sábado, 30 de junio de 2012

PIE DE FOTO



Cómo son las cosas. Zascandileando en la red social Facebook, me dio por poner una serie de fotografías antiguas. Una de ellas era de mi hermano impúber tocando una guitarra eléctrica prehistórica marca Eko.
En el pie de foto, fantaseaba con la pregunta;  a dónde habría ido a parar aquella primera guitarra eléctrica que tuvimos en las manos… y en esa pregunta estaban implícitas muchas otras, más profundas y más melancólicas; qué se hizo de la ilusión, de la emoción tan grande de abrazar esa figura de poliéster y madera maciza. Dónde quedaron los sueños; en qué vertederos del tiempo. Cómo se fueron abismando las  esperanzas  y destruyendo poquito a poco los castillos de arena que inventamos en el pueblo, como los cantantes urbanos.

A esas preguntas nadie ha podido todavía responderme, pero un amigo publicó un comentario y con él descifró el enigma de la guitarra. Resulta que yo se la había cambiado, la guitarra, por un tocadiscos y una colección de vinilos de música heavy donde destacaban de manera insistente las frenéticas canciones del grupo británico Judas Priest. A mí este conjunto de música no es que gustara mucho, andaba uno escuchando en secreto a Ultravox, que eran de la música enemiga, a la ELO e incluso a Hilario Camacho,  todo clandestinamente,  para que los amigos melenudos no nos estigmatizaran como traidor o mejor; desertor del rock. De Judas Priest me gustaba sobre todo una versión de Diamantes y óxido, la vieja canción que cantaba Joan Baez.

El caso es que aquel tocadiscos fue para nosotros un pequeño lujo, toda la música que podíamos escuchar en casa era regurgitada por un radio casette mono que liaba las cintas y sonaba como un sucio murmullo, como suena en la cabeza el agua tras darnos un chapuzón en la magnífica desembocadura del Guadalquivir, pillar una otitis horrible que te deja sordo para todo el verano y perdernos así los conciertos de los grandísimos artistas, algunos geniales, que vienen a visitar la villa en sus fiestas patronales. Decía, antes de liarme (como las viejas cintas) que era ese el único aparato reproductor de música que había en la casa. Así que el viejo tocadiscos del  también viejo amigo Padilla, era un pequeño lujo o mejor; un gran lujo para dos melómanos de barriada como mi hermano y yo mismo.

El tocadiscos, y esto no es un reproche; simplemente una aclaración histórica, era una birria; la aguja saltaba constantemente, si le dabas mucho volumen distorsionaba todavía un poquito más la,  ya de por sí infartada,  música de heavy metal, pero amábamos tanto la música que con poder escuchar el bajo e incluso a veces, como un destello de percusión, el charles con el que el baterista marcaba el compás de la copla, nos conformábamos y nos  conmovíamos en aquel viejo cuarto de la barriada del Palomar, donde casi nadie sospechaba que andaban dos chiquillos descifrando la letra de “Noches de Blanco Satén” de Moody Blues, o intentando sacar los acordes de “Comfortably numb “ de Pink Floid.

Pero esa historia, que es de uno, tiene la importancia que tiene, la historia que de verdad me ha gustado es la que comentaba mi amigo en el Facebook, lo que hizo mi amigo con la guitarra Eko objeto de aquel trueque. Él lo cuenta así:

La guitarra Eko terminó en mis manos, te la cambié por un tocadiscos mono y un puñao de discos heavy. Me dediqué con ella a partirle las cuerdas haciendo play backs en mi casa de los Judas, Maiden, Barones, etc.
Mi hermano la vendió a mis espaldas no me acuerdo a quién (¿Torres?) y cogí un cabreo de la hostia. Creo recordar que básicamente la historia fue esa si no me falla la memoria.”

Y ha pensado uno en el amigo, con catorce o quince años, en su cuarto de piso protegido, de barriada obrera, bailando esa danza salvaje de la música de rock, emulando con su baile a los guitarristas con cuidadas melenas, muñequeras brillantes y con pinchos  y mallas espantosas,  que se diría que más que tocar música iban los profetas del metal a pelearse en un ring de lucha libre.

He imaginado, leyendo al viejo camarada Joaquín Padilla, la simultaneidad de nuestros sueños, de nuestras aficiones, tanto que es posible que mientras yo meneaba la cabeza como un poseído por Satán (amábamos mucho a Satán, a saber por qué) anduviera él ejecutando en la guitarra Eko, sin enchufar, sin cuerdas ya, el enésimo solo de guitarra luciferino coronado de imposibles armónicos y letales vibrators .

