viernes, 30 de enero de 2009

MISANTROPÍA


Supongo que será culpa mía que no puedo mantener a raya ese impulso misántropo del que desde siempre, he ido tratando de zafarme. La forma de hacerlo, de quitarme esa explosiva mezcla de timidez, arrogancia y aburrimiento, ha sido mi disponibilidad manifiesta para atender a los amigos, ir diciendo que sí a casi todo porque, hombre, casi todo era legal e inofensivo.

Cuando se escribe, se termina teniendo amigos escritores. Eso les pasa también a los jugadores de golf que deben ser millones en nuestro país, a tenor de la demanda que hay de campitos en urbanizaciones privadas, para hacer el subnormal con un palito y un agujero, con la de maravillas que con elementos de esa índole puede el ser humano inventar.

El caso es que, si mis amigos escritores, me proponían presentar un libro yo siempre decía que sí, ya saben, por lo de la misantropía que tengo y todo ese rollo. Pero lo malo es que con el tiempo, algunos que no eran mis amigos, me decían que habían escrito un tocho sobre los infinitos tipos de piedrecitas que podemos encontrar en cada una de las playas de la provincia, y que si se lo presentaba yo, y yo decía que sí, que lo presentaba.

El autor del libro, que había dedicado a esa búsqueda entre mística y gilipollas varios años de su vida, me llamaba por teléfono, me decía que si necesitaba algún dato de su currículum él, amablemente, se encargaría de facilitármelo. Yo solía contestar que no, que ya me buscaría la vida. Y eso era lo que hacía: buscarme la vida en los jardines de la palabra, en los barrios pobres de la palabrería y en la prestancia mediática de la verborrea.

Aproximadamente una media hora antes del acto, me llevaba el susodicho librito, un par de folios y un bolígrafo a alguna taberna de los alrededores de la biblioteca, galería de arte, centro cultural, asociación de vecinos o librería glamorosa. Leía por encima algunos textos, me quedaba con el estilo del genio de turno y le buscaba algún parecido con algún pope literario con prestigio, vaguedades como:

“El tono general de el libro, aunque originalísimo, no nos puede hacer olvidar el influjo y el magisterio que Miguel de Cervantes, ha ejercido sobre nuestro autor, que sigue de esta manera la más alta tradición de nuestra prosa”.

Es muy difícil que un autor no asienta ostentosamente con la cabeza cuando se le compara con el manco de Lepanto. Me hincaba entre pecho y espalda un par de cuba libres con ron blanco, encendía un cigarrito rubio, me echaba para arriba los cuellos de la chupa de cuero para parecer más moderno, más poeta y más canalla que casi todos los jipis, progres con gafitas y maestros de lengua y literatura que asistirían al acto y llegaba siempre unos cinco minutos después de la hora, como un Bukowskito de periódico de barrio.

Los más emperifollados siempre eran el escritor, que si resultaba un medio alternativo cuarentón, se ponía un atuendo tipo Joaquín Sabina, muy hortera pero bastante cuidado. Y, por otra parte, la representación municipal; algún delegado de cultura o, mejor, delegada que siempre cerraba los actos literarios diciendo la sandez más gorda de la noche, más gorda aún que la mía.

El publico estaba compuesto casi siempre por el mismo grupo humano; dos o tres viejitas viudas mirando al techo, como queriendo asir allí el vuelo de las inteligentes palabras que desde la tribuna se despachaban. Otro par de amigos y parientes muy cercanos del escritor y algún escritor más joven que todos nosotros que iba o bien para aprender, modosito y sumiso como uno de esos chiquillos de operación triunfo, que aceptan cualquier ordinariez con tal de no ser expulsados de la parcelita de fama, o para dar por culo, en plan “menuda banda de pijos y catetos literarios de pueblo”.

Si para colmo venía la prensa local o –¡albricias!- alguna televisión de estas que hay ahora tantas, tipo vídeo comunitario, ya es que nos poníamos todos estupendos, ensayando gestos que hemos visto desde siempre en nuestras casas, ya saben: la manita en la cara como si se prestara una atención tremenda a cuanto se dice, la dicción como si viniéramos todos de Valladolid y fuésemos más finos que un presentador del telediario. Vamos que nos convertíamos en un grupo de fantoches celebrándose a sí mismos.

Por todo eso, tengo una crisis del carajo con esto de la misantropía. Me dan ganas de esconderme un minuto o un siglo, como decía el poeta, pero sin embargo, y por eso escribo aquí y donde me dejan; ¡Que todos sepan que no he muerto!.

viernes, 23 de enero de 2009

SOLDADITO


Tu novia compra un vestido, un jarrón, unas flores, visita alegremente otra inmobiliaria,
estáis buscando piso, siguen costando caros pero tienes tu sueldo, tu uniforme, tu prestigio social. Cogida va del brazo de su mejor amiga y teje cada tarde sueños occidentales. Lechera con su jarra, ajena a los fracasos, normal y previsible, fantasías modestas. Tú sigues en campaña, si apuntas a un afgano, si ofreces cobertura a un convoy mercenario lleno de gente presa, que llevarán de viaje por los cielos del mundo con barbas y chilaba, si haces todo eso te ponen dos medallas, con dos cojones.

