martes, 27 de diciembre de 2011

CELEBRACIONES

El tedio, proclamó Pessoa, consiste en la ausencia de una mitología.

Cuando una persona cae rotundamente en el tedio y ya nada puede rescatarlo, hay que tratar rápidamente a esa persona porque será capaz de desmontar con su hastío cualquier intento que hagamos los demás por redimirla. Lo malo es que llevará razón, no se llega ahí tonteando ni por alguna pamplina. Si está esa persona alumbrada por las lucecitas del talento o del genio podrá con todos nosotros y nos escribirá la vida, como hizo el mismo Pessoa a través de Soares con su “Libro del desasosiego”.

Si el tedio se colectiviza y es capaz de contagiarse a una población, a una sociedad entera, lo que se produce es la decadencia de ésta hasta su extinción como cuerpo social. El tedio pudo con el imperio romano más que la osadía de los bárbaros. El tedio y su prima hermana; la desesperanza pudieron con el , así llamado, socialismo real, más que los cantos de sirena de occidente y sus promesas de libertad. (Libertad que,  decían unos rockeros de los setenta,  resultó no ser más que libertad para mirar escaparates).

Pero, no pretendo violentar a nadie con peregrinas teorías. Cuando hablo de una ausencia de mitología me refiero a asuntos más pedestres; la fe, el conglomerado de dudas y certezas cogida por los pelos que pudieran conformar una ideología, la empírica constatación de los abismos a los que la vida, tan callando, puede al final conducirnos...

De la angustia al tedio hay sólo un paso, pero es ese paso fundamental e importantísimo. La angustia puede llevarnos a la reacción, al combate o también si el combate lo vemos perdido de antemano, al martirologio , al infarto o al suicidio.
El tedio, sin embargo, no nos conduce a parte alguna. Es mirar al mundo tras la angustia y la batalla y ver qué clase de inmundicia cubre al mundo.
Pues, queridos amigos, con esta disposición inmejorable de ánimo afronta uno estas fiestas. Sin resistirse a los empujones de la juerga, asumiendo las cualidades catárticas de la ebriedad, dejándose llevar a las tristes ceremonias, con la procesión por dentro.

Nadie lo diría cuando nos vean mover nuestro esqueleto torpemente al son de los tamtanes medio africanos, medio folclóricos con los que habremos de lidiar. Tomaremos las uvas, haremos los regalos que podamos con nuestras raquíticas economías, brindaremos y hasta cantaremos en torno a las mesas engalanadas algún pagano villancico en el que la tradición se burla del pobre José, de su categoría de hombre manso que tiene que sufrir, para colmo, la excelencia de su hijo y de su esposa. Hijo del que no sabe quién es el padre, esposa a la que no puede ni acercarse lúbricamente si no quiere con ello acabar con dos mil años de tradición del más célebre himen que la historia haya conocido.

Yo también voy a participar de estas fiestas, no lo haré por mí, lo haré por los demás. Uno sabe ya qué lugar ocupa en el mundo y sabe que pese a esa melancolía, terminará animando el cotarro, cantando como si mereciera el mundo ese canto, como si no fuera el mundo una porquería en el quinientos seis y en el dos mil también. Por momentos se enciende el corazón del niño y puede manifestarse un hálito, una miaja de ilusión por ver cómo quedan las botellas en torno a la mesa, por degustar esos mariscos para pobres con los que vendremos a homenajearnos. Por brindar por tiempos mejores, por algunos besos que valen mucho y queremos recibirlos limpiamente, aunque sea una vez al año y como celebración de la venida al mundo del pastorcito divino.

Pero que uno sea capaz de colocarse la careta y de comprar su boleto de alegría, no significa que pueda uno engañarse a sí mismo, regatear con éxito sus propias e íntimas tristezas. 

Si no fuera por los demás, nos quedaríamos tranquilamente en la casa, trataríamos de que la luz fuese al menos parecida a la de un cuadro de Vermeer, una de esas pinturas costumbristas en las que se nos enseña una alcoba en la que siempre hay alguien haciendo cosas de interés, una muchacha tocando el piano, un geógrafo mirando absorto la bola del mundo, un joven con el pelo largo leyendo un pergamino, y todo bañado de esa luz tan íntima y reconfortante. 

Abriríamos una lata de sardinas y con un poco de pan nos fabricaríamos un bocadillo bien rústico. Nos serviríamos algo ceremoniosamente una copa de vino, pondríamos para santificar las fiestas un poco de música, el “paseo en trineo” del grandísimo Mozart. Echaríamos mano de un libro, no sé, las obras completas de Nicanor Parra, ahora que le han dado el premio Cervantes. Nos reiríamos mucho con los antipoemas del chileno, nos fumaríamos un cigarrito mirando la luna por la ventana, como los poetas. 

Y, ya puestos a hacer excesos, nos comeríamos un pedazo de turrón de chocolate antes de meternos en la cama y quedarnos dormidos mientras nos mecemos recitando aquellos versos de Juan de la Cruz; “Qué bien sé yo de la fonte que mana y corre/ aunque es de noche”.


viernes, 9 de diciembre de 2011

El cantante


 
El equipo con el que el músico trabaja pesa lo suyo. La etapa de potencia, los altavoces, la bolsa de deportes que contiene cables y más cables, cables que se enlazan entre sí como inquietas serpientes venenosas, cables que dibujan extraños dibujos como si hubieran estado moviéndose todo el viaje, cables que amagan algo así como cortes de manga cuando salen de la bolsa, por mucho que minutos antes el músico haya dedicado un rato a desenlazar ese laberíntico misterio.

Es un equipo de andar por casa, lo sucinto, pero el músico tiene pocos amigos y los que tiene, los que van a verlo, siempre llegan un poco más tarde, cuando ya está todo montado y sonando, y miran los amigos ese prodigio como si siempre hubiesen estado en el rincón del garito la guitarra, el micrófono, la mesa de mezclas, los dos enormes altavoces...como si fueran parte del atrezzo que un empresario creativo ha montado para ese tablao minúsculo al que llama, aguantando la risa, escenario.