En aquellos años no nos confesábamos nada, vivíamos  cada uno nuestro mundo en secreto, los gestos de afecto los evitábamos porque éramos duros y machos y porque temíamos mucho la burla, la broma, el choteo insufrible de los adolescentes acojonados por el mundo y por la vida. Pero ahora va uno comprendiendo de dónde viene esta afinidad con algunas personas y por qué, pese al tiempo transcurrido, se mantiene. Comprende uno la fortaleza de esos lazos que nos hicieron colegas. Vienen de lo genuino, de lo auténtico, de lo mejor que hemos sido, nosotros, los de entonces, que seguimos siendo prácticamente los mismos. 


sábado, 23 de junio de 2012

CURRICULUM VITAE

A mi primo/hermano Siroco, que sabe que no miento.



Soy hipocondríaco. Lo confieso. Antes era surrealista pero me quité en cuanto vi que el Fondo Monetario Internacional firmaba con pasión el manifiesto.

De todas las cosas que soy, que fui, o que pude ser, al final es lo que queda - ¿qué quieres, hija? –: la hipocondría.

Y no creas, no es fácil serlo en un mundo en el que en cuanto alguien tiene oportunidad te enseña las cicatrices de su última intervención quirúrgica. El hipocondríaco, con sus temores y sus tembleques ante una bata blanca, suscita una extraña perversión en sus vecinos. Por más que la cara se nos ponga amarilla según algún desalmado nos va contando cómo le extrajeron un cacho de cristal de la planta del pie, es prácticamente imposible conseguir piedad. Cuánto mayor sea nuestra fatiga y nuestro espanto, más se extenderá él en los estremecedores detalles de la carnicería.

Por eso, no me gusta decir que soy hipocondríaco a nadie, porque he asistido a verdaderas exhibiciones casi pornográficas de enfermedad y de sangre.

Tampoco me gusta decir que soy, pongamos, escritor porque enseguida el gracioso que te lo pregunta o te incita a confesarlo, se descojona en tu careto y te dice “tontolculo” en cuanto te das media vuelta. “Ese tontolculo dice que es escritor”

Ni que soy de izquierdas porque algún revolucionario de los años setenta saca pecho y grita: Yo sí que era de izquierdas, aunque ahora sea más facha que yo qué sé.

Ni que soy poeta lírico, porque siempre hay alguno que te saca la navaja curricular y te arrincona contra la pared de la taberna inquiriendo: “A ver: ¡Premios, flores naturales, tournés como trovero del centro andaluz de las letras”.

Por eso, aunque no me guste confesarlo, aunque me duela, siempre le digo a la gente que me para diciendo “Yo creo que te conozco... ¿tú no eres?” ¡Hipocondríaco! Respondo veloz como un rayo.

Tiene una ventaja la hipocondría y es que algunas muchachas recatadas en cuanto te confiesas, no tienen reparo en enseñarte la cicatriz que les quedó en una teta tras operarse las mismas, o el sarpullido que les ha salido en las ingles tras la depilación veraniega.

Dices que eres hipocondríaco y es como si dijeras que eres gay, impotente o ciego.

También soy bailarín, pero eso no lo sabe nadie. 


sábado, 16 de junio de 2012

EL MIEDO Y LA LUCHA

Para Benito Medina, que no se hubiera levantado.









El miedo es consecuencia de la inteligencia humana, de nuestra capacidad para evocar paisajes futuros y esta circunstancia nos salva de las fatalidades del instinto.

No tiene miedo el pobre animal que acude cada día a la charca a saciar su sed, pese a que sabe que andan por allí los depredadores afilando garras y dientes. Cuando salte el tigre sobre él, correrá para salvarse, pero ha sido incapaz el bicho de predecir esa situación luego, no ha sentido miedo y, por eso, hasta el momento brutal de la muerte violenta, ha sido feliz como puede ser feliz un animal.

Me recuerdan estas palabras escritas, otras de mi amigo Cristóbal Puebla, unos versos que tienen ya varias décadas y que, cito de memoria, decían más o menos; “Hablemos de esa gaviota que ha apresado a su pez/ y no conoce el crimen/ de esos peces que huyen sin alentar venganza/ con la certeza absurda del sino entre los ojos” . Mi amigo tenía unos veintitantos años cuando escribió estos versos tan hermosos. Un chaval.

Respeto mucho al miedo como atributo fundamental de la especie humana. Lo único que antepongo al miedo es la dignidad. La dignidad también es fieramente humana, que diría otro poeta.

