sábado, 26 de noviembre de 2011

PRIMERA SEMANA TRIUNFAL


El primer día de la primera semana triunfal, leíamos en el pie de foto del retrato del campeón :

“Mariano Rajoy, el día después de su triunfo electoral, trabajando en su despacho”. Y la foto nos muestra a un hombre muy serio, mirando los papeles que alguien ha dejado sobre la impoluta mesa de trabajo.

La foto quiere ser como una metralleta de subliminales mensajes; seriedad, austeridad en la alegría, laboriosidad y entrega, formalidad, cumplimiento del deber y sobre todo; qué rigor que tiene el tipo, que después de darle el vapuleo que le ha dado al rival, no aparece por la oficina con la corbata desabrochada y la camisa por fuera, pitando con un matasuegras y entonando campeones, campeones.

Se dedica Don Mariano, sin perder un instante en frívolas celebraciones, a ejercer su trabajo, aplicándose a la solución de los problemas de España, pronunciando España con la s aspirada, como los murcianos y los pasotas, la p con violencia popular, y la sílaba ña, con aire marcial, que dan ganas de decir ¡Arriba! si las palabras fueran inocentes, si no tuvieran las palabras, como las personas, su pasado, sus crímenes.

La foto es una tontería, claro. Y los prolegómenos de la misma debieron de ser patéticos como lo son todas las tonterías con ínfulas. Nadie trabaja así, ni tiene la mesa de trabajo con ese orden quirúrgico que da hasta un poco de yuyu. Así que, alguien, una asistenta o un pelota, pondría en orden las notas del campeón de campeones, quitaría de la mesa la ceniza de los puros que se fuma cuando está a gusto el campeón, como un Groucho redimido, porque por muy derechoso que pueda ser, lo que no le quita nadie a Rajoy cuando se relaja, es ese aire de cachondo mental, de tertuliano de casino de provincias que no se mete con nadie pero que tampoco por nadie se la juega.
Lo resumió cuando las prietas filas de sus correligionarios se pusieron farrucas tras la derrota electoral de 2008, con aquel “Vaya tropa” verdaderamente genial. A veces, sus frases tan de personaje casi Barojiano nos evocan otros tiempos. Fue muy celebrada su crítica a no sé qué sarao del PSOE: Allí no fue ni el Tato. Casi tanto como lo de los hilillos de combustible cuando lo del Prestige, lo de la niña aquella que él quería que viviese en un país fetén, lo del primo que sabía tela de cambio climático y le había dicho que eso era una tontería de ecologistas en chándal y rojazos buscando causas perdidas. O en el último debate con Rubalcaba, cuando le dijo “Hombre, usted me da el estacazo y luego no quiere que le replique

Pero volvamos a la foto y a su simbología:
Escamondados ya el despacho y el campeón, sin restos de ceniza, ni de humor, otro asistente de imagen le alisaría el pelo, todavía de punta tras los maravillosos resultados de su partido en las elecciones, el fotógrafo tratándolo siempre de Don Mariano, daría las últimas indicaciones; aquella cara no, porque se le ha movido el ojo izquierdo en ese desafortunado tic que tiene Don Mariano y que se activa cuando dice una boutade o una mentirilla, también cuando lo que tiene ganas de decirle al oponente en un debate es; Me voy a cagar en tus muertos, como le dieron ganas más de una vez en el famoso debate entre los dos monstruos de la política nacional.
Entonces se le activa el tic y eso no hay asesor de imagen que lo pueda sanar. Total que tras veinte o treinta tomas, tras cambiar de sitio dos o tres veces las carpetas, los lápices y los bolígrafos, tras vencer las objeciones de la luz, nos despacharon con esta foto al país, para que supiéramos que tras la tempestad de extravagancias de ZP, llegaba la calma que representa este señor de Pontevedra, que es el que le dice a los amigos más fachas; bueno, bueno, tranquilos hombre, que a estos también se les puede meter en vereda a base de terror económico y amenazas sociales.