Así que el músico, que también es de andar por casa, carga con todo solito o, como mucho, con la ayuda de alguna novia que después de tres o cuatro meses de tourné patética por los pueblos de la provincia, terminará abandonándolo a su suerte y se irá, aburrida de tantas noches sentada sola en un taburete de la barra ejerciendo de musa consorte. Se marchará a hincharse de langostinos y de gambas con algún repeinado espectador de esos conciertos que siempre dice lo bien que toca la guitarra este muchacho y lo buenas que son esas canciones tan tristes que compone.
En ocasiones, hay tras las barras de los bares camareros entusiastas que tratan al músico con cariño, que le ofrecen sin que se cosquen los dueños del bar unas cuantas copas gratis. Esa suerte de solidaridad proletaria entre los dos especímenes maltratados por la hostelería reconforta mucho al músico cuando dice “sí, sí, probando” y el camarero hace con el pulgar hacia arriba la seña universal del acuerdo.

Ya sólo se fiará del camarero que ejercerá desde ese momento de técnico abstracto del sonido y cuando empiece el espectáculo y cante los dos primeros temas, volverá a mirar al camarero o a su pulgar cómplice para ver si los duendes no han venido a hacer de las suyas y lo que sonaba de puta madre durante la prueba, suene ahora como una manada de gatos en celo.

Lo primero que hace el músico cuando empieza su pregón de cantarín ambulante es un ejercicio de contabilidad, mira a la concurrencia y va haciendo cuentas en su cabeza, quince o veinte personas, a tres euros por cabeza no dan ni para el primer pase. Se pregunta cómo es que no han venido todos esos amigos que siempre le cantan las excelencias de su estilo, si estuvieran ellos, ya habríamos llegado casi a la mitad del caché y él, en agradecimiento, interpretaría todas esas coplas que hacen las delicias del personal en barbacoas, en reuniones campestres o en celebraciones de bodas por lo civil. Pero la gente siempre tiene un montón de fiestas a las que hay que acudir y él ya, a estas alturas, lo comprende todo y todo lo perdona.

Los parroquianos suelen echar el rato mirándolo mientras conecta los cables, cuando adecúa el atril y el pie de micro a su altura, como miran los jubilados las obras. Todo eso lo hace el estimado público calladamente, o hablando en susurros...hasta que empieza él a cantar.
Entonces, como si alguien hubiera activado un mecanismo mágico y perverso; la mitad del público se dedica a dar voces, algunos chillan sincopadamente como si les hubiera dado una fiebre tifuidea. Otros, aprovechan que el cantante está recitando unos versos para contar un chiste que produce la hilaridad de las chicas escotadas que se carcajean como debieron hacerlo las brujas de las pinturas negras de Goya. El dueño del local se dedica a golpear como un psicópata las bolsas de hielo para espachurrar los cubitos contra el congelador y los meones y las meonas hacen su propia sinfonía mingitoria tirando a la vez de las cisternas de los váteres.


Se consuela pensando que si el mismísimo Leonard Cohen estuviera susurrando su Suzzane en estos momentos y nadie conociera al canadiense , el barullo sería idéntico y así, con esta ecuanimidad, comprende también la parranda, las carcajadas y los chascarrillos que- quién sabe- a lo mejor provoca su canción. El dueño del local siempre le dice que lo que importa es que le gente esté a gusto y que consuma, así ganamos todos. Y como el santo Job, el músico sólo espera que no le pidan alguna noche Paquito el Chocolatero, o que algún gracioso se invente un juego en el que él tenga que hacer el payaso con su guitarra y su voz. pues los caminos de la borrachera colectiva y del escarnio del juglar han sido siempre infinitos.

Sólo vuelve el silencio cuando el músico da un guitarrazo de esos de chinpum y es ahí; cuando debiera llegar el caluroso aplauso, cuando quizá el componente vocacional del cantante pudiera como el ave Fénix renacer de las cenizas del mercadeo y de los sueños rotos donde anda inmerso, cuando algún ¡bravo! estimularía la otrora enorme vanidad del artista, es ahí , precisamente, cuando todo dios se calla y mira hacia el escenario, interrumpidos, como diciendo ¿y ahora que querrá éste?
Afortunadamente las chicas, por cortesía o por un telúrico instinto de protección maternal del desvalido, amagan una suerte de aplauso, que los muchachos ya bien achispados apoyan para no parecer una banda de hijos de puta o unos golfos sin corazón.

El cantante entonces dice muchas gracias, muy amables, y presenta la nueva copla a la que sólo prestarán atención un par de adolescentes que están montando un grupo, una poetisa solitaria y con gafas que quiere mecerse esta noche con cualquier melodía, con cualquier verso. Un viejo amigo que se pregunta cómo sigue este hombre a su edad deambulando por los boliches como un decadente tanguero con la voz rota y los ojos rojos. Un borracho solitario que acecha para asaltar el escenario y cantar él, a trompicones, la canción del Lago de Triana. Un vecino que mide con aparatitos carísimos los vatios , para llamar en cuanto pueda a la cariñosa policía local que, como el comandante, llegará y mandará parar, con sus porras, sus pistolas y sus uniformes , exhibiéndolos para que sepamos de su autoridad, y que muchas veces parecen estos amabilísimos agentes, sólo porras, pistolas y uniformes. Sin nada o con poca cosa debajo.