El precio de sus vidas compromete tu espacio, pero apenas arriesgas el fulgor de una lente. ¿A cuánto está el pleonasmo a esta altura del curso? ¿Cuánto vale ahora mismo el precio del dinero?

Con cada mensualidad vas poniendo un ladrillo, reestructuras los tonos del gran cuarto de baño en el que al principio os amareis como fieras, tú y ella, felices, ¿y esta gente que lucha por otros paraísos o por vivir como pueden sus días en la tierra?. Esta gente tan rara que todavía reza, salmodia desolada de quienes mueren en Gaza, en una boda en Kabul, o a puñetazos y esputos en las prisiones de Bragam.

Qué poco nos falta para estar siempre juntos, para tener nuestro niño y gastar muchos euros en convertirlo en imbécil. La guerra con el moro es ya tan antigua que puedes contar chismes tabernarios, decir que son capaces de pegar machetazos a un blanquito decente, que no les marea la sangre del enemigo caído, que saltan y hacen fiestas como bestias sin alma.

Tus bombas que destrozan mantienen esa prestigiada y perversa distancia con la que matamos la gente civilizada.
¿Qué podrás oponer a su espanto diario, cuando apareces tú; el moderno cruzado? ¿qué dirás si preguntan quién te trajo a esta guerra? ¿Un puñado de euros, un chalé, una parcela?

viernes, 16 de enero de 2009

RECITAL


Una de las cosas más tristes del mundo es llegar a una ciudad otoñal, solito y sin que nadie lo conozca a uno. Arribar hasta la casa de pensión y explicarle a ese hombre tan afligido que tras el mostrador atiende a los viajeros, que hay una reserva hecha a tu nombre.

No hay cosa tan patética como ver al hombre afligido no encontrar en su cuaderno ni rastro de tu nombre hasta que por fin, en un alarde detectivesco, entre los dos, viajero y hospedero, concluimos que ese José Manuel Galiardo que aparece bajo el epígrafe de “ El Poeta” debo ser yo mismo.

Sentarse sobre una cama extraña, descorrer las cortinas tiesas y mirar por la ventana como un bardo decadente, buscando una bonita vista con la que engañar la angostura de nuestro pesar. Encontrar en lugar de esa vista un descampado horrible, coronado por un cartel que reza: Próxima construcción de catorce viviendas de lujo. Y piensa uno la cantidad de millones que costará cada una de las viviendas y las pocas posibilidades que se tienen de ser alguna vez propietario de alguna de ellas.

Depositar los carpetones líricos sobre la mesa de escritorio y trastear como un chiquillo con el mando a distancia de la televisión portátil buscando acaso un canal porno para cuando los rigores de la soledad nocturna nos señalen nuestra insignificancia.

Mi madre sentiría mucha pena si viese a su hijo comer en una venta de carretera una merluza empanada y unas lechugas de contornos marchitos, acompañado de una copa de vino blanco. Silencioso y absorto en la lectura de la prensa como un viajante de comercio, un evadido de la justicia o un malcasado. Si viese a su hijo subir una empinada cuesta camino de la biblioteca municipal, levantados los cuellos del abrigo y marcando su presencia en la oscuridad , la intermitencia leve de un cigarrillo rubio que aspira con fruición pese al cansancio cual si fuera eso ya, el tabaco, lo único a lo que aspira. Tan joven y tan viejo.

¿Han sido ustedes alguna vez testigos de la profunda melancolía que invade a las bibliotecas de pueblo al anochecer, los días laborables? . Si a esa endémica melancolía le añadimos la feliz idea de algún concejal o concejala de lustrar su expediente mensual con la lectura poética de un autor como yo mismo, es que las paredes, el encerado y hasta el cuarto de baño chorrean pesadumbre y congoja.

Uno siente la necesidad frente a las cuatro personas que componen el público asistente de decirles ¿ por qué no lo dejamos, por qué no suspendemos esta tontería y nos vamos cada uno a nuestra casa? . Tengan piedad, por dios, del periodista local que tiene que cubrir este esperpento, del concejal que tiene que sonreírme a mí y a todos, de ese chico joven y nervioso que como siga por este camino de noches poéticas va a terminar como uno; de modestísima y baratísima vedette poética de la categoría Regional Preferente. Y tengan piedad, por favor, de mí mismo.

Pero, inexorablemente, ya me está presentado un desconocido que jamás ha leído nada mío, y me presenta como José Manuel Galiardo, joven poeta andaluz cuya obra poética se caracteriza por la emoción de sus sentimientos y el ritmo tan personal de sus poesías. Que es tanto como no decir nada. Que es lo que tendría uno que hacer, quedarse decentemente en silencio como Juan Rulfo, y esperar que los cuatro gatos vayan levantándose de sus asientos y vayan las luces , lenta y sensatamente, apagándose

viernes, 9 de enero de 2009

GAZA

Esta obscena representación de la bestia que desde el cielo asola y destruye, siembra la desesperación y el dolor entre los supervivientes, colma de de hombres y mujeres a pedazos los hospitales, muestra niños inertes sobre improvisados sudarios, ilumina con la belleza atroz de la muerte el horizonte de la ciudad sitiada, reduce una sociedad herida y vapuleada durante décadas a escombros, a un paroxismo de horror; es catalogada con grotesca socarronería por babosos opinólogos y por mierdas escribientes de distinto pelaje, como un gusto por el exhibicionismo del pueblo palestino.

