jueves, 26 de agosto de 2010

MILITANCIA

Algunas veces me quedo sin ideas. No se trata de quedarse uno completamente en blanco como un imbécil, se trata de no tener ganas de abrazarse al calorcillo siempre reconfortante de la consigna y el dogma.

Se trata de no escuchar nada más que lo que nos gusta, se trata de leer otras cosas además de las que nos subrayan el argumento, se trata de no echarle mucha cuenta a las proclamas que nos erigen como los mejores, que nos elevan sobre el resto del mundo que anda, como siempre sordo y mudo, y que no se entera de nada.

Se trata, en fin, de estar todo el día dándole a la almendra porque si la almendra se abre y se queda estática se pone enseguida rancia.

Cuando me quedo sin ideas imagino un mundo en el que todo es cuestionable, me imagino un mundo gobernado por personas como yo, más listas seguramente, pero con sus debilidades como tiene uno las suyas, y me dan temblores.

Me imagino al héroe sumido en las villanías cotidianas y me voy, poquito a poco, quedando sin ideas.

Me gusta acordarme de Nietzsche cuando sentencia que la única frase inteligente que se lee en el nuevo testamento es aquella pregunta terrible que Pilatos lanza a la cara del Galileo que justifica su martirio apelando a que defiende la verdad y el viejo zorro Pilatos inquiere: ¿Qué es la verdad? . Lenin hubiera dicho que la verdad es siempre revolucionaria pero a lo mejor ese mismo razonamiento podía haberle estallado a Lenin cuando otras verdades vinieran como espectros a ocuparle la tribuna.

Cuando me quedo sin ideas me entra como una epilepsia intelectual y zascandileo de un lado a otro y no me encuentro a mí mismo en ese romanticismo fetichista que adora a sus santos revolucionarios con boina. A mí también me gustan las camisetas chulas, pero abomino del arte sacro estampado y de la idealización economicista del currelo, me acuerdo de la reflexión aquella de Marx de que el comunismo constituye una sociedad sin clases y de que “el hecho de ser un trabajador productivo no significa tener suerte sino mala fortuna” Y estoy de acuerdo con el barbas.

Cuando perdí la fe, esa fe adquirida a través del cordón umbilical con que la sociedad nos va conformando, supe que ya no podría abrazar otras creencias por muy bonitas y flamencas que esas creencias se pusieran para asomarse a mi vida.

Muchos amigos se hicieron comunistas, pero yo no podía ser comunista completamente. Otros se hicieron fachas pero yo no podía, ni quería ser, ni una mijita facha.

Para entenderme conmigo mismo me fui diciendo que yo era un hombre de izquierdas pero no estaba dispuesto a cargar con todo el equipaje, no estaba dispuesto a vindicar como mías la barbarie del Padrecito, ni los asesinatos del chino, ni la criminal arrogancia del Iñaki con sus cuarenta apellidos vascos.

Estaba siempre hecho un lío, porque me daba mucha pereza y algo de vergüenza asumir los errores de los que consideraba “los míos” .

Quería cambiar la sociedad pero sin hacer el cafre. Quería ponerle una rosa en el cañón del fusil del enemigo pero me dijeron que cada día estaba más gilipollas.

Me ponían por delante un sinfín de banderas y en todas ellas veía yo un cagajón repugnante, en todas veía una mancha de sangre inocente y empezaba a darme asco besar, jurar, ningún trapo de colores. Es que era uno muy escrupuloso.

Ahora milito en el asco al sistema financiero y en el asco al neoliberalismo que ha sido el galgo terrible de la época, la cabalgata, la jauría desatada que diría Neruda. En eso milito los días de rabia.

Los días buenos, milito en el cuerpo de una mujer, en la risa de mi hija, en las guitarras troveras, en los abrazos de los amigos y en los brindis de la madrugada.

Por lo demás sigo hecho un lío.

lunes, 16 de agosto de 2010

AQUELLOS DÍAS



Aquellos días me hicieron
acariciar los sueños,
Eran sueños modestos;
dormir tranquilamente,
sentirme un poco amado,
poder comprarme un libro,
decir como Machado:
“Con mi dinero pago”.

Nos parecía imposible no ser un día felices. Quería ser mejor que los cantamañanas, que los novios primeros, ser su poeta cantor, su compañero del alma. Ella me miraba y apenas comprendía quién era el tipo aquel con el que se había casado. Yo la miraba a veces, cómo no haber amado sus grandes ojos fijos, fingiendo que sabía mucho, que era muy sabio. Que mientras estuviéramos juntos, estábamos salvados.

Era comprar un libro un acontecimiento. Con él llegaba a casa; Celine, Henry Miller,Onetti o García Márquez. Se lo enseñaba a ella y ella me sonreía. (Teníamos muchas risas y muy poco dinero.)

Nos parecía imposible no ser un día felices. Creíamos que teníamos, los dos, todo el derecho. También teníamos discos que nos había regalado amigos que encontraron refugio en aquel piso. Venían todas las noches y cenábamos tortillas y palitos de marisco. Domingo ponía siempre en el plato a Milton Nascimiento: Corazón americano. Y teníamos ganas de marcharnos muy lejos, de hacernos brigadistas en Nicaragua, de buscar por París a la Maga o de abrazarnos en Cuba a un póster del Ché Guevara.

Mientras hacíamos la cena, descorchaban botellas los amigos, botellas del banquete de bodas que habrían sobrado y que alguno de ellos hurtó para nosotros, liaban canutos o miraban los folios que yo había perpetrado y que dejaba siempre en un sitio visible
por ver si los leían, antes de emborracharnos.

Luego, nos quedábamos solos, comprendiendo que nos amábamos mucho y nos comíamos a besos. Besos de los que se dan por gusto y se dan por todo el cuerpo.