Sólo presta atención, cuando ya van cayendo en la melancolía los últimos acordes de una canción, un señor mayor que conoce de cuando era más joven y más feliz esos acordes y acaso esos versos que decían “Cuántos caminos debe un hombre recorrer para que lo llamen hombre, la respuesta amigo mío, está flotando en el viento. “




sábado, 26 de noviembre de 2011

PRIMERA SEMANA TRIUNFAL


El primer día de la primera semana triunfal, leíamos en el pie de foto del retrato del campeón :

“Mariano Rajoy, el día después de su triunfo electoral, trabajando en su despacho”. Y la foto nos muestra a un hombre muy serio, mirando los papeles que alguien ha dejado sobre la impoluta mesa de trabajo.

La foto quiere ser como una metralleta de subliminales mensajes; seriedad, austeridad en la alegría, laboriosidad y entrega, formalidad, cumplimiento del deber y sobre todo; qué rigor que tiene el tipo, que después de darle el vapuleo que le ha dado al rival, no aparece por la oficina con la corbata desabrochada y la camisa por fuera, pitando con un matasuegras y entonando campeones, campeones.

Se dedica Don Mariano, sin perder un instante en frívolas celebraciones, a ejercer su trabajo, aplicándose a la solución de los problemas de España, pronunciando España con la s aspirada, como los murcianos y los pasotas, la p con violencia popular, y la sílaba ña, con aire marcial, que dan ganas de decir ¡Arriba! si las palabras fueran inocentes, si no tuvieran las palabras, como las personas, su pasado, sus crímenes.

La foto es una tontería, claro. Y los prolegómenos de la misma debieron de ser patéticos como lo son todas las tonterías con ínfulas. Nadie trabaja así, ni tiene la mesa de trabajo con ese orden quirúrgico que da hasta un poco de yuyu. Así que, alguien, una asistenta o un pelota, pondría en orden las notas del campeón de campeones, quitaría de la mesa la ceniza de los puros que se fuma cuando está a gusto el campeón, como un Groucho redimido, porque por muy derechoso que pueda ser, lo que no le quita nadie a Rajoy cuando se relaja, es ese aire de cachondo mental, de tertuliano de casino de provincias que no se mete con nadie pero que tampoco por nadie se la juega.
Lo resumió cuando las prietas filas de sus correligionarios se pusieron farrucas tras la derrota electoral de 2008, con aquel “Vaya tropa” verdaderamente genial. A veces, sus frases tan de personaje casi Barojiano nos evocan otros tiempos. Fue muy celebrada su crítica a no sé qué sarao del PSOE: Allí no fue ni el Tato. Casi tanto como lo de los hilillos de combustible cuando lo del Prestige, lo de la niña aquella que él quería que viviese en un país fetén, lo del primo que sabía tela de cambio climático y le había dicho que eso era una tontería de ecologistas en chándal y rojazos buscando causas perdidas. O en el último debate con Rubalcaba, cuando le dijo “Hombre, usted me da el estacazo y luego no quiere que le replique

Pero volvamos a la foto y a su simbología:
Escamondados ya el despacho y el campeón, sin restos de ceniza, ni de humor, otro asistente de imagen le alisaría el pelo, todavía de punta tras los maravillosos resultados de su partido en las elecciones, el fotógrafo tratándolo siempre de Don Mariano, daría las últimas indicaciones; aquella cara no, porque se le ha movido el ojo izquierdo en ese desafortunado tic que tiene Don Mariano y que se activa cuando dice una boutade o una mentirilla, también cuando lo que tiene ganas de decirle al oponente en un debate es; Me voy a cagar en tus muertos, como le dieron ganas más de una vez en el famoso debate entre los dos monstruos de la política nacional.
Entonces se le activa el tic y eso no hay asesor de imagen que lo pueda sanar. Total que tras veinte o treinta tomas, tras cambiar de sitio dos o tres veces las carpetas, los lápices y los bolígrafos, tras vencer las objeciones de la luz, nos despacharon con esta foto al país, para que supiéramos que tras la tempestad de extravagancias de ZP, llegaba la calma que representa este señor de Pontevedra, que es el que le dice a los amigos más fachas; bueno, bueno, tranquilos hombre, que a estos también se les puede meter en vereda a base de terror económico y amenazas sociales.

Las diferencias entre los que se van y los que llegan no son importantes en lo sustancial. Mariano y su equipo ahora saben que al pueblo soberano, a los votantes, a la masa estupefacta se la puede tratar como si fuera completamente gilipollas. Disimulan pero poco, cada vez menos, encantados de comprobar como el rebaño bale las consignas como si fueran mantras, Han arribado a estas orillas del poder diciendo que para acabar con el paro, ¡atentos!, hace falta crear empleo. ¡Toma! .

Diciendo también que para terminar con la desconfianza de los mercados (qué será eso) hace falta antes que nada- ¡apunten! : ¡Crear confianza! . Y bueno, lo de la reforma laboral misteriosa que hay que hacer y que no se deja de hacer desde hace décadas, y lo de la austeridad presupuestaria que se traduce a poco que hurguemos en penurias para los más débiles, para los que poco o nada tienen. Y la ley de dependencia que veremos a ver, y los subsidios de desempleo que cuidadín cuidadín y la educación tolón tolón.

Si se le pregunta al próximo presidente del gobierno qué piensa hacer con algo, te contesta veremos a ver. Para este viaje no hacían falta esas alforjas, hombre. Es lo mismo que nos ha ido contestando ZP, con algunas mentiras flagrantes y con muchísima cara dura.
Pasará esta legislatura, ya veremos quiénes quedan después de cuatro años.
Frente a la derrota, la estrategia de maltratador de clase de Zapatero , Rubalcaba y sus secuaces ; te voy a dar para el cine, mundo triste y pobre del estado español, pero cuando estés con el ojo morado y las hambres en cuarta, te voy a arrullar una miaja y te voy a decir que eres, tú; clase obrera, la más guapa de la fiesta.