Si no tuviésemos cada día un atracón tan grande de información e imágenes, hubiese quedado para la historia universal de la infamia el momento en el que el nazi griego, subalterno del gran líder, ordena que se levanten los periodistas en señal del respeto al caudillo. Entre sorprendidos y temerosos todos los periodistas se levantan; que luego escribirán lo que quieran escribir, vale, pero esa pequeña victoria de la sumisión ya no hay quien se la quite a los nazis de mierda (valga la redundancia) . Se empieza así y se termina en una espiral de mansedumbre y obediencia que nos lleva a montarnos por nuestro propio pie en los largos trenes, camino del campo de trabajo o de exterminio.

Los violentos, los matones, los asesinos, cuentan con nuestro estupor. La soga con la que se nos oprime se basa en que tengamos siempre algo que perder, porque cuando no, cuando ya no hay nada que perder, nadie sabe cómo reaccionaremos. Así que el secreto está en inocularnos una buena terapia del miedo que eso paraliza e impide que seamos capaces del más mínimo conato de rebelión, una buena y sádica administración del horror nos llevará a perder la otra cosa tan importante de la que hablábamos; la dignidad.

Por eso nos van repartiendo el horror en pequeñas dosis . Cada jornada una pequeña agresión, un derecho perdido, un navajazo rastrero que hará que brote la sangre pero que sigamos agonizando.

Si hace cinco años batallábamos por una subida de sueldo, hoy lo haremos porque no nos lo bajen, o por tener un salario al menos.

Nos inventarán enemigos; moros y negros sobre todo, que esos valen siempre para la culpa ajena.
Parados que hacen chapuzas, incapaces de vivir los gilipollas con cuatrocientos veintitantos euros al mes, hijas e hijos de los pobres de la tierra que quieren ir a la universidad, viejos que no terminan de morirse y a los que hay que seguir pagando las pensiones, enfermos a los que ni se les ocurre preguntarse cuánto cuesta el bisturí que los secciona, cuánto la cama sobre la que yacen, jóvenes que pretenden emanciparse cuando el futuro será una vieja casa de vecinos familiar, un futuro de colchones en el suelo con la luz cortada. Jornaleros que creyeron una vez que la tierra era, no ya para el que la trabaja, sino para trabajarla.

Nos dirán que se ha acabado el tiempo en el que podíamos aspirar a ser felices. Y cada mañana algún vocero pregonará los recién descubiertos delitos; taparse la cara en una manifestación, taparse la cara cuando la porra dura de los mensajeros del miedo venga a estamparse contra nosotros, taparse la cara como los bandidos cuando quieran identificar a nuestros hijos para pegarles o para meterlos en un calabozo. No os tapéis las caras, nos dirán, que parecéis terroristas. Y eso nos lo dirá un tío con casco (con la cara tapada), armado, en posesión del derecho legítimo de ejercer la violencia, porque así se lo ha ordenado otro tío con la cara tapada desde la ebúrnea torre donde tiene su despacho.

Cuando la sociedad se convierte en un perro apaleado, cuando se levantan los periodistas a la orden de un nazi, cuando el compañero y la compañera de fatigas es nuestro enemigo, cuando al que lucha por cambiar las cosas se le convierte en carne de burla y de parodia, cuando en vez de caminar por la vida, nos obligan a desfilar y padecer por los caminos, cuando, en fin, nos atenazan con el miedo porque saben que lo tenemos, deberíamos sumarnos a los que tratan de espantar como una mosca cojonera ese miedo. Lo tienen, lo tenemos, pero cuando no haya con qué matar el hambre, es posible que alguien prefiera morir de pie en la pelea mientras otros agonizan arrodillados.

Es una batalla muy triste en una guerra muy larga. ¡Ánimo!

sábado, 9 de junio de 2012

GRANDES TRIUNFOS LITERARIOS


1.-. 

Me dice uno: “Estábamos en una reunión para organizar un bonito homenaje veraniego al poeta, pongamos; Verlaine, que tiene muchos aficionados por la parte esta de Andalucía occidental. Entonces, dijo mengano que podríamos invitarte a ti, para que estuvieras en ese homenaje, porque no sabemos cómo te llevas tú con el insigne vate francés, pero eres del pueblo y hablas de vez en cuando de poetas y otras tonterías. Cuando te íbamos a llamar para proponerte tu asistencia al evento, salta uno de los presentes y con mucha vehemencia dice: ¡Si va a venir el Gallardoski, yo me quito de la organización del acto!. Y como en el fondo, a todos nos importaba un pimiento tanto Verlaine como que tú vinieras o no, pues al final te descartamos. Y es una lástima porque pagaban unas buenas perras por el bolo.”