Las diferencias entre los que se van y los que llegan no son importantes en lo sustancial. Mariano y su equipo ahora saben que al pueblo soberano, a los votantes, a la masa estupefacta se la puede tratar como si fuera completamente gilipollas. Disimulan pero poco, cada vez menos, encantados de comprobar como el rebaño bale las consignas como si fueran mantras, Han arribado a estas orillas del poder diciendo que para acabar con el paro, ¡atentos!, hace falta crear empleo. ¡Toma! .

Diciendo también que para terminar con la desconfianza de los mercados (qué será eso) hace falta antes que nada- ¡apunten! : ¡Crear confianza! . Y bueno, lo de la reforma laboral misteriosa que hay que hacer y que no se deja de hacer desde hace décadas, y lo de la austeridad presupuestaria que se traduce a poco que hurguemos en penurias para los más débiles, para los que poco o nada tienen. Y la ley de dependencia que veremos a ver, y los subsidios de desempleo que cuidadín cuidadín y la educación tolón tolón.

Si se le pregunta al próximo presidente del gobierno qué piensa hacer con algo, te contesta veremos a ver. Para este viaje no hacían falta esas alforjas, hombre. Es lo mismo que nos ha ido contestando ZP, con algunas mentiras flagrantes y con muchísima cara dura.
Pasará esta legislatura, ya veremos quiénes quedan después de cuatro años.
Frente a la derrota, la estrategia de maltratador de clase de Zapatero , Rubalcaba y sus secuaces ; te voy a dar para el cine, mundo triste y pobre del estado español, pero cuando estés con el ojo morado y las hambres en cuarta, te voy a arrullar una miaja y te voy a decir que eres, tú; clase obrera, la más guapa de la fiesta.

Y como la masa de electores sufre ese lamentable síndrome de la mujer maltratada con respecto al PSOE, se enfadaran con ellos unos años, pero en cuanto salga otro majarón y se ponga la chaqueta de pana y se vaya a Asturias a lanzar proclamas más falsas que los duros antiguos y se eche fotos con la triada mágica de las artes Sabinas, Serrats y Ana Belenes, ya estará otra vez la maltratada masa confiando en el maltratador, ya estará quitándole las denuncias porque ha prometido el partido que se llama socialista, que se apellida obrero y que se proclama español, que va a cambiar y ya estarán gobernando de nuevo, tras una travesía de pancartas y abrazos con los sindicatos mayoritarios.

Y, ay oye patria mi aflicción que diría el clásico, gobernarán mamporreando, para que cuando regrese la derecha sin complejos de identidad, la parte más guarra del trabajo esté ya finiquitada, sin grandes disturbios sociales y sin conatos de revolución por ninguna parte.

¿Cómo? Que si quieres que te cuente el cuento de Juan de la Pipa, compadre.


domingo, 13 de noviembre de 2011

TEORÍAS DEL CREPÚSCULO




Nos sentamos sobre una piedra. La marea se había empeñado en ponernos difícil el paseo y aunque yo me habría subido los pantalones hasta las rodillas como los mariscadores y continuado con la ruta, ella, siempre sensata, me pidió que dejase los alardes románticos, que después vienen los constipados otoñales, las fiebres leves y la carita de pena pidiendo paracetamol para luchar contra el dolor de cabeza y los temblores, con la manta sobre los hombros y el pañuelo con mocos.

Lo bueno que tiene la playa es que si se te desgracia un plan, la playa, viéndote tan damnificado, te ofrece , del tirón, otro espectáculo. Y así, sentados como dos enamorados sobre aquella roca, vimos caer la tarde. Como estaba en plan chuleta, digamos que en plan ligón, y se tiene cierta práctica en los atardeceres, me puse a teorizar sobre la disposición de las nubes para anunciarle a ella que la puesta de sol iba a resultar muy hermosa. Digo yo que si el poeta Miguel se doctoró en su peritaje en lunas, por qué no iba uno a poder ser “experto en crepúsculos” aunque sea esta licenciatura , como mucho, un grado medio o un ciclo formativo superior, a saber.