Otro sinvergüenza afirma que la capacidad de dolor del pueblo palestino es muy superior a la del pueblo judío, ergo la respuesta al puto cohete del miliciano de Hamás, debe ser así de asquerosa, así de desproporcionada.

Veremos a un joven israelí, como de película bélica barata, morir y ser apaleado su cadáver por una turba fanática y vengativa y eso nos partirá el corazón, porque aunque nuestra testuz y nuestras costumbres se parezcan más al palestino, nos identificaremos de inmediato con el héroe.

Todos los héroes son blancos, todos los héroes son guapos y los palestinos no son ni blancos ni guapos y sus muertos no tienen glamour cinematográfico ninguno.

Habrá un alto el fuego, los mediadores internacionales brindarán por el acuerdo, las putas de lujo harán sus completos en los hoteles donde los embajadores se relajan de las tensas negociaciones.

Se estrecharán las manos y este nuevo episodio irá diluyéndose por los sumideros de la actualidad periodística. Los muertos callarán para siempre.

Nosotros también, como si estuviéramos muertos.

martes, 6 de enero de 2009

FINLANDIA


El otro día un amigo intelectual ¡cómo no!, me decía: “No voy a poder tomarme la última contigo porque mañana salgo para Finlandia”.

Yo tengo mucho mundo (interior) y cuando alguien me espeta algo de esta envergadura, actúo como si me pareciera lo más natural del mundo. ¡Ah, vale, pues si te vas a Finlandia nada, lo dejamos para otro día, hombre!.

La verdad es que cuando un intelectual por amigo y brillante que sea, me dice que se va a Finlandia o a Estepona, que para mi caso lo mismo da, de lo que me entran ganas es de decirle “me cago en tus muertos” porque yo tengo una envidia fugaz pero muy rotunda. Luego vuelven, los afortunados, de estos viajes; La Gran China, Nueva York, Finlandia… y parece que no les hubiera sucedido nada.

Yo creo que todos mentimos, ellos haciéndose los chulitos y yo haciéndome el que no voy a Finlandia porque no me sale de las narices. Sin embargo, a veces se siente uno muy mediocre y muy impresionable.

Como cuando llegabas tirao por la vida errante y bohemio a la casa de algún camarada y te dejaba un cuarto y un catre donde hospedarte una temporada y el camarada salía por la mañana a trabajar y tú te quedabas solo en aquella casa extraña y procurabas no tocar nada, pero no podías dejar de fijarte en los detalles del día a día de tu amigo.

El libro abierto sobre la mesa de centro del saloncito (en las casas de mis colegas a todas las dependencias se les podía aplicar con total justicia el diminutivo), el cenicero colmado de las colillas de la víspera, la copa de vino tinto que tiñe todavía la transparencia del vidrio, el disco de los Doors tirado de cualquier manera sobre un sofá, las cartas amontonadas sobre el frigorífico, la pasta de dientes estrujada y enrollada sobre sí misma para aprovechar hasta el más mínimo aliento de flúor.

Uno si no fuera escritor y poeta lírico, a esta forma de escudriñar la intimidad de los amigos, la llamaría cotilleo y simplezas de Marujón. Pero alguna ventaja tiene este, llamémosle oficio, y es la capacidad de evocación que nos otorga. (Aparte de poder irte unos días a Finlandia para perorar, pongamos, sobre la novela estructuralista mesetaria en un congreso del copón)

Se quiere decir que mientras que algunos viven sólo una vida, esa que sucumbe en cada momento presente y que acaso se sostiene en las posibilidades futuras, otros prestamos una gran atención al pasado, a lo acontecido, y eso es lo que caracteriza a los grandes novelistas, a los sublimes poetas y a los articulistas majarones.
Vivimos así, casi sin vivir en nosotros como la santa, pero sabemos que si vamos a Finlandia algún día dedicaremos el resto de nuestra obra a glosar la memorable hazaña.

Es como cuando un desconocido te saluda y te dice: “Eh, tío, de puta madre el artículo que escribiste el otro día”. Y ponemos cara de estar muy acostumbrados a estos halagos.
“Gracias, muchas gracias” contestamos, quitándole importancia al halago y, por supuesto al artículo.
Después en la taberna, quitándole importancia también, comentamos como quien no quiere la cosa: “Pues parece ser que el artículo del otro día ha tenido mucho éxito entre la concurrencia” y convertimos, con ese patetismo tan común entre los escritores, toreros y cantantes, a nuestro admirador en legión y a sus palabras de aliento en tendencia.
No me acuerdo ya quién dijo aquello de “Lo que no se cuenta será como si no hubiera sucedido” pero asumo esa sentencia como asume Finlandia su paisaje de costa herida por un fiordo.