sábado, 30 de abril de 2011

DEL VIAJANTE



Hemos visto a hombres rotos
sudando, zozobrando en los aparcamientos
de los polígonos industriales.
Esperando a que abriesen
las tiendas de regalos
para ofrecer sus catálogos,
sus mercancías peregrinas
a tenderos amargos
que miran los tapices,
los muebles, las bombillas,
como si estuvieran ya
muy cansados de la vida.
Incapaces de ver belleza
en ningún elemento
del atrezo doméstico
con el que recién casados
o abúlicas parejas hastiadas de mirarse
vienen a comprar trastos
con los que vestir de nueva
la soledad antigua
de sus viejos hogares.

Cuando llega la hora,
los hombres que hace un rato
yacían derrotados,
entre talonarios de pedidos
y estampados muestrarios,
se transforman como si fueran
a contraer matrimonio.
Se acicalan y arreglan
-como pueden-
el desastre de su vestimenta.

Se echan agua de colonia
-es un exorcismo sin éxito-
para quitarse ese olor que traemos
algunos desde la cuna.
Y se dibujan misteriosamente
como el payaso de circo,
esa sonrisa triste con la que cruzarán
el portal de la tienda y dirán
como si hoy fuera el gran día:

¡Buenas tardes caballeros!.



PRINCIPIO DE AMOR


¿seguirá ella teniendo
quince años
después de tanto tiempo?

Jorge Martínez (Los Ilegales)



No existía la perversión,
nació todo lo que hicimos
de la deliciosa irreverencia
con la que nos inaugurábamos
desnudos frente a frente.


No logró avergonzarnos
la mirada del viejo blanco
que fundaba ciudades
con su sexo brumoso,


éramos la manzana
y la pudrición el mundo,
y el mundo era el gusano.



ALTA POLÍTICA



En casa funcionamos como una democracia asamblearia. Quiero decir que casi todas las decisiones que nos atañen como unidad familiar o pequeña tribu, las sometemos a una votación. Uno que hay por ahí, escribiendo también sus artículos, se descojonará porque esto le parecerá una deformación ideológica cuando no es más que una manera de ser, tan buena o mala como la suya.

Andamos de dinero regular tirando a déjame cien euros compadre, por lo que cuando decidimos adquirir algo nos sentamos los tres; padre, madre e hija, alrededor de la mesa y valoramos los pros y los contras del posible dispendio. Yo suelo ser el más rumboso y siempre me parece que podremos pagar los recibos mensuales. Ellas, la compañera y la hija, no lo ven así y enseguida me enseñan alguna carta amenazante que nos ha remitido una financiera reclamando el pago del tomo doscientos mil de la historia universal de la poesía, para quitarme las ganas, de gastos y de poetas.

Así, con este rigor presupuestario, hemos ido comprando nuestra televisión, un deuvedé, un ordenador desde el que escribo mis genialidades y un equipo de música que suena que es un primor. También un- así llamado- “Home Cinema” que no hay narices de conectar con tanto cable y que ha sido uno de nuestros más sonados fracasos adquisitivos, de manera que ha terminado arrumbado en la terraza junto al manual de jardinería para progres, la bicicleta estática que me compré porque una vez salí en la tele en un debate sobre la guerra de Irak y me descubrí a mí mismo más gordo que Meaf Loaf, el cantante Heavy, una barbacoa minúscula de cuando hacíamos fiestas y una pancarta con la leyenda “No a la guerra” que no tiro porque sé que, desgraciadamente, cada cierto tiempo, tengo que volver a hacer uso de ella.

Bueno, pues en nuestra casa funcionamos de esa manera, si llega un vendedor o un policía preguntando por el cabeza de familia, le explicamos como en una antigua viñeta de Mafalda, todo el sistema.