Los elementos naturales cumplieron, no fue un crepúsculo pata negra como anunciaban cirros, fulgores solares y turbulencias marítimas, pero estuvieron bien todos ellos; las nubes, la luna asomándose impaciente, el astro rey entregando su corona a la república noctámbula, el mar y sus sonidos como un murmullo, las gaviotas... y entonces, como una ráfaga de melancolía que llega sin saber uno de dónde demonios llega, se me vinieron a la memoria otros atardeceres, los más tristes.
Pudiéramos decir que casi monté una competición y aparecieron en ese escalafón penoso montones de detritus, pero también amigos, aunque también traidores; amores y amoríos, pero también hospitales y barracones, ciudades maravillosas pero a la vez, ciudades inclementes, estaciones de tren, autobuses, furgonetas y hasta un helicóptero en el que me monté una vez y comprendí allí lo certero de la expresión tan castiza “cagarse de miedo” . En fin, una antología que resumía en forma de imágenes difusas y a ráfagas, como en los sueños, parte de la vida de uno, de la vida que uno ha llevado.

Le dije a ella; uno de los sitios más terribles para acabar el día es la habitación de un hospital.
Ella me miró como diciendo, bueno y eso a qué viene, así que seguí con la incontinencia verbal:
Yo, para empezar, creo que uno tiene que terminar la jornada vestido con cierta decencia y no en pijama o en bata, menos aún si la bata es una de esas en las que el enfermo queda desnudo por detrás, como si ejerciera el sistema médico un pequeño sadismo con los pacientes, como si les dijera además de malito y desvalido, va a estar usted ridículo, caballero.

La caída de la tarde en esos sitios llena de congoja al más pintado, esas cenas a horas en las que uno está normalmente tomando todavía cafés vespertinos, esos purés y esas verduras que parece que vienen de una nave espacial y que han sido cocinadas por marcianos. Esa pera verde en la bandeja, abatida y con una mancha pequeñita de pudrición. Esos minúsculos vasos de plástico con agua para ayudar a la ingesta de pastillas de colores, esos acompañantes que se han quedado a pasar la noche con el enfermo, casi siempre, si el enfermo es viejo, tras una pelea familiar por organizar los turnos, esas caras que tienen los acompañantes que se diría que están más jodidos que el paciente, que parece algunas veces que más que a hacerles compañía, vienen a velarlos, para ser así los primeros, los que den el grito de alarma, los que certifiquen el fin.

Tan tristes son las tardes en los hospitales que las estadísticas demuestran que la mayoría de las defunciones se producen a esas horas o de noche. No al amanecer, no durante el mediodía, no a la hora de las visitas de cinco a siete, cuando hasta los hospitales tienen cierto aire festivo con el trasiego de gente sana, de visitantes que traen chucherías prohibidísimas para los enfermos, de primos y primas que sólo se ven ya en estos sitios o en los tanatorios, pese a haber compartido en muchos casos la infancia. Las muertes suceden cuando acaba la jornada, llegan los servicios de guardia, médicos, enfermeras, celadores, y un halo de misantropía y desánimo se cuela por las habitaciones y por los quirófanos y preferiría uno estar siendo operado de una hernia de disco, que mirando por la ventana de la habitación cómo se va la vida, tan callando.

Y lo peor es que cuando se está allí, en un hospital, en un cuartel (otro inhóspito lugar donde pasar la tarde y diríamos que hasta donde ver pasar la vida) o en una cárcel, se te vienen al tapete de los recuerdos todo lo que hacías a esas horas, las cervezas que te bebías con los buenos amigos hablando de política o de literatura, pontificando sobre certezas que al día siguiente eran dudas. O las tardes que ha pasado uno riéndose, o paseándose melancólico pero sabiendo que en una taberna estaría, pongamos, Jota Siroco, al que tanto echamos de menos por estas tierras, leyendo un libro y tomándose una birra y dispuesto a saltar como un gato en cuanto nos viera, para invitarnos a otra.