Y como la masa de electores sufre ese lamentable síndrome de la mujer maltratada con respecto al PSOE, se enfadaran con ellos unos años, pero en cuanto salga otro majarón y se ponga la chaqueta de pana y se vaya a Asturias a lanzar proclamas más falsas que los duros antiguos y se eche fotos con la triada mágica de las artes Sabinas, Serrats y Ana Belenes, ya estará otra vez la maltratada masa confiando en el maltratador, ya estará quitándole las denuncias porque ha prometido el partido que se llama socialista, que se apellida obrero y que se proclama español, que va a cambiar y ya estarán gobernando de nuevo, tras una travesía de pancartas y abrazos con los sindicatos mayoritarios.

Y, ay oye patria mi aflicción que diría el clásico, gobernarán mamporreando, para que cuando regrese la derecha sin complejos de identidad, la parte más guarra del trabajo esté ya finiquitada, sin grandes disturbios sociales y sin conatos de revolución por ninguna parte.

¿Cómo? Que si quieres que te cuente el cuento de Juan de la Pipa, compadre.


domingo, 13 de noviembre de 2011

TEORÍAS DEL CREPÚSCULO




Nos sentamos sobre una piedra. La marea se había empeñado en ponernos difícil el paseo y aunque yo me habría subido los pantalones hasta las rodillas como los mariscadores y continuado con la ruta, ella, siempre sensata, me pidió que dejase los alardes románticos, que después vienen los constipados otoñales, las fiebres leves y la carita de pena pidiendo paracetamol para luchar contra el dolor de cabeza y los temblores, con la manta sobre los hombros y el pañuelo con mocos.

Lo bueno que tiene la playa es que si se te desgracia un plan, la playa, viéndote tan damnificado, te ofrece , del tirón, otro espectáculo. Y así, sentados como dos enamorados sobre aquella roca, vimos caer la tarde. Como estaba en plan chuleta, digamos que en plan ligón, y se tiene cierta práctica en los atardeceres, me puse a teorizar sobre la disposición de las nubes para anunciarle a ella que la puesta de sol iba a resultar muy hermosa. Digo yo que si el poeta Miguel se doctoró en su peritaje en lunas, por qué no iba uno a poder ser “experto en crepúsculos” aunque sea esta licenciatura , como mucho, un grado medio o un ciclo formativo superior, a saber.

Los elementos naturales cumplieron, no fue un crepúsculo pata negra como anunciaban cirros, fulgores solares y turbulencias marítimas, pero estuvieron bien todos ellos; las nubes, la luna asomándose impaciente, el astro rey entregando su corona a la república noctámbula, el mar y sus sonidos como un murmullo, las gaviotas... y entonces, como una ráfaga de melancolía que llega sin saber uno de dónde demonios llega, se me vinieron a la memoria otros atardeceres, los más tristes.
Pudiéramos decir que casi monté una competición y aparecieron en ese escalafón penoso montones de detritus, pero también amigos, aunque también traidores; amores y amoríos, pero también hospitales y barracones, ciudades maravillosas pero a la vez, ciudades inclementes, estaciones de tren, autobuses, furgonetas y hasta un helicóptero en el que me monté una vez y comprendí allí lo certero de la expresión tan castiza “cagarse de miedo” . En fin, una antología que resumía en forma de imágenes difusas y a ráfagas, como en los sueños, parte de la vida de uno, de la vida que uno ha llevado.

Le dije a ella; uno de los sitios más terribles para acabar el día es la habitación de un hospital.
Ella me miró como diciendo, bueno y eso a qué viene, así que seguí con la incontinencia verbal:
Yo, para empezar, creo que uno tiene que terminar la jornada vestido con cierta decencia y no en pijama o en bata, menos aún si la bata es una de esas en las que el enfermo queda desnudo por detrás, como si ejerciera el sistema médico un pequeño sadismo con los pacientes, como si les dijera además de malito y desvalido, va a estar usted ridículo, caballero.

La caída de la tarde en esos sitios llena de congoja al más pintado, esas cenas a horas en las que uno está normalmente tomando todavía cafés vespertinos, esos purés y esas verduras que parece que vienen de una nave espacial y que han sido cocinadas por marcianos. Esa pera verde en la bandeja, abatida y con una mancha pequeñita de pudrición. Esos minúsculos vasos de plástico con agua para ayudar a la ingesta de pastillas de colores, esos acompañantes que se han quedado a pasar la noche con el enfermo, casi siempre, si el enfermo es viejo, tras una pelea familiar por organizar los turnos, esas caras que tienen los acompañantes que se diría que están más jodidos que el paciente, que parece algunas veces que más que a hacerles compañía, vienen a velarlos, para ser así los primeros, los que den el grito de alarma, los que certifiquen el fin.

Tan tristes son las tardes en los hospitales que las estadísticas demuestran que la mayoría de las defunciones se producen a esas horas o de noche. No al amanecer, no durante el mediodía, no a la hora de las visitas de cinco a siete, cuando hasta los hospitales tienen cierto aire festivo con el trasiego de gente sana, de visitantes que traen chucherías prohibidísimas para los enfermos, de primos y primas que sólo se ven ya en estos sitios o en los tanatorios, pese a haber compartido en muchos casos la infancia. Las muertes suceden cuando acaba la jornada, llegan los servicios de guardia, médicos, enfermeras, celadores, y un halo de misantropía y desánimo se cuela por las habitaciones y por los quirófanos y preferiría uno estar siendo operado de una hernia de disco, que mirando por la ventana de la habitación cómo se va la vida, tan callando.

Y lo peor es que cuando se está allí, en un hospital, en un cuartel (otro inhóspito lugar donde pasar la tarde y diríamos que hasta donde ver pasar la vida) o en una cárcel, se te vienen al tapete de los recuerdos todo lo que hacías a esas horas, las cervezas que te bebías con los buenos amigos hablando de política o de literatura, pontificando sobre certezas que al día siguiente eran dudas. O las tardes que ha pasado uno riéndose, o paseándose melancólico pero sabiendo que en una taberna estaría, pongamos, Jota Siroco, al que tanto echamos de menos por estas tierras, leyendo un libro y tomándose una birra y dispuesto a saltar como un gato en cuanto nos viera, para invitarnos a otra.