A mí, por ejemplo, me gustan mucho los sombreros y yo creo que me sientan de puta madre. Pero antes de comprarme uno lo consulto con ellas, porque no se trata solamente de ponernos de acuerdo con lo que estamos dispuestos a gastar, sino también con la oportunidad o no de dichos gastos. Ahora hemos empezado a aplicar este sistema con todos los aspectos de la vida. Hemos quedado en que cada vez que salga por la tele uno a favor, en contra pero con matices, o al revés, de la intervención en Libia, vamos a soltar un corte de mangas antológico y al unísono. Hemos pensado que todos los que salen en la tele tienen poder- como mínimo para salir en la tele- y que no son amigos nuestros.

También que cada vez que nuestro equipito de gobierno municipal asome la testa porque han inaugurado un socavón nuevo o un puesto de pipas, nos vamos a descojonar de risa en sus narices. Y así con casi todo.
Lo digo porque me gustaría que cada vez que digan alguna sandez o catetada, se les venga a a la cabeza a los alcaldes, alcaldables, alcaldesas y alguaciles, la imagen de una familia del pueblo, que se descojona viéndolos forrarse, vale, pero también haciendo el ridículo. A ver su tenemos suerte y me leen los jerifaltes.

En cuanto a lo de mi sombrero, decidimos que no, que al final no me lo compraría, que iba a parecer que definitivamente me había vuelto tonto.
Es que estoy en una edad muy delicada, papá” dijo mi hija acudiendo a una suerte de chantaje emocional de esos a los que son tan dados los hijos .

Y su madre apostilló refiriéndose a un servidor: “Y tú también, tú también estás en una edad muy delicada”. ¿Por qué me habrá dicho eso?.






sábado, 23 de abril de 2011

ECOLOGISMO RARO


Debo confesar, vaya timo de poeta, que jamás ha conseguido conmoverme una flor, todo lo más estornudar que también es una forma de conmoverse que diría un castizo.

Cuando una combinación de colores provocada por la flora me ha alimentado la retina, jamás he pensado en ellas, en las flores, sino en algún cuadro de Claude Monet o de Renoir. Así lo veo , como un impresionista francés que observa la solemnidad del mundo, de la naturaleza, desde la miopía , una mirada borrosa producto de la deformación intelectual que me atribula por lo que tiene de irritante y de snob.

Así, mis mejores raptos cromáticos e incluso aromáticos me los ha proporcionado la poesía de Juan Ramón Jiménez. Mis paisajes campestres están imbuidos de la cadencia de Fernando Pessoa, el único guardador de rebaños que me pone los vellos de punta (que por cierto nunca iba al campo).

Pero continuemos con mi incapacidad crónica para disfrutar de la ecología a nivel usuario, como se dice ahora: cuando he cometido la osadía de subir una montaña, practicando esa tontería postmoderna llamada senderismo que es una romería casi siempre sin vírgenes, me he sentido el más capullo de los mortales porque las piedras me parecían idénticas por muy altas que se encontrasen, la vegetación parecida y la afluencia de bichos alados y minúsculos tan exasperante en la base como en la cima.

Reconozco un prúrito de orgullo aventurero cuando desde lo alto de un peñasco me abismaba para tener así una perspectiva de la aldea, pero enseguida me aburría y seguramente el buen dios deberá sentir algo parecido cuando mira desde ese cielo en el que viven él y sus acólitos. Verá nuestra humanidad flagrante disfrutando y padeciendo en el valle de lágrimas y pasado un rato se aburrirá, soberanamente, como yo que enseguida me endioso (que es lo que dice uno que me escribe anónimos al correo electrónico cual mosca cojonera ) .

Almorzar un bocadillo de fiambre sentado sobre un matojo, mientras las hormigas fascistas acuden en tropel a cargar con las migas hasta su hormiguero y de vez en cuando nos llega una hedentina a boñiga de ganado bravo que nos revuelve el estómago ciudadano, está bien para echarse uno unas fotos con los colegas, pero donde se ponga una venta de carretera con sus albóndigas con tomate o su berza grasienta como un homenaje culinario a Cela, que se quite ese romanticismo dominguero de maestrillos y oficinistas en chándal.

