirlo, me hirió bastante. No había calva afortunadamente, lo que no quita que en cuanto termine de escribir estas líneas eché un vistazo para ver si la cosa sigue bien. A lo mejor incluso me miro lo del lunar, pero no sé...no creo, andan por aquí mi compañera y mi hija y ya han visto bastantes extravagancias de un servidor.

Hoy, liberado de las pintas a las que me obliga el trabajo, me he puesto una camiseta negra, tirando a rockera. Con esta camiseta ha dado uno bastantes conciertos, esta camiseta tirando a rockera me ha vestido cuando cantábamos en los chalés de los pijos canciones de los Stones y de los Beatles. Como era uno de los músicos, nadie me echaba por ir en camiseta. Con esta camiseta he recitado versos de mi primo/hermano Siroco en clubes de jazz, me las he dado de cantautor en chiringuitos de playa y he presentado libros en bibliotecas de pueblo. Y nadie me dijo nunca, como con la nuca, eh, camarada, deja de ponerte esa camiseta tirando a rockera que te sienta como el culo. Piensa uno que, entonces, no nos sentaba mal la dichosa camiseta. Hoy, cuando me la he puesto, las letras impresas se abultaban dolorosamente a la altura de la barriga. Y no quiero ni hablar de cómo ceñía la camiseta, mis antaño pectorales, convertidos ahora en tetas.

Me he dirigido cabizbajo, como el pito aquel de la historieta, a una farmacia. Me he subido en la máquina, me he puesto en posición de firmes bastante serio y he esperado el resultado. La máquina ha escupido un papelito con una tabla de magnitudes y proporciones. Yo siempre he dicho que medía un metro con ochenta y cuatro centímetros, porque una vez me tallaron para la mili y me dijeron eso. Ahora mido un metro con ochenta y un centímetros. He menguado. No contenta con esto, la máquina ha dictaminado que una masa corporal de hasta “26” estaba bien. Y yo tengo “27”. Abajo, como una última injuria, ponía en el papelito en negrilla; “Sobrepeso”.

Le he dicho al mancebo de la farmacia; Hola, buenos días, ¿ese peso funciona?. El mancebo me ha mirado de arriba abajo (recordemos que llevaba puesta la camiseta tirando a rockera) y ha contestado fríamente: “El peso sí”. ¿Por qué me habrá dicho eso? .

sábado, 19 de mayo de 2012

NO HACE FALTA UNA REVOLUCIÓN





Para lo que uno necesita no debiera hacer falta hacer una revolución. Eso demuestra que el mundo está mal hecho, no es necesario proveerse de grandes ideas, ni de un corpus moral por el que todo lo vivido se vaya filtrando.

Para lo que uno necesita no debiera hacer falta llenarse de argumentos, los argumentos y los millones de páginas escritas para argumentar los argumentos han hecho falta porque el mundo está mal hecho. También podríamos añadir; mal repartido. Y si nos ponemos a añadir añadidos, al final tendremos otro tocho revolucionario.

Si falta agua en el mundo, en buena parte del mundo siendo este planeta prácticamente el planeta “Agua” que no sabemos porque fue bautizado de otra manera, tendríamos que trabajar sin descanso para potabilizar todo el agua que fuera posible y que nadie pasara sed. Eso de pasar sed en el planeta “Agua” es una guarrería moral tan grande que a lo mejor hace falta una revolución; acuática.

Lo del hambre también es un malísimo chiste negro. Todos sabemos que la condena al hambre de miles, millones, de seres humanos es otra guarrería (no se me ocurre otra palabra) y que si no fuésemos como somos, nadie debería conciliar el sueño sabiendo que hay personas que agonizan, que se comerían gustosos los restos de nuestro cubo de la basura. Esto de pasar hambre en un mundo repleto de recursos naturales y repleto de sobras, caducos alimentos, cosechas desperdiciadas, es una guarrería moral tan grande que a lo mejor hace falta una revolución; del hambre.

Cuando era mi hija pequeña, veíamos en la televisión uno de esos reportajes en los que un niño, casi siempre negro, trataba de succionar del pecho de su madre un poco de alimento. No había nada en aquella mujer raquítica y veía la mujer cómo poco a poco iba su fracasado lactante desfalleciendo hasta morir. Mi hija, que a tan tierna edad comenzaba a asumir las distancias del etnocentrismo occidental, me preguntó; ¿Pero papá, ellos no se quieren como nosotros, verdad? . Y no me acuerdo muy bien de mi respuesta, pero creo que le mentí. Que unos niños mueran y que otros puedan hacer esas preguntas y recibir de su padre atención y cariño, pero también alguna piadosa mentira, a lo mejor precisa de una revolución; de la verdad.