Ella me miró, mientras soltaba más o menos esta perorata sobre hospitales, calabozos y crepúsculos, y me dijo: “Venga, vámonos y no mientes ruina”.

Y así, con la noche ya encima, nos volvimos paseando por la orilla. Para convocar a la alegría y echar de allí a esos fantasmas tan perros de la pena y la saudade, le susurré al oído como si alguien pudiera escucharnos: si tuviéramos veinte años menos ya estaríamos metiéndonos mano detrás de aquella barca, y eso seguramente lo dije porque tenía el día tonto y por ver si caía la breva. Pero lo que a los veintitantos es precioso y forma parte de la belleza del paisaje, dos enamorados besándose y abrazados a la luz de la luna, a los cuarenta y tantos nos parece feo y fruto de la perversión y eso también es una lástima. No me lo dijo así, pero más o menos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

ENTREVISTA AL FRACASO






Se me empañaron las gafas y casi me vencía el sueño. Ya no leo más, me dije. Los ojos se me habían puesto rojos, como los de los porretas, y tenía en la cabeza una musiquilla constante de adjetivos acertadísimos y meticulosas descripciones. Paisajes de Moguer, amigos y enemigos del poeta, cantos de juventud y de esperanza y sobre todo, muchos lirios, muchas rosas, mucha flora en definitiva para estos tiempos de hormigón. Había estado, claro está, todo el sábado con Juan Ramón Jiménez. Ochocientas páginas de letra impresa que me había engullido al principio con entusiasmo porque llevaba años detrás de esta antología (antolojía) suya, y después, tras las primeras trescientas páginas, algo empachado como digo de sentimentalidad, paisajismo y sobre todo de hacer equilibrios por ese territorio de la poesía y la prosa de Juan Ramón en el que a cada momento parece que va a caer en el lodazal de la cursilería y, de pronto, salta o emerge de esas tentaciones como venciendo al idioma, o quizá siendo él también consciente de la impiedad de esos límites.

Encendí la televisión para pasearme un rato por la tontería. No se pudo dar ese paseo; el mando a distancia no funcionaba y tras dejar atrás un debate filo fascista en una de esas cadenas que se han copiado de los telepredicadores yankis para verter su bilis por los salones del país, sintonicé la cadena esa en la que se tiran el día entero cotilleando e infringiendo canalladas a la audiencia que supongo estupefacta.
Tras los cuatro o cinco primeros gargajos dialécticos que tuve que oír, apreté con ganas el mando para irme de allí como el que huye de una infección mortal, pero a los pocos minutos sacaron a un hombre, un boxeador mítico que, por lo visto, las estaba pasando putas, dormía en la calle algunas noches y otras, las más afortunadas, le dejaban a este hombre acostarse en las habitaciones de un puti club, cuando las señoritas andaban encandilando a los golfos en la barra, haciéndoles carantoñas y propiciando que pagaran esos hombres diez o doce veces más de lo que vale, el precio de un cuba libre o de una copa de güisqui.