Los estanques siempre están helados y si cometes la imprudencia de bañarte en ellos probablemente salgas de las aguas arrugado, constipado y en el peor de los casos con unos hongos como marcianos de serie “B” en las plantas de los pies.
Los escorpiones acechan impíos nuestra siesta para hincarnos su envenenado aguijón y los lagartos están – como todo el mundo sabe- deseando que nos de ganas de orinar o defecar para cogernos con su mordisco inexorable los genitales. Si además eres mujer y tienes la regla, no te libran del acoso de los reptiles ni los tampones Tampax. Eso lo sabe todo el mundo.

Bajo los pinares los mosquitos ejecutan una danza siniestra alrededor de nuestras venas, sedientos de la sangre urbanita y no hay una cabra en todo el monte que no desee desde siempre atacarnos, no tanto para hacernos daño , como para dejarnos en ridículo delante de novias, dulces vástagos, amigos o parientes.

Me gustan muchísimo los pajaritos cantando al amanecer pero cuando esas criaturas van en bandada por los cielos tienen un no sé qué perverso como si fueran esos heraldos negros que anuncian la muerte de alguien.

Será que sabe uno que en el gazpacho cruel de la selección natural acabaríamos más jodidos que un ñu en el Serengeti, que sabe uno que el maromo de al lado con sus músculos y sus habilidades y sus gracias, sería en el reino salvaje el que se llevaría a la rubia guapa tras el montículo y se quedaría uno allí, escribiéndole endechas y canciones como un carroñero esperando las sobras de la vida.

Las selvas, los bosques, los mares, los ríos que son como nuestras vidas que van a dar a la mar que es el morir, tienen todo mis respetos y no voy haciendo el cafre por sus reinos ni tiro papeles, ni me meo ni me cago, ni he matado en mi vida a ningún bicho que no fuera un insecto. Por eso no es óbice esta retahíla de pesadumbres naturales para que uno pueda ser ecologista o hasta ecologista en acción, si se me apura lo que pasa que prefiero vivir mi solidaridad con este venerable movimiento socio político y cultural, desde la impune comodidad de un butacón. Con mi Bach que suena como un crepúsculo un día triste de tormenta, o mi Billie Holiday que canta como un pájaro herido bajo la luz de un farol de madrugada.

Porque , además, sigo pensando que la naturaleza es fascista , no conoce el crimen pero tampoco la piedad y el que diga que los bichos sólo matan por necesidad alimentaria no ha visto nunca a un gato harto de leche y galletas cazar, herir de muerte y luego pasárselo bomba puteando a un ratoncito, ¡snif!, agonizante.


lunes, 18 de abril de 2011

SEMANA SANTA

En mi vida me he puesto un capirote. Cuando de niño muchos de los amigos se emocionaban por estas fechas y debatían apasionadamente sobre las calidades estéticas de sus vírgenes y sus cristos, yo me quedaba igual; sin dios, sin patria y sin trono.

Cuando fuimos creciendo, todavía algunos de los colegas mantenían su costumbre penitente cada primavera y otros, los más cachas, cambiaron el capuchón por una ceñida camiseta y se metieron a costaleros imbuidos de una fe en el sacrificio que – inevitablemente a esas edades- no dejaría de tener sus componentes eróticos. Lo cierto es que raro era el costalero que no tenía o se echaba novia, una novia que lo acompañaba sin verlo, sabiendo que ahí, bajo el paso, entre sudores y varoniles fervores , andaba el muchacho que tras el esfuerzo guerrero merecería un beso. Y yo me quedaba igual; sin dios, sin novia... y sin besos.