Que un día llegue uno, como en los chistes, y diga; pues a partir de ahora tendríamos, compatriotas, que odiar intensamente a los vecinos. Porque nos han quitado el agua (hay para repartir) y nos roban la comida (que ya sabemos que también sobra) y encima quieren que su verdad sea nuestra verdad cuando todo el mundo sabe que la verdad es nuestra y no suya, su verdad. Y los ciudadanos de un pueblo, barrio, parroquia o país, se sientan impelidos a degollar, bombardear, saquear y violar a los ciudadanos de otro pueblo, barrio o país, cuando alabemos los honores de la guerra y la gloria asquerosa (otra vez, otra vez esta palabra) de las batallas, cuando besemos las banderas sin pensar que hay que guardar los besos para las novias y los novios, para los hijos, los nietos, para quien merece ser besado, no una puta bandera, no un miserable trapo por el que muchas personas han muerto y ya a nadie podrán besar. Para evitar que nos metan en esa mierda asesina de la guerra, a lo mejor hace falta una revolución, de la paz.

Si una mujer es como yo, pero a mí me gusta más que yo y que mi amigo, porque es mujer y me gustan sus cosas; sus pechos(no me gustan los pechos de mis amigos) sus muslos (no me he fijado en mi vida en los muslos de mis amigos) su trasero (me entra la risa si pienso en el trasero de mis amigos, pero me entra otra cosa si pienso en el trasero de las mujeres) Si, en definitiva, una mujer es como yo pero a mí me gusta más. ¿Cómo es posible que podamos condenar a las mujeres a vivir supeditadas a un tío? ¿Cómo es posible que con lo guapas que son queramos taparles las turgencias, correr un velo por sus rostros, como si diera vergüenza esa belleza, como si no fuésemos los hombres capaces de soportarla sin grosería, de venerar sin agresión? ¿Tan poco nos fiamos los hombres de nosotros mismos? ¿Tan asquerosos (otra vez) somos? . A lo mejor para evitar este complejo fálico de las sociedades hace falta una revolución; sexual.

Si, como hemos dicho, el mundo está mal hecho. ¿Por qué tenemos la obligación de rendir culto y pleitesía al que supuestamente perpetró semejante chapuza? No nos convence ese dios que asesina, mata y quema a las personas. Ese dios que cuando más a gusto estamos, pongamos en Sodoma, pongamos en Gomorra, llega y bombardea la ciudad. Ese dios que cuando Eva y Adán empiezan a encontrarle un sentido al paraíso, comiendo, devorando lascivamente, todas las manzanas de la prohibición, se cabrea. No queremos un dios cabreado porque nosotros estamos más que cabreados con él, con su inexistencia, con su ubicuidad, con su divino desdén, con su iracunda justicia. Queremos vivir aquí, con pan, con agua, en paz, con sexo y con libertad. A lo mejor para escapar del pecado original hace falta una revolución; laica y vagamente pecaminosa.

Lo de la revolución, va quedando demostrado, para lo que uno necesita no debiera hacer falta; unos libros, algo de música, si no hay aparatos reproductores da igual; un guitarra, una flauta, un tambor. 

Parece mentira que sí, que para lo que uno necesita haga falta, tanta falta, una revolución.

sábado, 12 de mayo de 2012

ANTOLOGÍA POÉTICA





Casi todo el mundo, al menos por esta parte del planeta, se ha echado un cantecito alguna vez, en alguna reunión de amigos o de familiares, en las romerías o las verbenas. Un cantecito que suele estar auspiciado por la ingesta de mucho alcohol y otras sustancias. Casi todo el mundo canta fatal, pero eso no importa porque echarse el cante ya es una gracia y una animación y tras el inevitable fandango de Huelva, la concurrencia jalea al espontáneo con divertidos olés y la fiesta es así más bonita y más entrañable.