Ella me miró, mientras soltaba más o menos esta perorata sobre hospitales, calabozos y crepúsculos, y me dijo: “Venga, vámonos y no mientes ruina”.

Y así, con la noche ya encima, nos volvimos paseando por la orilla. Para convocar a la alegría y echar de allí a esos fantasmas tan perros de la pena y la saudade, le susurré al oído como si alguien pudiera escucharnos: si tuviéramos veinte años menos ya estaríamos metiéndonos mano detrás de aquella barca, y eso seguramente lo dije porque tenía el día tonto y por ver si caía la breva. Pero lo que a los veintitantos es precioso y forma parte de la belleza del paisaje, dos enamorados besándose y abrazados a la luz de la luna, a los cuarenta y tantos nos parece feo y fruto de la perversión y eso también es una lástima. No me lo dijo así, pero más o menos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

ENTREVISTA AL FRACASO






Se me empañaron las gafas y casi me vencía el sueño. Ya no leo más, me dije. Los ojos se me habían puesto rojos, como los de los porretas, y tenía en la cabeza una musiquilla constante de adjetivos acertadísimos y meticulosas descripciones. Paisajes de Moguer, amigos y enemigos del poeta, cantos de juventud y de esperanza y sobre todo, muchos lirios, muchas rosas, mucha flora en definitiva para estos tiempos de hormigón. Había estado, claro está, todo el sábado con Juan Ramón Jiménez. Ochocientas páginas de letra impresa que me había engullido al principio con entusiasmo porque llevaba años detrás de esta antología (antolojía) suya, y después, tras las primeras trescientas páginas, algo empachado como digo de sentimentalidad, paisajismo y sobre todo de hacer equilibrios por ese territorio de la poesía y la prosa de Juan Ramón en el que a cada momento parece que va a caer en el lodazal de la cursilería y, de pronto, salta o emerge de esas tentaciones como venciendo al idioma, o quizá siendo él también consciente de la impiedad de esos límites.

Encendí la televisión para pasearme un rato por la tontería. No se pudo dar ese paseo; el mando a distancia no funcionaba y tras dejar atrás un debate filo fascista en una de esas cadenas que se han copiado de los telepredicadores yankis para verter su bilis por los salones del país, sintonicé la cadena esa en la que se tiran el día entero cotilleando e infringiendo canalladas a la audiencia que supongo estupefacta.
Tras los cuatro o cinco primeros gargajos dialécticos que tuve que oír, apreté con ganas el mando para irme de allí como el que huye de una infección mortal, pero a los pocos minutos sacaron a un hombre, un boxeador mítico que, por lo visto, las estaba pasando putas, dormía en la calle algunas noches y otras, las más afortunadas, le dejaban a este hombre acostarse en las habitaciones de un puti club, cuando las señoritas andaban encandilando a los golfos en la barra, haciéndoles carantoñas y propiciando que pagaran esos hombres diez o doce veces más de lo que vale, el precio de un cuba libre o de una copa de güisqui.

A ese boxeador lo vio uno de niño, peleando con una destreza y un genio incomparables. Recuerdo que algunos domingos, mi padre me llevaba a unas matinés de boxeo que se celebraban en la ciudad de Huelva. Mi madre me vestía de domingo y me mojaba el pelo con colonia y de la mano de aquel tipo, joven todavía, que era mi viejo, me introduje en aquellos arrabales del deporte en los que había siempre muchísimo humo, hombres con gesto desencajado apostando su dinero y ningún niño, sólo yo. Tampoco era frecuente ver mujeres en aquellos antros y las que había, eran todas rubias y con los labios exageradamente pintados, que a veces saludaban a mi padre y a mí me acariciaban el pelo pringoso y perfumado de Nenuco. El viejo carraspeaba y devolvía el saludo a las pelanduscas con mucha prisa y mucho apuro, empujándome a mí para que tomáramos asiento, vamos, vamos... pero a mí me gustaban mucho aquellas mujeres que en nada se parecían a mis tías, a mis primas, a mis vecinas y por supuesto en nada se parecían a la madre de uno. Que parecían las novias que se echaban los héroes de las películas o las guapas dibujadas en los tebeos.

Recuerdo el sonido seco de los puñetazos en las caras de los púgiles, el baile de piernas con el que se evitaban el uno al otro y la pena tan grande que me daba cuando uno de ellos, descompuesto por un mamporro, se tambaleaba por el ring como moribundo. Cuando ocurría esto, el público gritaba y en vez de animar al herido, lo zaherían y difamaban. ¡Paquete! ¡Payaso! ¡Sinvergüenza! Seguramente porque habrían perdido algo de dinero si habían apostado o porque no concebían la piedad frente al perdedor.

El boxeador que yo había visto hecho un titán y que ahora entrevistaban, es un decir, en esa cadena de televisión andaba claramente sonado, yo creo que más que por las tortas que le habían dado en el ring, por las tortas que le había dado la vida. No he visto, habiendo sido este hombre famoso, reconocido, más o menos rico, a nadie menos televisivo que a él. Los buitres y las buitres que le hacían las preguntas, unos desde una conmiseración repugnante y otros desde una pose inquisitorial igualmente asquerosa, tenían todos ellos una media sonrisilla, como diciendo; a ver cómo nos merendamos esta noche a este pobre idiota. Luego cogemos nuestro cheque, nos vamos a tomar un cóctel, nos acostamos con alguien mucho más joven y eructamos en nuestras alcobas levantando una voluta de insidia y de calumnia.