Pero esta semana era una fiesta, la celebración de los primeros hombros desnudos de las muchachas, los pudorosos escotes que anunciaban la blancura de la carne, la libertad de horarios porque con decirles a los viejos que íbamos a ver la recogida de alguna procesión, relajaban estos su habitual rigidez disciplinaria. Las vacaciones en el colegio o en el instituto, esta semana era una fiesta por más que se vistieran las calles con el dolor y la angustia de los iconos del sufrimiento.

Las pústulas, las llagas, los latigazos, la sangre goteando por la frente del Cristo apenas nos impresionaban; primero porque habíamos crecido viendo crucifijos por todas partes; en el médico, en el colegio, en el dormitorio de nuestros padres, en las iglesias. Aquel exceso de información casi forense de los martirios a los que fue sometido el nazareno hizo que nos sintiéramos inmunes a la escenografía gore del cristianismo católico.

Y segundo; porque desde pequeños habíamos sido adoctrinados en el truco, porque había truco, y sabíamos que por más caña que le dieran, por más crueles que fuesen los romanos con sus lanzadas y sus coronas de espinas, al final el héroe, Jesús, resucitaba y aquella resurrección para nosotros era más una venganza frente a los malvados y los impíos, que una redención.

Asumíamos la pasión y su correspondiente resurrección, como una variante de las películas de, pongamos Bruce Lee, que tras ser pateado, humillado, golpeado y vilipendiado por los hijos de puta, se resarcía de cada puñetazo a base de golpes de nunchaku.

Tuvieron que pasar muchos años para que uno comenzará a apreciar los valores estéticos de esas tallas que son paseadas cada primavera por los pueblos andaluces. Y se puso uno por vez primera una capucha, pero no de penitente, sino una capucha o mejor; una máscara de guiri, de forastero en su tierra para intentar descubrir y de paso disfrutar de lo que otros muchos paisanos disfrutaban.

Fue como cuando viene un amigo de fuera a la ciudad ¿de qué vamos a ir nosotros normalmente a visitar la Parroquia de la O, o a cruzar la barcaza para dar un paseo por la orilla del Coto Doñana?

Con es bonísima disposición estuve una semana santa, hace ya bastante tiempo, viendo pasar por rincones de estratégica belleza algunas procesiones de la ciudad. Tengo que reconocer que había poesía y una mijita de hermoso misterio en la tristeza con que era balanceada una virgen (que el señor dios me perdone pero no recuerdo el nombre aunque supongo que debía ser María) mientras pasaba por la cava del castillo de Santiago.

Brillaba en el cielo la luz de una luna primaveral y la música de la banda, que por lo general no soporto, interpretaba una pieza melancólica que daba muchísima pena y daban ganas de creer en casi todo; los ángeles, Jehová, Jesús y hasta en Poncio Pilatos y en su palangana.

Sin embargo, lo que más me conmovió fueron un par de rostros, mujeres de edad provecta que al paso de la virgen soltaron algunas lágrimas. No lo hicieron lo mismo al paso del Cristo, a pesar de que el que iba bastante perjudicado a estas alturas de la pasión era él. 

No; lloraron al paso de la madre del condenado a muerte en una suerte de solidaridad femenina primaria y maternal, o quizá es que las señoras también sabían el truco (lo de la resurrección tras los tres días) y se hallaban compungidas por el mal trago que le hacían pasar a la madre, esa perversidad de la tortura y la muerte, total para nada.

El asunto es que, ajeno a la mística y a la fe, no pude sentir animadversión por aquella representación, por esta monumental performance en la que el pueblo andaluz anda, como decía Don Antonio, pidiendo escaleras para subir a la cruz.

Entiendo que existe una ocupación del espacio público por las cofradías, que las calles son literalmente tomadas por la muchedumbre, los penitentes, los cirios y los kioscos de chucherías. Pero esto también ocurre en los carnavales y mis amigos anticlericales no se molestan por eso, también ocurre en la feria y encima en estas parrandas puramente lúdicas suelen darse episodios de vandalismo y violencia callejera que en la semana santa no. No me imagino yo a los capirotes destruyendo mobiliario urbano ni vomitando en los portales del vecindario por más que su indumentaria tenga ese vago parecido con la de los del Ku Kux Klan.