Aquellos días me hicieron acariciar los sueños.

jueves, 12 de agosto de 2010

Pensamientos míos

Y es que escribir sigue siendo hoy viento fugitivo y publicar, columna arrinconada, que clamaría Blas de Otero. Uno se especializará al fin en una suerte de teoría literaria que no va a interesar a nadie, en una introspección que terminará siendo, como todas las miradas hacia dentro, desasosegante y dañina.

Se preguntará uno qué extraño mecanismo nos lleva nuevamente a convocar a las palabras que a veces salen aguerridas, bien pertrechadas de argumentos, como si pudieran, pobrecitas las palabras, nombrar el mundo, sus miserias y grandezas.

Y otras salen como si anduvieran masticándose a sí mismas, pervertida su verdad por las argucias del estilo, del oficio o de la gracia que uno más o menos haya podido ir puliendo con la práctica y el tiempo.

Empiezo a tener ganas de apartarme de manera definitiva del ridículo juego de extravagancias y vanidades que rodea el arte y sus especímenes. por minoritario, provinciano, paleto y cejijunto que pueda ser ese arte.

Huir de las molestas y modestísimas polémicas que a veces suscita una opinión, decir a todo el mundo cuando lo cuestionen a uno: “Qué razón lleva usted, jamás volveré a hablar así o a decir esto o lo otro”.

Prometerle a los que no soportan que vaya uno, a su edad, disfrazado de rockerillo cantautor, poeta de pueblo, carapapa medio pijo, medio hippi tonto el haba, empresario cagalástima, rojillo de pacotilla, guitarrista esclerótico, sabinita de barriada, pringao del barrio alto, borracho de taberna, revolucionario de botellón, vanidoso, Narciso, yoísta enfermizo y ……………(ponga usted aquí, que tiene mucho arte, lo que se le vaya ocurriendo).

Prometerle a todos- íbamos diciendo- como en la supurante canción del año catapún “No lo volveré a hacer más, no lo volveré a hacer más”………………. (ponga usted aquí, que tiene una gracia que no se puede aguantar, una miaja de su parte y tarareé la mítica copla “El Jardín prohibido”).

Porque al final, de toda esta pereza que siento ante el murmullo y la cochambre del patio de vecinos, me vengo a quedar con los buenos, con los amigos que llegan siempre, con los que me he criado y me siguen criando y enseñando cada día. Todo lo demás han sido aledaños, anécdotas o farsas.

Ya hemos vivido unas pocas noches hermosas de verano, hemos tenido alrededor amigos y salud. Muy poco dinero, eso sí, pero muchas ganas de estar juntos y de reconfortarnos los unos a los otros, de reír, de soñar, de cantar canciones y de olvidar unas horas el duro chantaje de la crisis, sus puñaladas traperas.

Hemos perseverado en nuestro deseo de ser felices y me he sentido en algún momento, tras asistir al diario prodigio del crepúsculo, de la mano de mi compañera y con cinco euros en el bolsillo, dichoso como un budista emporrao mirando una cabra.

He ejercido, algunas noches, de sibarita de los sentidos y me he puesto a leer en voz alta : “Todo se me ha vuelto insoportable menos la vida” y , con lo tonto que es uno, parece por momentos entenderlo todo, asumir la levedad de estos tiempos. La gloria nocturna de ser grande no siendo nada. La majestad sombría del esplendor desconocido, que más o menos diría Fernando Pessoa.

Yo he vivido estas noches y la voy cantando por ahí. Los días son a veces como un susurro y a veces como una onomatopeya de tebeo de posguerra. Un día somos el héroe y otros el caricato.

Ponga usted, que sabe mucho más que uno, a qué día corresponde esta perorata.

viernes, 6 de agosto de 2010

SOLUCIONES

Cada vez que una de esas que tiene un chicle pegado en el paladar y habla como un dibujito animado, exclame “oigs, qué mal gusto tiene vistiendo mi asistenta” La mandaremos a cortar uva, a recoger fresa o a quitar mierda en un edificio de oficinas, le daremos un marido parado, un hijo cani empastillado y una quinceañera preñada, y por las noches que se vista como le salga del alma.


Cada vez que un barrigón enchaquetado, se lamente por el teléfono móvil del retraso de las obras porque los albañiles van muy lentos, le pondremos una camiseta sin mangas, un casco y le daremos una pala. Y estaremos mirándolo durante horas bajo los venerables treinta y ocho grados de nuestro exquisito verano.

Cada vez que un juez mande a alguien al trullo, porque no ha tenido tiempo ni ganas de ponderar los atenuantes, le quitaremos la toga y lo llevaremos al penal, para que explique en el patio, entre los compañeros del talego, que tiene mucho trabajo y que la justicia es, a veces, muy controvertida.

Cada vez que una señora se queje de la lentitud de un camarero que lleva ni se sabe cuántas horas poniendo cervecitas y tapitas en la terraza, la levantaremos de la mesa, le daremos un delantal y una bandeja, y la pondremos a dar vueltas por la terraza, sumida en la vorágine de la sed de nativos y turistas.

Seremos implacables, no nos darán pena, y con Nicolás Guillén, cuando creamos que van a darnos pena, pensaremos en los largos días sin zapatos ni rosas, sin camisa ni sueños, en los largos días de pieles prohibidas.

Cada vez que alguien diga que hay que mantener la presión en la frontera del Líbano, para contener a la guerrilla islamista, lo meteremos en un avión, lo llevaremos a la frontera libanesa, lo soltaremos y le daremos un megáfono bien gordo para que defienda desde allí su proclama.

No conseguiremos la paz, ni la justicia, ni por supuesto la libertad, pero evitaremos ya para siempre que la gente diga tantas gilipolleces. Por algo se empieza.