El presentador del programa, otro espécimen nauseabundo de los usos periodísticos de la época, viéndole tan desvalido frente a la babosa caverna, le preguntó si andaba tocado, vamos que si se había quedado tonto del todo. El boxeador mirando a la nada dijo que sí, que estaba tocado y que medio había perdido la memoria. Y el público, una excursión de marujas y marujones que lo mismo se van a un espanto televisivo que a una ejecución pública en la plaza del pueblo, irrumpió en un aplauso tan absurdo y extemporáneo, que hasta el presentador del programa que vive de vampirizar lo peor de los sentimientos de la plebe, consideró oportuno censurar, porque estaban aplaudiendo una confesión muy sincera de enfermedad y hasta de melancolía.

El boxeador tenía ganas de hablar de cosas, pero enseguida se callaba y decía; no, no, mejor no hablar. Una suerte de arpía rubia, maquillada hasta el esperpento y con un sempiterno gesto de burla en el semblante, le sonreía picarona y era la única a la que el boxeador prestaba algo de atención, lo que nos daba a los espectadores algunas claves de por donde se le habían abismado a este hombre los dones con que quiso agasajarlo la fortuna. Las mujeres, ay las mujeres, balbuceaba por momentos, son maravillosas pero son también...y se callaba y volvía a su mejor no hablar, mejor no hablar, tan parecido, sobre todo en un espectáculo televisivo del parloteo, al “preferiría no hacerlo” del escribiente Bartleby.

No gustándole a uno nada el boxeo porque ahora, con la edad, cada vez que vemos una pelea pensamos en huesos rotos y en odios irreconciliables, debo confesar que no hubiera estado mal que el boxeador, en vez de repartir unos tristes cuadros con toreros que pinta ahora para sobrevivir, hubiese repartido unos pocos tortazos a esa chusma. Me parece que más de uno, entonces sí, hubiéramos aplaudido emocionados. Aunque esté muy feo decirlo.

lunes, 31 de octubre de 2011

IMAGEN, DEMOCRACIA Y BOMBAS




La poderosa fuerza de la imagen provoca siempre más de mil palabras, después de la imagen pudiera parecer que no valen nada las mil palabras suscitadas pero nuestras cabezas funcionan así; administrando el recuerdo, es decir; llenándolo de palabras. Dosificando los sentimientos, es decir; colmándolo de tretas, de excusas y hasta de extravagancias de la idea. Acumulando las palabras y las frases para hacernos así nuestra propia idea de las cosas y de la vida.

Todavía nos quedamos como hipnotizados cada vez que vemos por televisión las imágenes mil veces vistas de las torres gemelas atravesadas como por un sable moruno y cayendo ordenadamente sobre sí mismas, como en una demolición controlada, quién sabe.

Las imágenes nos vuelven locos, que se lo pregunten a google y las búsquedas más habituales que registra ese chivato cibernético: sexo, mujeres desnudas, orgías...Luego se acuesta uno en su cama y cierra los ojos y se aparecen como sibilas del erotismo enormes cantidades de carne, como en los mataderos. Tejidos eréctiles y carne vaginal enrojecida, penetrada, senos oscilantes, enormes falos tiesos como un ejército que sólo disparará licuado esperma. Una pesadilla. Y más si uno ha perdido el vergonzante hábito de acariciarse solo, como los monos, pero frente a la pantalla del ordenador. Una pesadilla, insisto, y una tristeza muy grandes. Recoger cuidadosamente los restos de esa onanista afición, limpiarse con un pañuelo y mirarse uno mismo tan indefenso, con los pantalones por las rodillas, con el pene cabizbajo y con una medio depresión asomándose por las esquinas de la vida.

Cuenta Javier Cercas en su libro “Anatomía de un instante” que casi todas las personas a las que entrevistó para hacer el mosaico sobre el 23-F , le decían lo que habían sentido ese día, cómo se habían inquietado en directo frente a la feroz chulería de los guardias armados, frente a esa soberbia macarra de los militares tomando o queriendo tomar, el poder. Lo curioso de la crónica es que las imágenes que todos los entrevistados juraban haber visto en directo mientras sucedían los acontecimientos , como si fueran estos un partido de fútbol, no las vio nadie hasta el día 24 de febrero. Pero la memoria es débil y se decora la fuerza de la imagen con la literatura que cada uno tenga a bien ponerle.

A mí me han horrorizado estos días las imágenes de Gadafi asesinado, la vileza de la jauría humana que golpeaba, zarandeaba, y por fin ejecutaba a un hombre herido.

“No conocéis la clemencia” y no sé yo si afirmaba o preguntaba Gadafi viendo lo que le esperaba en manos de esa gente, rebeldes, dicen, verdugos sin piedad que vivían la infamia como una fiesta, lanzando tiros al aire, gritando enloquecidos por la sangre y el horror, completamente drogados por la crueldad y las seducciones obscenas de la tortura. Las imágenes son una representación tan dura, tan real de las porquerías que un ser humano es capaz de infringir a su prójimo, que sólo recordarlas ahora, mientras escribo, me vuelve a poner los pelos de punta.

Concedamos que yo no sé nada de Libia, que seguramente ese Gadafi estaba tan borracho de poder que pudo terminar como una regadera con esas excentricidades de Jaimas, vírgenes centurionas, enardecidos discursos con proclamas anticuadas e insultos a los disidentes. Concedamos que uno no tiene mucha idea de cómo vivían los libios ese poder, de las tribulaciones que les hizo pasar el coronel con sus arrogancias, sus gafas de sol y su chulesca pose de dueño de cortijo.

Pero algo se sabe, datos, hechos, los repartos de tierras, las faraónicas obras que dieron agua y prosperidad a bastante gente que vivía por allí, no por París ni por Berlín, sino allí mismo; en el puto desierto. Los recursos petrolíferos que por lo visto Gadafi tenía intención de renacionalizar para poner coto a la corrupción que en los estamentos más altos del poder iban pudriendo los fundamentos revolucionarios en los que se quería sustentar el régimen.