Suelen ser los más intolerantes, a los que les gustaría prohibir esta manifestación antropológica de superstición o fe popular, según los casos, los que muestran un interés inusitado por las danzas étnico-religiosas de una tribu senegalesa, los que se admiran con las masas que recitan salmos coránicos en la Meca o los que, en muchas ocasiones, no se perdonan a sí mismos haberse pegado algunos años de su infancia y juventud enmascarados y cargando con un cirio  primavera tras primavera.

Uno ya tuvo su experiencia semanasantera como he contado.Ha dejado de interesarme, que en su infinita bondad el señor dios vuelva a perdonarme,  y soy un verdadero experto en sortear cofradías y muchedumbres y si uno, con su congénita torpeza, es capaz de pasar todos estos días sin cruzarse con un sólo paso, les aseguro que cualquiera puede hacerlo. 

Podría editar un itinerario alternativo para moverse por el pueblo sin sufrir los atascos que tanto critican algunos buenos amigos, sin oler el incienso y sin ver ni un cirio.

Pero no sé porqué, me da que muchos no tienen ningún interés en liberarse ellos mismos de este festival, sino que más bien andan preocupados por liberar el pueblo de esos opios.

Y ese, queridos amigos, es otro debate que lleva dando por culo desde que el hombre es hombre, descubrió el fuego, se hizo sedentario, montó su primer huerto y entendió que la existencia no terminaba con él mismo, que el mundo seguía, giraba y giraba después de su muerte y su disolución.

Frente a ese horror que algunos llaman conciencia de existir, nuestros abuelos prehistóricos erigieron el primer dolmen y entonaron la primera plegaría que debió ser algo así como un poema romántico a base de gruñidos. Y el hecho religioso se pegó como una lapa, un virus, una esperanza, una bendición o una maldición irracional, en el corazón de hombres y mujeres. A ver quien es el milagrero que le quita eso a bastante más de la mitad de la humanidad. 


miércoles, 13 de abril de 2011

CELEBRACIÓN DEL DÍA DE LA REPÚBLICA EN EL SAT


CELEBRACIÓN DEL DÍA DE LA REPÚBLICA EN EL SAT

PRÓXIMO SÁBADO, 16 DE ABRIL DE 2011 A PARTIR DE LAS 12,30 DEL MEDIODÍA



-Lectura de poemas.

-”Aquel 14 de Abril”.-. Charladrama.  Jota Siroco y J.A. Gallardo.-.

-Música para la libertad. Canción de autor , recital a cargo de "Elena y sus secuaces"





SÁBADO 16 DE ABRIL DE 2011, en la sede del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) Plaza de la chimenea. A partir de las 12.30 del mediodía.


A por la tercera....

domingo, 10 de abril de 2011

DOMINGOS


Había domingos en los que mis amigos podían quedarse en la cama hasta las tantas, tranquilamente, administrando legañas y etílicos vapores porque la noche del sábado había sido una competición de chupitos; sobre la barra una suerte de guirnalda de colores como las que se ponían en las verbenas antiguas con las bombillas pintadas de verde, rojo, azul...todos los chupitos andaban allí mezclados asquerosamente; tequila, ron, bourbon, ginebra. Aquellos excesos los hacíamos los mismos que hoy decimos “uy, uy” cuando vemos a la caterva juvenil amorrándose al gollete.

Yo llegaba a la casa dando tumbos, esquivando policías con los ojos abiertos como búhos, que se pensaba uno que lo iban a detener por cualquier cosa y a saber hasta dónde podrían llegar los equívocos, si no acabaríamos acusados de alguna fechoría , si no nos putearían en los calabozos para que diéramos nombres de cualquiera sabe quién, si no terminaríamos, en fin, desaparecidos o muertos, como en el caso Almería.

