domingo, 6 de noviembre de 2011

ENTREVISTA AL FRACASO






Se me empañaron las gafas y casi me vencía el sueño. Ya no leo más, me dije. Los ojos se me habían puesto rojos, como los de los porretas, y tenía en la cabeza una musiquilla constante de adjetivos acertadísimos y meticulosas descripciones. Paisajes de Moguer, amigos y enemigos del poeta, cantos de juventud y de esperanza y sobre todo, muchos lirios, muchas rosas, mucha flora en definitiva para estos tiempos de hormigón. Había estado, claro está, todo el sábado con Juan Ramón Jiménez. Ochocientas páginas de letra impresa que me había engullido al principio con entusiasmo porque llevaba años detrás de esta antología (antolojía) suya, y después, tras las primeras trescientas páginas, algo empachado como digo de sentimentalidad, paisajismo y sobre todo de hacer equilibrios por ese territorio de la poesía y la prosa de Juan Ramón en el que a cada momento parece que va a caer en el lodazal de la cursilería y, de pronto, salta o emerge de esas tentaciones como venciendo al idioma, o quizá siendo él también consciente de la impiedad de esos límites.

Encendí la televisión para pasearme un rato por la tontería. No se pudo dar ese paseo; el mando a distancia no funcionaba y tras dejar atrás un debate filo fascista en una de esas cadenas que se han copiado de los telepredicadores yankis para verter su bilis por los salones del país, sintonicé la cadena esa en la que se tiran el día entero cotilleando e infringiendo canalladas a la audiencia que supongo estupefacta.
Tras los cuatro o cinco primeros gargajos dialécticos que tuve que oír, apreté con ganas el mando para irme de allí como el que huye de una infección mortal, pero a los pocos minutos sacaron a un hombre, un boxeador mítico que, por lo visto, las estaba pasando putas, dormía en la calle algunas noches y otras, las más afortunadas, le dejaban a este hombre acostarse en las habitaciones de un puti club, cuando las señoritas andaban encandilando a los golfos en la barra, haciéndoles carantoñas y propiciando que pagaran esos hombres diez o doce veces más de lo que vale, el precio de un cuba libre o de una copa de güisqui.

A ese boxeador lo vio uno de niño, peleando con una destreza y un genio incomparables. Recuerdo que algunos domingos, mi padre me llevaba a unas matinés de boxeo que se celebraban en la ciudad de Huelva. Mi madre me vestía de domingo y me mojaba el pelo con colonia y de la mano de aquel tipo, joven todavía, que era mi viejo, me introduje en aquellos arrabales del deporte en los que había siempre muchísimo humo, hombres con gesto desencajado apostando su dinero y ningún niño, sólo yo. Tampoco era frecuente ver mujeres en aquellos antros y las que había, eran todas rubias y con los labios exageradamente pintados, que a veces saludaban a mi padre y a mí me acariciaban el pelo pringoso y perfumado de Nenuco. El viejo carraspeaba y devolvía el saludo a las pelanduscas con mucha prisa y mucho apuro, empujándome a mí para que tomáramos asiento, vamos, vamos... pero a mí me gustaban mucho aquellas mujeres que en nada se parecían a mis tías, a mis primas, a mis vecinas y por supuesto en nada se parecían a la madre de uno. Que parecían las novias que se echaban los héroes de las películas o las guapas dibujadas en los tebeos.

Recuerdo el sonido seco de los puñetazos en las caras de los púgiles, el baile de piernas con el que se evitaban el uno al otro y la pena tan grande que me daba cuando uno de ellos, descompuesto por un mamporro, se tambaleaba por el ring como moribundo. Cuando ocurría esto, el público gritaba y en vez de animar al herido, lo zaherían y difamaban. ¡Paquete! ¡Payaso! ¡Sinvergüenza! Seguramente porque habrían perdido algo de dinero si habían apostado o porque no concebían la piedad frente al perdedor.

El boxeador que yo había visto hecho un titán y que ahora entrevistaban, es un decir, en esa cadena de televisión andaba claramente sonado, yo creo que más que por las tortas que le habían dado en el ring, por las tortas que le había dado la vida. No he visto, habiendo sido este hombre famoso, reconocido, más o menos rico, a nadie menos televisivo que a él. Los buitres y las buitres que le hacían las preguntas, unos desde una conmiseración repugnante y otros desde una pose inquisitorial igualmente asquerosa, tenían todos ellos una media sonrisilla, como diciendo; a ver cómo nos merendamos esta noche a este pobre idiota. Luego cogemos nuestro cheque, nos vamos a tomar un cóctel, nos acostamos con alguien mucho más joven y eructamos en nuestras alcobas levantando una voluta de insidia y de calumnia.

El presentador del programa, otro espécimen nauseabundo de los usos periodísticos de la época, viéndole tan desvalido frente a la babosa caverna, le preguntó si andaba tocado, vamos que si se había quedado tonto del todo. El boxeador mirando a la nada dijo que sí, que estaba tocado y que medio había perdido la memoria. Y el público, una excursión de marujas y marujones que lo mismo se van a un espanto televisivo que a una ejecución pública en la plaza del pueblo, irrumpió en un aplauso tan absurdo y extemporáneo, que hasta el presentador del programa que vive de vampirizar lo peor de los sentimientos de la plebe, consideró oportuno censurar, porque estaban aplaudiendo una confesión muy sincera de enfermedad y hasta de melancolía.

El boxeador tenía ganas de hablar de cosas, pero enseguida se callaba y decía; no, no, mejor no hablar. Una suerte de arpía rubia, maquillada hasta el esperpento y con un sempiterno gesto de burla en el semblante, le sonreía picarona y era la única a la que el boxeador prestaba algo de atención, lo que nos daba a los espectadores algunas claves de por donde se le habían abismado a este hombre los dones con que quiso agasajarlo la fortuna. Las mujeres, ay las mujeres, balbuceaba por momentos, son maravillosas pero son también...y se callaba y volvía a su mejor no hablar, mejor no hablar, tan parecido, sobre todo en un espectáculo televisivo del parloteo, al “preferiría no hacerlo” del escribiente Bartleby.

No gustándole a uno nada el boxeo porque ahora, con la edad, cada vez que vemos una pelea pensamos en huesos rotos y en odios irreconciliables, debo confesar que no hubiera estado mal que el boxeador, en vez de repartir unos tristes cuadros con toreros que pinta ahora para sobrevivir, hubiese repartido unos pocos tortazos a esa chusma. Me parece que más de uno, entonces sí, hubiéramos aplaudido emocionados. Aunque esté muy feo decirlo.

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