Sabemos también que muchos de los intrigantes para que este, digamos espontáneo movimiento rebelde, tuviera entidad en Libia formaban parte de esa élite corrupta que acepta como síntoma inequívoco de instauración democrática un buen bombardeo de la OTAN. Esos patriotas que claman porque se les llene el cielo de bombarderos y aviones inteligentes que vayan arrasando la amadísima patria en pos de una vida mejor para los que queden, y como camino hacia un régimen de libertades para los que sobrevivan.

Concedamos, en fin, que uno no tiene ni idea de cómo vivían los libios con el coronel Gadafi, pero a la vez, admitamos que tú tampoco la tienes y que la mayoría de esputos dialécticos que te está inspirando este artículo, no porque tú argumentes a fuerza de escupitajos sino porque los míos te dan mucho asco y gran fatiga, forman parte de la inmensa espiral de propaganda que has ido engullendo, no de ahora, sino desde que naciste en esta parte buena del mundo.
Y, ay, sí sabemos cómo terminan y se desarrollan estas quirúrgicas operaciones de liberación que el nuevo colonialismo occidental viene ejecutando desde que se terminó la segunda guerra mundial hasta la fecha.

Tenemos maravillosos ejemplos en Afganistán y en Irak. Donde los paisanos de estas tierras se levantan cada mañana agradeciendo al imperio y sus adláteres las incendiadas libertades que les trajeron, la prosperidad de humo y bombas en la que viven, la democracia tóxica que les fue regalada tras varios cientos de miles de muertos y de operaciones de castigo. Qué asco.

Volviendo al horror de las imágenes de Gafafi ejecutado, me pregunto qué responsabilidades tendrán en el próximo y muy democrático gobierno de la Libia liberada los componentes de la caterva que aullaba de placer ante la captura del hombre. Qué premios recibirá el que apretó el gatillo, qué ministerio ocupará el que le dio al otrora gran hombre tres o cuatro bofetadas cuando estaba este indefenso y malherido, qué clase de gobierno van a componer estos rebeldes patriotas de la venganza, que se han ido fotografiando al lado de un cadáver como los cazadores antiguos, porque ya ni los cazadores hacen esa apología de la crueldad y la muerte. Les da vergüenza.


domingo, 23 de octubre de 2011

EL OFICIO DE POETA


El muchacho, para decirlo sin herir a nadie, tenía una minusvalía psíquica. No tenía rasgos característicos ni nada, pero en cuanto habló supe de inmediato que no andaba muy católico, para decirlo ahora en plan castizo. El muchacho no estaba solo, eran media docena, tres mujeres y tres hombres cada uno de ellos con alguna deficiencia mental, alguno con unos ojos oblicuos que delataban sus problemas sólo con echarles un vistazo, pero como he dicho, el que se me acercó no tenía ningún rasgo físico que lo pudiera definir. Era alto, bien parecido y, a pesar de cierta descoordinación en sus movimientos, no era exageradamente desgarbado, desde luego no lo era más que uno mismo, que según nos han ido contando, cuando caminamos movemos la cabeza de un hemisferio a otro y las manos nos cuelgan lacias y torpes como a los arlequines.

Habían ocupado un par de mesas en la terraza de la cafetería e iban todos ellos tutelados por una chica joven bellísima. Se produjo cierto ajetreo nada más tomar asiento la pandilla, porque todo el grupo quería sentarse muy cerca de la tutora, como los pollitos que siguen a la gallina madre hipnotizados por su seguridad y prestancia al caminar.
Las tres mujeres, en una edad imposible de determinar, eran mucho más alegres y espontáneas. Jugaban a ser señoras mayores- y a lo mejor lo eran pero ya se ha dicho; no se sabe qué años pudieran tener, quizá porque la edad se manifieste más en la dureza de la mirada o el desencanto que ésta pueda inspirar, que en la cantidad de arrugas que nos apuñalen el rostro. Estas tres mujeres no tenían dureza en sus miradas y si había desencanto, era un desencanto de niñas, un mohín que sabemos que siempre es fugaz y por eso lo nombramos mohín, porque es fugaz y enseguida pasa. Nada que ver con el rictus, que es un gesto, una mueca que el tiempo ha ido esculpiendo en el rostro y que no hay ya maquillaje, ni siquiera bienaventuranza vital que lo destruya.

Las tres mujeres, decíamos, no paraban de darse consejos entre ellas. Una le decía a las otras dos, que no hablaran tan alto que molestaban a los otros clientes, pero decía esto casi a gritos, como en una revisión de la parábola griega del mentiroso. Y las otras dos no se enfadaban ni nada, pero les soltaban a la supuesta silenciosa, algún dialéctico dardo envenenado; pues tú no beses tanto a la gente, que te encanta, y la otra decía: Es que te encanta mucho. La besucona tampoco se enfadaba por este reproche, que no sé si verdaderamente era un reproche o una especie de código de conducta y ayuda mutua con el que se pertrechaban y advertían entre ellas de las más que posibles crueldades del mundo exterior. Sólo pusieron fin a la controversia a la hora de piropear a la camarera cuando les acercaba la bandeja con los zumos y los cafés descafeinados. Las dos chillonas la aclamaron con varios guapa, guapa, y guapa, como a la virgen del rocío, y la besucona, haciendo caso omiso a los consejos de las otras, le estampó dos sonoros besos en sendas mejillas a la sorprendida camarera, que tuvo que pensar que todas las tribulaciones de la hostelería, con esos clientes pejigueras, con esas señoronas que nunca encuentran apropiada la temperatura de sus cafés y con esos niñatos musculados que chasquean los dedos para avisarla como si fuera ella un animal doméstico, que todas esas tribulaciones merecían la pena si una mañana cualquiera, se la festejaba así y se la trataba con ese efímero cariño con que lo hacían aquellas tres mujeres.