A ese boxeador lo vio uno de niño, peleando con una destreza y un genio incomparables. Recuerdo que algunos domingos, mi padre me llevaba a unas matinés de boxeo que se celebraban en la ciudad de Huelva. Mi madre me vestía de domingo y me mojaba el pelo con colonia y de la mano de aquel tipo, joven todavía, que era mi viejo, me introduje en aquellos arrabales del deporte en los que había siempre muchísimo humo, hombres con gesto desencajado apostando su dinero y ningún niño, sólo yo. Tampoco era frecuente ver mujeres en aquellos antros y las que había, eran todas rubias y con los labios exageradamente pintados, que a veces saludaban a mi padre y a mí me acariciaban el pelo pringoso y perfumado de Nenuco. El viejo carraspeaba y devolvía el saludo a las pelanduscas con mucha prisa y mucho apuro, empujándome a mí para que tomáramos asiento, vamos, vamos... pero a mí me gustaban mucho aquellas mujeres que en nada se parecían a mis tías, a mis primas, a mis vecinas y por supuesto en nada se parecían a la madre de uno. Que parecían las novias que se echaban los héroes de las películas o las guapas dibujadas en los tebeos.

Recuerdo el sonido seco de los puñetazos en las caras de los púgiles, el baile de piernas con el que se evitaban el uno al otro y la pena tan grande que me daba cuando uno de ellos, descompuesto por un mamporro, se tambaleaba por el ring como moribundo. Cuando ocurría esto, el público gritaba y en vez de animar al herido, lo zaherían y difamaban. ¡Paquete! ¡Payaso! ¡Sinvergüenza! Seguramente porque habrían perdido algo de dinero si habían apostado o porque no concebían la piedad frente al perdedor.

El boxeador que yo había visto hecho un titán y que ahora entrevistaban, es un decir, en esa cadena de televisión andaba claramente sonado, yo creo que más que por las tortas que le habían dado en el ring, por las tortas que le había dado la vida. No he visto, habiendo sido este hombre famoso, reconocido, más o menos rico, a nadie menos televisivo que a él. Los buitres y las buitres que le hacían las preguntas, unos desde una conmiseración repugnante y otros desde una pose inquisitorial igualmente asquerosa, tenían todos ellos una media sonrisilla, como diciendo; a ver cómo nos merendamos esta noche a este pobre idiota. Luego cogemos nuestro cheque, nos vamos a tomar un cóctel, nos acostamos con alguien mucho más joven y eructamos en nuestras alcobas levantando una voluta de insidia y de calumnia.

El presentador del programa, otro espécimen nauseabundo de los usos periodísticos de la época, viéndole tan desvalido frente a la babosa caverna, le preguntó si andaba tocado, vamos que si se había quedado tonto del todo. El boxeador mirando a la nada dijo que sí, que estaba tocado y que medio había perdido la memoria. Y el público, una excursión de marujas y marujones que lo mismo se van a un espanto televisivo que a una ejecución pública en la plaza del pueblo, irrumpió en un aplauso tan absurdo y extemporáneo, que hasta el presentador del programa que vive de vampirizar lo peor de los sentimientos de la plebe, consideró oportuno censurar, porque estaban aplaudiendo una confesión muy sincera de enfermedad y hasta de melancolía.

El boxeador tenía ganas de hablar de cosas, pero enseguida se callaba y decía; no, no, mejor no hablar. Una suerte de arpía rubia, maquillada hasta el esperpento y con un sempiterno gesto de burla en el semblante, le sonreía picarona y era la única a la que el boxeador prestaba algo de atención, lo que nos daba a los espectadores algunas claves de por donde se le habían abismado a este hombre los dones con que quiso agasajarlo la fortuna. Las mujeres, ay las mujeres, balbuceaba por momentos, son maravillosas pero son también...y se callaba y volvía a su mejor no hablar, mejor no hablar, tan parecido, sobre todo en un espectáculo televisivo del parloteo, al “preferiría no hacerlo” del escribiente Bartleby.

No gustándole a uno nada el boxeo porque ahora, con la edad, cada vez que vemos una pelea pensamos en huesos rotos y en odios irreconciliables, debo confesar que no hubiera estado mal que el boxeador, en vez de repartir unos tristes cuadros con toreros que pinta ahora para sobrevivir, hubiese repartido unos pocos tortazos a esa chusma. Me parece que más de uno, entonces sí, hubiéramos aplaudido emocionados. Aunque esté muy feo decirlo.