También es muy socorrido que mientras se palmean bulerías, se levante como poseída por los demonios de lo Jondo una señora que hasta ese momento estaba tranquila y parecía una persona normal, y se ponga a menearse en plan zíngara, levantándose un poquito las faldas y diciendo a los palmeros que venga, que no paren, y aceleran los palmeros el ritmo percusivo del palmeo y observan como hipnotizados la sensualidad un poco salvaje de la señora que parece haberse vuelto loca.
Hay veces en las que el marido de la señora -que ya está completamente ida, en trance lolailo- se incorpora él también y con los dos brazos a medio levantar, rodea a su señora esposa sin tocarla, como un banderillero en la plaza.

Las reuniones así, están compuestas casi siempre por gente muy campechana, que algunas veces cantan un estribillo que dice que eso de ser buena gente no se compra con dinero. Luego, en la vida diaria, lejos de la fanfarria y de los efluvios rocieros, esta gente casi todo lo han comprado con dinero; amistades, prestigio social, amantes y aduladores. Muchas veces es sucio, otras negro ese dinero, como los blues.

A lo que íbamos es que como cantaba Albert Pla; este es un pueblo de estrellas, este es un pueblo de stars. Así que lo mismo le endilgamos a la peña una copla que un buen día, nos levantamos estupendos y nos decimos; Hoy me voy a escribir unas cuantas poesías. O mejor; unos textos que sean prosa poética, como Platero y yo, que es un libro que leí de chiquillo y me gustó mucho.
La ignorancia es muy atrevida y claro, el poeta espontáneo lee, pongamos;

                                  “mi corazón espera
                         también, hacia la luz y hacia la vida,
                             otro milagro de la primavera”

Se rasca un poco la cabeza en aptitud simiesca evolucionada y piensa; “Joder, qué bonito, pero esto lo hago yo con la punta...” Y se pone a ello. De lo que sale no vamos a hablar. Por ahora.

Hace más o menos un año, traté de hacer un estudio sociológico sobre el paisanaje al que llamé “El Barrameazo” . Esto no fue muy comprendido por las personas, pero no me resisto a recuperar uno de los puntos de aquel concienzudo trabajo:

PUNTO 3.-El langostino del trasmallo ha pasado de crustáceo a divinidad panteísta y como tal se le venera, su liturgia conlleva comerlo con los dedos, como los beduinos en el desierto los arroces , y chuparle la cabeza al bicho con ostentosos sonidos de succión del tipo que utilizan las actrices pornográficas cuando chupan el langostino del machote.
El langostino hay que comerlo siempre acompañado de media botella de Manzanilla, eso es así; por ley. Y ya si hablamos de la manzanilla, ese oro líquido como dijo el cursi, se encienden todas las alarmas del Barrameazo porque habrá otros vinos pero señores; sea porque dios en uno de sus caprichos o el pastorcito divino en su bondad sin límites así lo quiso, la manzanilla sólo puede darse en Sanlúcar de Barrameda, el hombre habrá llegado a la luna, los lebrijanos pueden haberlo intentado, pero si no es de Sanlúcar, no es manzanilla por culpa del microclima, la albariza, la humedad y no se sabe cuántos argumentos esotéricos y pseudo científicos más. Cuando los sanluqueños/as están en tierra extraña, lo dice el himno, recuerdan su maravilla y más que nada por “ser honra de España”, siempre beben manzanilla.

Toda esta disertación que antecede, viene al caso, porque ha caído en mis manos un cuadernillo editado por una asociación fiestera, que es a la vez; antología poética, paroxismo cañí, recopilación de tópicos y enternecedora pelusilla literaria. 
Se llama el monumento “Enamórate” y está dedicado a la Feria de la Manzanilla. Por allí aparecen Guzmán el Bueno, Paco Ojeda, el Langostino, la luz de Sanlúcar, los fenicios y los tartesios. También he buscado la historia esa de Isabel la Católica que vio por vez primera el mar (¿o era el agua? ) cuando arribó a esta noble villa, que no hay cateto que coja un micrófono y no lo suelte. 

El caso es que en esta revista, como pomposamente llaman al invento, he leído que tenemos los sanluqueños una “hospitalidad desmedida” , hombre, la hospitalidad desmedida tendría alguien que explicárnosla, no sea que crean los forasteros que vamos por ahí abrazando a sus esposas, o nuestras flamencas persiguiendo el paquete de los mozos turistas. En el mismo artículo/poema, leímos: “¡Ay, la Manzanilla! Ese caldo oro viejo, de cualidad organoléptica única en el mundo” . Y luego dijeron que era uno exagerado en sus irónicas loas al Barrameazo.