Me quedo mirando al mensajero con cara de tonto. ¡Vaya por dios! Le digo. Se me acerca un poco más, como se acercan los conspiradores al oído de las personas cuando van dar la noticia bomba, y me dice:
-¿No quieres saber quién era el que te vetaba tan rotundamente? .
-No, deja, deja, si llevará razón porque yo no soy mucho de Verlaine, me parece un poeta cojo, je je.
-Pues de piedra te quedarías si te dijera quién fue- insiste el hombre.
-Que no, tío, que paso.

Ya no insiste más, me mira como pensando para su capote; “este hombre es tonto” y se va. Algo compungido. Yo creo que pensando que a lo mejor llevaba un poco de razón el que me quiso vetar y lo consiguió.

Bueno, el bolo se ha perdido y los buenos euros que pagaban por él también, pero no sé, me ha quedado una sensación de victoria, de haber ganado a saber qué batalla, de no sé tampoco qué guerra.


2.-. 

Me dijo una mujer a la que no conocía de nada; Todos los sábados te leo y me encantan tus artículos. Yo sé que de estas cosas es mejor no hablar, porque parece que se estuviera uno pregonando. Pero será la falta de costumbre en el halago o la falta de pudor en la escritura, que me vengo aquí y lo cuento. No sabe esa mujer a la que no conozco de nada y a la que, por otra parte, si tuviéramos posibles le pondríamos un piso por generosa y por buena y por tener esa gracia y ese donaire tan grandes. No sabe, decía, esa mujer, ese alma noble, el daño que le ha hecho a mi escritura, a mi estilo. Ahora cada palabra que escribo está siendo leída por ella y no sé si se ofenderá si vierto algún taco por el texto, porque se la veía muy limpia, lustrosa y educada. Si la defraudaré para siempre si no me llega el aliento poético ese que dicen que a veces viene.
Ya digo, así como el vídeo mató a la estrella de la radio, se cargó el halago la libertad creadora del poeta.


3.- 

Hay veces, que porque no encuentran a otro o porque uno sale barato y hasta regalado, me llama alguien para que presente un libro o para que lea unas poesías. Un día aprendí a decir que no (si era gratis) y eso me dio mucha satisfacción después de muchos años diciendo que sí.
Todo comenzó cuando tras negociar con el presidente de una asociación cultural o peña deportiva, sabe dios, los emolumentos de una pachanga literaria, le dije que doscientos euros los veía yo bien, un precio justo como el concurso de la tele.

En ese momento, el presidente de la peña, que hasta ahora me había tratado con sibilino respeto y había alabado mis facultades tanto literarias como comunicativas, porque tenía yo una voz muy bonita por el micrófono y condimentaba con habilidad, como en un revuelto de champiñones, mi charla con elementos eruditos y con sentido del humor. En ese momento,decía, ese hombre se puso de varios colores, un poco morado al principio, después tirando a verde y señalándome con el dedo índice me sentenciaba: ¿Pero tú quién coño te crees que eres? . A partir de ahora y para ti, le contesté, el de los doscientos euros.

4.-.

Es un campeón de la vida; joven, guapo, con un trabajo que le gusta y que hace bien. Fuerte y saludable. A este hombre se le nota que lo han querido mucho; padres, hermanos y novias.
Además escribe muy bien, gana muchos premios y la crítica lo mima cuando saca sus prosas a la consideración pública. Las mujeres van a verlo siempre cuando perora de literatura por lo guapo que es y aunque habla atropelladamente y muchas de las cosas que dice las podría decir cualquiera, un feo, por ejemplo, las suyas son más celebradas porque la palabra “éxito” está grabada en su frente y seguramente en sus abdominales.

Un bromista perverso maquinó la parodia cruel; Vamos a poner a éste, en una mesa con sus botellas de agua mineral, sus micrófonos y sus cámaras de la televisión local, junto a este otro. “Je suis l'autre” que dijo Rimbaud.

Y allí me llevaron; lírico pueblerino, fracasado como Pessoa hasta en los intentos, con un trabajo horrible cuando hay y con una angustia más horrible todavía cuando no. Con sobrepeso anatómico y con sobrecarga mental, lento frente a la velocidad dialéctica del otro y con canas que tienen su nombre, sus apellidos y hasta sus siglas, cada una de esas canas.
Nos pusieron juntos y el muchacho me trató con respeto pero con displicencia. Yo le había llevado, como presente, un librito mío de poesías. Tiene uno cuarenta y tres años y sigue haciendo gilipolleces como esa. El muchacho cogió el librito, lo miró como si estuviese tasándolo, cogiéndolo así con dos dedos y levantándolo un poquito, ah, gracias, dijo y lo puso debajo de una de sus celebradas obras de centenares de páginas. Le hubiera dicho, si no fuera porque tenía ya la pena esa que me entra de vez en cuando, oye, que vas a ahogar a mi librito.