Y esquivando también a los drogadictos con los ojos inyectados en sangre que vagaban por la noche como desdentados vampiros decadentes a la búsqueda de su dosis, zombis que te salían de los portales oscuros como apariciones y llevaban todos, sin excepción, jeringas infectadas y sanguinolentas con las que te iban a pinchar a menos que les dieras los veinte duros que demandaban entre temblores de tristísima abstinencia.

Uno tenía el santo de cara y nunca le pasaron esas desgracias noctámbulas por más que viviésemos en la parte chunga del pueblo. Yo creo que la policía ya me conocía y los yonkis no digamos. Con algún madero habíamos jugado al fútbol años antes y la mayoría de los yonkis habían compartido aula conmigo en la antigua E.G.B. antes de abismarse por los paraísos artificiales.

Así que llegábamos medio sanos al hogar, borrachos pero cuidadosos de no provocar grandes disturbios en la madrugada. Vomitaba casi en silencio, con una profesionalidad en la náusea, que de haber estado por allí alguien, mirándome echar la clamorosa pota, no habría podido sustraerse de aplaudirme e incluso de vitorearme con algún ¡Ole! , como a los toreros .
La taza del váter se convertía en una macedonia repugnante con los restos casi vivos de la cena, los postres y los frutos secos que habíamos engullido entre copa y copa, como los loros.

En cuanto me metía en la cama y aquella especie de brutal marejada de los sentidos iba menguando, dormía como un bendito y tenía sueños rarísimos, pero a eso de las ocho o las nueve de la mañana, por mucho que la fiesta se hubiese prolongado en la víspera, estaba ya uno en pie, dándose una ducha y dispuesto a salir a las calles, creyendo que andábamos fuertes de estómago y de cabeza, hasta que las neuralgias del amanecer nos iban achatando el ánimo y veíamos casi como una película de Visconti, los fotogramas, uno a uno, de la jornada del domingo.

Todavía por el mediodía, una esperanza irracional y hermosa se notaba en las personas, como si la amenaza del lunes, su tristeza mañanera y las tribulaciones que nos aguardan cada comienzo de semana pudieran ser sorteadas.

Pero las horas iban pasando, los amigos no se asomaban a la calle y empezaba el domingo a tejer su maraña de melancolía. A las cinco de la tarde, si tenía uno alguna novia iba a recogerla para tomar un café y los pubs estaban llenos de parejas comiendo tarta de piñones y zozobrando en las butacas. Luego ponían un partido de fútbol y las muchachas hablaban entre ellas de ajuares y de entradas para comprar pisos. Los muchachos se embrutecían un poco y gritaban infamias a los árbitros, a los entrenadores incompetentes y a los delanteros con el día tonto.

A estas alturas del domingo la resaca había desparecido por completo y una dolorosa lucidez nos devolvía a la pendencia de la vida, los terrores cotidianos, el desempleo, el trabajo espantoso, la rutina asfixiante como una enfermedad mortal, las amenazas de ruina o la ruina misma, los problemas que vendrían a visitarnos en cuanto nos metiéramos en la cama, como una cohorte de angelitos endemoniados exiliándonos del sueño, todas y cada una de las tristezas con las que el domingo agonizante nos mostraba que el paréntesis del fin de semana había concluido, que su ambrosía de celebraciones y olvidos no había conseguido cambiar nada y que ya estaba sobre la silla del dormitorio, como una bestia deforme y fea, preparada la ropa de faena para el día siguiente; el mono, la bata, la corbata o la camisa de sellar en el INEM el carné de paro.