En la revista, encontramos versos/ versículos populares , pero también enormes barroquismos levemente surrealistas; “Te ofrece (se entiende que la feria) la oportunidad, no solo (sic) de cultivar el cuerpo, sino también (sic, otra vez) el espíritu.” Ahora a pensar en eso un rato.

No faltan los apuntes de denuncia social: “Una feria mediatizada por las imperiosas necesidades económicas por las que atraviesan muchas familias” 
Y piensa uno, pues sí, aquí llevan razón estos poetas. Lo malo es que a continuación afirman, de una manera casi marcial: “Pero es la feria, nuestra feria, la feria de la Manzanilla de Sanlúcar de Barrameda, ni más ni menos” Falta el ¡Coño!

Yo creo que la flor natural se la lleva uno que va y escribe:
 “En el interior de las casetas el sonido se confunde con aromas de perfúmenes de bellas mujeres” 

Y piensa uno que todas las mujeres estarán esta feria bellísimas y perfumadas, para que los poetas tañan sus liras y para que los camareros feriantes no lleguen a casa muy tristes, oliendo a pimientos fritos y a aceite quemado, sino a perfúmenes de bellas mujeres, como si volviesen del puti club.

Pensaba que ya no se podía ser más cursi ni más rancio, cuando leo (literal) : 

Mientras tanto las penas y lágrimas por las miserias de una crisis económica, fruto del egoísmo de los poderosos, quedarán junto a la orilla del Río para salar la mar durante los días de Feria” .

Aquí ya tuve que dejarlo, mi médico me ha dicho que evite estos vicios. 

Pasé las páginas rápidamente, no quería leerlas pero algunas frases/ versos/versículos se me presentaban como en una pesadilla; 
Nuestro vino, cultura que explosiona en la feria (la bomba atómica) que la feria no sean sólo unos días sino todo el año (ole, ole y olé) Los Doñana, el Mangui, una luna que pasó corriendo, el capote de nuestras gentes ( ¡Ay, Federico García; Llama a la Guardia Civil!) el festival de música y la feria de Sanlúcar ¿La visito Stanley Weiner? Y como colofón una foto del Stanley con un cebollón del quince, bailando como los guiris unas bonitas sevillanas, que supongo yo habrán tomado los hijos o nietos del violinista como prueba para la querella.

En fin, que como decíamos al comienzo, casi todo el mundo se ha echado un cantecito alguna vez, se ha atrevido con un baile o se ha inventado unas poesías o unos textos de conmovida prosa poética. A los dadaístas cachondos que han perpetrado esta “revista” se les perdona todo porque se ve que la han escrito con el corazón (la cabeza la han usado poco) , con la mejor voluntad y , evidentemente, hartos de vino.

¡Salud y feliz feria, compare de mi arma!

domingo, 6 de mayo de 2012

LOS SALVADOS




El que habla continuamente de cómo ha salido del arroyo, de cómo consiguió liberarse de ese yugo social, circunstancial o genético, está haciendo su campaña de promoción y se postula como ejemplo a seguir.
Hace tiempo yo pensaba que lo que querían decir era; “Si yo he podido; tú puedes, compañero” porque es uno de natural afable y sólo queríamos ver el lado bueno de las personas. Con el paso de los años y la observación de algunos de estos elegidos para la gloria, me da la impresión de que al sacar pecho y recitarnos a la concurrencia estupefacta su dechado de virtudes, su rigor para la vida, el rosario de perversiones a las que dijeron “no”; las drogas, la delincuencia, el abandono de los estudios, el vagabundeo...lo que vienen a demostrarnos es que en verdad, ellos jamás pertenecieron a ese mundo, al arroyo, que su paso por la precariedad y la miseria fue sólo un accidente.

Porque luego, con los años, les viene como un rencor lejano, como si no pudieran perdonarle al buen dios que les hiciera vivir esa experiencia de las casas de vecinos, de los barrios marginales, de la pobreza. Por eso cuando un fontanero, un albañil, un jardinero, les hace un trabajo en sus casas (unifamiliares o adosados en las zonas buenas del mundo) analizan el trabajo de forma maniática, si les dejan factura la someten a un escrutinio paroxístico y siempre les parece carísimo lo que les cobran los profesionales de las artes y oficios. Ese rigor no lo aplican sin embargo al fabricante de un jersey con cocodrilos verdes que vale, el jersey, lo mismo que el día entero del trabajo del fontanero. O al maitre de un restaurante que le ha servido una croqueta surrealista con una especie de verde vómito cubriéndola y una frambuesa con pelusillas de caramelo decorando o coronando el timo, y le han cobrado por la pestilencia lo mismo que gasta el albañil en el supermercado para comer una semana él, su señora esposa y sus dos chiquillos.