El sarao fue horrible. El campeón de la vida me interrumpía cuando yo hablaba, se rascaba como un majara cuando leía yo algún poema y cuando los terminaba de leer, me miraba de reojo, como diciendo “anda, anda”. Yo, en vez de ponerme nervioso, levantarme de la mesa y decirle ahí te quedas con tu fiesta vital, me voy a la taberna a hincarme diez o doce vasos de vino, a mirarme en el espejo del váter y a vomitar un poco sobre la literatura y los literatos. En vez de eso, que era lo procedente, cada vez estaba más tranquilo, casi me dormía frente al estimado público. Me bebí mi botella de agua mineral entera y, aprovechando que él hacía que las entrepiernas de cuatro o cinco señoras de la primera fila se humedecieran con su vigor narrativo, me bebí también su botella de agua mineral. Se la dejé seca. Ni una gota, así que cuando terminó de leer una poesía larguísima (las mías eran cortitas, casi Haikus) y quiso meter mano a la botella se la encontró así, vacía. Carraspeó, tosió un poquito, él que ni fuma ni bebe. (Yo, se me olvidaba contarlo, tenía también un catarro de narices-nunca mejor dicho- y el micrófono que me habían puesto recogía mi respiración dificultada por los mocos, vamos que estaba hecho un cromo) . Este sencillo detalle, ir a coger la botella de agua y encontrarla vacía le cambió el semblante. Le costaba lo indecible asumir que las cosas no salían siempre bien, que podías tener sed y no tener agua con la que saciar esa sed, hambre y no encontrar alimento, dolor y no hallar consuelo.

Fue estar un ratito conmigo y aprender todo esto, darse cuenta de que la vida tiene dos caras, como las monedas. Y que también cae de canto a veces esa moneda y ahí es donde cuesta mantener el equilibrio.

domingo, 3 de junio de 2012

LITERATURA


Que al cruzar una esquina se nos aparezca García Márquez, en chancletas y con esa cubana característica y tan fresquita. Que me diga García Márquez que por casualidad, buscando en Google alguna tontería, se dio de bruces con un artículo escrito por mí. Y que le entraron ganas de conocerme, de ponerle cara y cuerpo al creador de aquellas combinaciones de letras, ideas y palabras tan bien colocadas (las frases, no García Márquez).
Decirle yo; “Gracias, García Márquez” o mejor: “Gracias, Gabo” tan tranquilo, con mucha confianza en mí mismo porque me sentiría ya parte del contubernio internacional de las letras. 

Gracias Gabo, venga; te invito a un mojito por ahí ¿vamos andando o echamos a volar como hacen en tus novelas las mujeres y algunos hombres?
Desvanecerse entonces García Márquez como en las películas de vampiros, cuando un ocultista canoso que a veces da más miedo que el vampiro de loco que está, le planta al vampiro la cruz en las narices y se va disolviendo la carne mentirosa del bicho hasta terminar en el suelo como un montoncito de cenizas.
Quedarse un rato mirando las cenizas de García Márquez y abrir los brazos como una pitonisa en pleno delirio místico, exclamar entonces: “¡Macondo!”

Y en vez de un mapa del enclave literario, aparecer un mulato muy grande y muy fornido, con el torso desnudo y unos pantalones bombachos, moviendo la pelvis esa que tienen los mulatos, y con una música de George Dann amenizando el folclore...”Ven a Macondo, ven a Macondo…/ verás al negro / tocando fondo”

Salir cagando leches de ese espanto y meterse en un café para protegernos del infierno, de la calle. Venirse a nuestra mesa un tío largo y huesudo, con cara de niño diabético y preguntarnos con un acento entre bonaerense y francés: Caballego, pof favog, ¿me da fuego?

Ofrecerle la lumbre al cronopio que da una intensa calada al gauloise y preguntarle qué se hizo de la Maga, qué de Horacio Oliveira, cómo se juega a la Rayuela, qué se sabe de un tal Lucas. Y quedarse uno mirando un rato eterno las manos de Julio, tamborileando sobre el velador del café el compás inasible de un bee bop del año cuarenta del siglo pasado.
 
Despertarse al fin y proponernos no seguir abusando de las noches, ni del vino, ni de las sustancias . Ni de la literatura.