Miraba uno con mucha pena el disfraz que colgaba del respaldo de la silla y se acordaba de que el cuponcito tampoco nos había tocado. Ni nos tocaría nunca.


viernes, 1 de abril de 2011

ANTOLOGÍA REVIISADA


Para Antonio Orihuela

Hay un hombre que está vendiendo hortalizas en un rincón de la plaza, del zoco. Asoma su cabeza al mundo desde un puesto misérrimo que monta y desmonta cada mañana. Es un hombre joven que nunca soñó con vender hortalizas en ninguna parte, un hombre que, aunque los desconozcamos, seguro que tenía otros sueños.
Una mañana llegan unos guardianes de- así se definen- el orden público, le desgracian al hombre el puesto, el jornal y le desgracian la vida. El hombre a los pocos días se mete fuego a lo bonzo e inaugura el germen de una revuelta en todo el norte de África.

Hay jóvenes con las manos metidas en los bolsillos del pantalón vaquero o de la chilaba que le dan vueltas y vueltas a la plaza pública, sin nada que hacer hasta la hora de comer . Hay poco pan, hay tristeza y salarios de hambre y estos jóvenes están muy hartos de esa vida porque esa vida no la ha soñado nadie, porque todo el mundo tiene sueños, aunque a los poderosos y a los asquerosos -valga la redundancia- les cueste creerlo.

Hay uno por ahí, que piensa que los sueños, la esperanza, la ilusión, son las parteras de la historia.

Hay hombres y mujeres que miran el cielo de Trípoli y casi pueden ver los ojos llenos de ternura del piloto de un caza, pertrechado con su uniforme de extraterrestre, que lanza, como confetis en una fiesta, su diarrea de bombas. A estos hombres y mujeres les gusta la luna menguante sonriendo desde arriba, les gusta que haya un estrellita titilando a lo lejos, les gusta pasear y hablar de esto y de lo otro por las calles. El avión que con su disturbio viene a liberarlos les gusta menos. Las personas somos así.

Hay un asesino que no sabe que es un asesino porque no ha sentido nunca en su mano el temblor del cuchillo quebrando la piel ajena, porque mira desde una infinita distancia las consecuencias de sus actos. Se trata de un asesino que se ofende si le llamas asesino y que le pone nombres con ínfulas poéticas a su barbarie, así ha dado en llamar daños colaterales a los cuerpos destrozados por las bombas y ha bautizado “Odisea del amanecer” a la guerra.

Hay una guerra televisada en la que sólo vemos lucecitas de colores que hasta parecen hermosear el cielo. Así vimos Bagdad hace unos años y consiguió la propaganda que el infierno nos pareciera una verbena.

Aunque a veces, en las morgues de los hospitales los reporteros filman y muestran a los muertos llenos de mundo y provocan un prurito de malestar en los mediodías del mundo libre, los cadáveres son una cosa fea, indigesta, que enseguida se amortigua desde el telediario con alguna cabriola de un futbolista famoso o con un meneo de caderas de una cantante poseída por el ritmo.

Hay uno que piensa que si la revolución se hizo por el pueblo y ahora el pueblo no quiere esa revolución, o quiere otra, no se puede hacer la revolución contra el pueblo.Si la revolución es contra el pueblo, piensa este amigo de los trabalenguas, para qué la revolución.

Hay un hombre que acecha y otro hombre que sufre. Hay una distancia como de aquí a la luna entre los que viven en palacios y los que apenas viven.

Hay petróleo en Libia pero eso no le importa nada a la justicia occidental, se sienten los justicieros agraviados y difamados cuando se les recuerda la existencia de ese oro líquido y negro. Hay petróleo pero eso no importa nada, hombre, nada les importa el combustible a los aviones que planean chuleando por las aldeas que serán arrasadas por su bien, nada les importa el petróleo a los bemeuves y los mercedes que transportan a los cachondos que firman las resoluciones de las naciones unidas.

Sigue habiendo gente en el mundo que cuesta menos que las balas que los matan, que decía el hermano Eduardo Galeano.