El que habla continuamente de cómo ha salido del arroyo, acaso lo haga para exorcizar así a esos demonios, para apartar de sí mismos como una maldición esa posibilidad del retorno. Nadie quiere volver al arroyo si no es para hacer literatura o la letra de un rocanrol, pero tampoco quiere oír nadie las vanidades de los suertudos que se escaparon, esa patraña evolucionista con la que acusan a los que allí continúan, en el arroyo, de no haber sabido mejorar su vida. ¡Ay!.

sábado, 5 de mayo de 2012

SOLITARIO Y FINAL


Estaba en una reunión de un grupúsculo de la izquierda radical(¿puede ser de otra manera la izquierda?) .  Andábamos analizando el mundo y dándonos unos a otros la razón, como los testigos de Jehová cuando se cuentan sus experiencias con lo divino; cómo fue el día en el que el buen dios vino a acariciarles paternalmente la cabeza, cómo llegaron a ese fanatismo de credulidad absurda, probablemente desesperada.
Unos y otros opinábamos sobre este país y sobre lo que nos espera; pobreza, exclusión social, tristeza, mucha tristeza al final. Por eso alguno proponía una revolución para que, en el fragor de las batallas, fuese la tristeza sustituida por el miedo, la mansedumbre por la emoción, la violencia por la violencia y sus catarsis. Piensa uno que las revoluciones tienen de complicado más que el momento de la revuelta y la lucha, lo que viene después, cómo se administrará la victoria si la hubiera, en qué momento se dejará de tener razón, quiénes serán los primeros en pervertirse por el poder, dónde narices pondremos las dudas cuando los hechos vengan a demostrarnos que tenemos razón. Todavía no se ha disparado un tiro y ya está uno cuestionando la eficacia del fusil...
Sonó el teléfono móvil y ella me dijo: “Niño, que se ha muerto tu padre”. Lo dijo así, como quien dice “no te olvides de comprar el pan”.
Llevaba un rato deseando ir a tomar unas cervezas con los amigos que repartían labores revolucionarias, echar ese ratito en el que el cataclismo mundial hace que el de uno, el íntimo, parezca una tontería y corra como una rama quebrada más por el caudaloso río de la historia.
Podía haber fingido que no pasaba nada, no decirle nada a nadie y tomarme esas cervezas, aparcar la reflexión sobre la muerte del padre para después, para la madrugada que es cuando, en una suerte de güija pavorosa, traigo a mi mesa a todos los fantasmas. Y así lo hubiera hecho de no ser porque ella me dijo que lo que correspondía era ir a ver a mi madre, que andaba a esas horas desconsolada por la pérdida de su marido.
Mi madre lloraba como una mujer, no como una madre ni como una viuda, lloraba como una mujer recordando el amor. Y entre sollozos repetía “qué pena, qué pena” y “Yo lo quería mucho”. Torpemente trataba yo de hacerle ver que desde hacía ya veinte años estaban separados, que no se habían visto en todo ese tiempo; toda una vida. Pero sus argumentos eran irrebatibles: Él fue el hombre al que amó durante toda su vida, él fue, decía, el padre de sus hijos. Otra de las lamentaciones, de los detalles que le hacían mucho daño era constatar que mi padre había muerto solo, acompañado por alguna enfermera del hospital y que antes de irse para siempre de este mundo gritó varias veces ¡Manoli, Manoli! Que es como él llamaba a su mujer.
Es cuando la vida de este hombre se ha extinguido, cuando hurgo en mis sentimientos y a ratos me corroe una pena distinta a otras que uno ha ido sintiendo, yo; que soy perito en penas. No me destroza el corazón esa pena, no me impide saludar al nuevo día, pero un sentimiento de mayor soledad me embarga. Un sentimiento raro, como si la naturaleza perfecta y fascista fuese culminando los ciclos, tajante, impíamente. Prefiero no pensar si mantuvo mi padre alguna vez la ilusión por volver con ella, con mi madre. Sé que si lo hizo, esperaba regresar triunfante, con mucho dinero, con algo que ofrecer aparte de la discutible bondad de su compañía. Malicio que en tardes de soledad, compraba un boleto de lotería y fantaseaba con la idea de resarcirse de todas sus maldades regalándonos a cada uno de los hijos una nueva vida.
La última vez que nos vimos yo tenía veintitrés años y él apenas cuarenta y ocho, cinco años más de los que yo tengo ahora. Menos años que la mayoría de mis amigos de ahora…cuarenta y ocho años.
Ese es el recuerdo que tengo de él, un hombre joven que miraba desafiante a su hijo y que frente a los reproches que éste le espetaba duramente en la cara, huía o señalaba con el dedo como diciendo ¿qué sabrás tú? . Y era cierto; yo no sabía nada, él tampoco y en ese océano de dudas y angustias fuimos ahogándonos, él ahora, ya, para siempre.
Cuando más cruel es la vida es cuando juega impíamente con el dolor, cuando quiere convertir el dolor en una parodia, cuando la vida nos zamarrea en un ciclo sin sentido, en un ciclo en el que el maldito amor a los demás nos atenaza, nos pone los grilletes del afecto y nos impide volar, vivir, ser duros, ser libres.
En estos días, cuando ya no puedo más, me acerco a fumar algunos cigarros a la playa, a la zona donde este verano ella y yo fuimos tan felices, un lugar en el que durante dos o tres horas nos olvidábamos de todo y sentíamos cada crepúsculo como una bendición, cada baño en esas aguas como una purificación del cuerpo y , quizá, del alma. A nuestra edad, recuperamos esa pulsión, esa esperanza en que los dos solos, tomándonos de la mano y paseando por la orilla, podíamos ser los dueños de nuestros destinos. Hicimos varias veces el amor en aquella playa, metidos en el agua, sin importarnos o importándonos bien poco ser vistos por los escasos parroquianos que la frecuentaban. Vuelvo desde entonces a encontrarme con los recuerdos de este pasado verano y sé que cuando vuelvo solo, estoy haciendo añicos el castillo de arena de los recuerdos, que compongo otro castillo, esta vez de melancolía y que éste no hay oleaje que lo destruya.
Me dispuse a mirar el mar durante horas, quedarme allí sin atender al mundo. Quería auscultar ese dolor oculto que sentía por la muerte de mi padre, quería intentar sacarlo fuera y yo, para todo lo que tiene que ver con el dolor, estoy solo. Soy el hombre más solitario del planeta y jamás comparto con nadie la angustia. Lo hago aquí, entre papeles. Tanto es así que a veces se diría que novelo mi dolor, que lo malverso.Pero dios es un payaso que disfruta con la parodia en la que nos convierte, mientras miraba uno las olas y perdía la vista en el horizonte, mientras aspiraba con vehemencia las caladas del cigarro, empecé a notar unos ruidos extraños cerca. Gemidos inequívocamente sexuales y miré hacia un descampado que bordea esta playa. Allí había un grupo, tres personas maduras, dos hombres y una mujer. Uno de ellos y la mujer estaban follando o metiéndose mano, no lo sé, mientras que el tercero a menos de dos metros, se masturbaba y se acariciaba un falo tremendo, grandísimo, que yo veía con claridad desde mi penosa atalaya.
Quise ir a esa playa para purificarme, para desahogarme y recordar a mi padre, y una escena a medio camino entre lo obsceno y lo ridículo vino a burlarse de nosotros, de mi padre y de mí. Salí casi corriendo de allí, eran poco más de las nueve de la mañana. Me aparté todo lo que pude y me senté en una piedra, lejos de aquella juerga pornográfica. Me senté en una piedra como digo y con un palito me puse a dibujar monigotes en la orilla. Cuando me iba, leí que había escrito sin darme cuenta, verdadera escritura automática, Antonio Gallardo, el nombre y el apellido de mi padre, 1942 / 2011. Fue entonces, al ver estas fechas escritas cuando supe que había muerto ese hombre al que hacía dos décadas que no había visto, al que ya jamás veré y hubiese querido hablar con él, decirle un par de cosas. ¿Cómo se llora esa soledad, padre? ¿Cuánto tiempo dura ese llanto?. Pero ya no habrá preguntas. Y jamás hubo respuestas.