De los tres hombres, dos tenían el semblante muy serio, como si estuvieran ya cansados de aquella vida que les había tocado vivir. Uno fumaba compulsivamente y no paraba de mirar hacia la nada, absorto y como si estuviera emporrado y el otro mojaba en el zumo de naranja un trozo de pan con mantequilla y mermelada. Cuando sacaba el chusco, succionaba ruidosamente y lanzaba fugaces miradas a la monitora, esperando ser abroncado por ella. Estos dos eran algo más viejos y sí se les notaba la edad. Su retraso mental o lo que fuera que padecían, los había agriado o quizá fuesen las pastillas que tenían que tomarse para no subirse por las farolas nada más salir del centro, o quizá ese amargor que tenían era fruto de años de exclusión, de burlas y de soledad, no se sabe, porque las mujeres del grupo no padecían a primera vista de esa angustia existencial y el muchacho, el tercer hombre, el que se me acercó estaba, como las mujeres, lleno de viveza y de alegría.

Los caminos de la tristeza son insondables; todos conocemos a personas afortunadas, con trabajo, pareja, techo, familia, que deambulan por la vida deprimidos y deprimentes, y sin embargo, todos hemos visto a los negros de los semáforos, vendiendo sus pañuelos de papel con una sonrisa generosa y llena de vida, como si los pusieran ahí los organismos oficiales del extinto estado del bienestar para que nos inyectaran a los transeúntes un poco de su alegría, como si estuvieran ahí para vestir de fiesta las esquinas de las ciudades.

El que se me acercó me preguntó mi nombre y se lo dije, me dio la mano y correspondí educadamente a su ofrecimiento. Volvió con el grupo, pero a los pocos minutos se acercó de nuevo, yo estaba leyendo un libro, fumando un cigarro y tomando un café, cada cosa a su tiempo, claro. El muchacho fue a buscarme un cenicero y me dijo; para que eches la ceniza, Juan. Le di las gracias un poco abrumado por esas atenciones y por la explicación inocente de la utilidad del cenicero. No tenía doblez ese “para que eches la ceniza” que pudiera querer decir; para que no la tires al suelo, so guarro. No, era simplemente una forma de pegar la hebra, de entablar conversación. Me preguntó; ¿Quieres que te traiga el Marca, Juan? Le dije que no, que ya estaba leyendo un libro. ¿Cómo se llama el libro, Juan? Se lo dije (y tenía cojones el título; silogismo de la amargura de Cioran) . ¿A qué te dedicas, Juan? . Cuando me preguntaba eso, la tutora del grupo ya empezaba a mirar la chico con cara de echarle la bronca. Quizá porque sentí que estaba mirando y por decorarme un poco delante de una muchacha tan guapa, le dije que era escritor. ¿Y cuántos libros has escrito, Juan?. Si esa pregunta me la hubiese hecho un capullo, que alguna vez así ha sido, le habría contestado que unos doscientos, todos ellos rozando la genialidad. Pero me la hizo aquel muchacho tan simpático y le contesté la triste verdad. ¿Y para qué escribes poesías, Juan? . Empecé a mirar alrededor no fuera que algún cabronazo estuviera por allí con una cámara oculta para partirse de risa con la escena. No sé, le contesté, la verdad es que no lo sé. ¿No tienes novia, Juan? ¿No estás casado? Preguntaba esto como si la única razón decente para escribir poesías fuese ligarse a una mujer y quién sabe si llevaba más razón que un santo. La tutora intervino ya de manera decisiva y le dijo, quiere uno pensar que con cierta coquetería, que esas cosas no se preguntaban.

Unos minutos después se marchaban todos, dejándome otra vez solo en aquella cafetería, con el tabaco, con el café frío, con Cioran y su pesimismo que el llama -al pesimismo- la elegancia de la ansiedad y con una duda terrible en la cabeza; a mi edad, con mis problemas, con mi ruina, con mi yo y con mis putas circunstancias, para qué coño escribes poesía, Juan.


miércoles, 12 de octubre de 2011

ME CAGO EN EL AMOR


La primera edad del asombro se nos olvida enseguida porque no tenemos todavía bien engrasados los engranajes de la memoria. Además, los asombros lo son tanto, son tan grandes, que apenas nos queda espacio o tiempo para reflexionar sobre ellos, los asumimos como lo hacen los cachorros de casi todas las especies y vamos desarrollándonos a la vez; con ellos, asombrados.

Estoy hablando de las primeras palabras que decimos al mundo; papá, mamá, caca..También estoy hablando de nuestros primeros pasos, tambaleantes como un borrachito y temerosos de, a tan tierna edad, rompernos la crisma y perder ya para siempre el uso de la razón que llegará en pocos años hasta nosotros haciéndonos, por fin, más listos que el chimpancé o que un gorrión. Hay que decir que algunos y algunas debieron sufrir ese lamentable percance – la caída fatal de la infancia- y se han quedado así, angelitos, no más listos que el gorrión y tan graciosos como el chimpancé.

Después vienen los asombros adolescentes, que esos sí los vamos guardando en el arca de nuestros recuerdos. El amor, ay, un poético cosquilleo que llega sin que uno sepa de dónde viene, que se conforma con las miradas, con los encuentros casuales, con los seguimientos discretos y con las visitas “casuales” también, a los lugares donde se pueda coincidir con la amada. Sólo para mirar y ser mirados, porque tardaremos meses en entablar conversación. Pero nos vale esa correspondencia, ese fugacidad , esa complicidad de niños chicos. 


El amor, ay, con todo su equipaje de cursilería y enajenación , que levanta un templo venerable y confuso de sentimientos que jamás habíamos conocido.

No sé si los muchachos y las muchachas de ahora, me refiero a los que tienen doce o trece años, siguen jugando a este teatro de las insinuaciones o, sin tanta lírica, directamente pasan a preguntarse quién de los dos lleva los condones en el bolso o en la cartera. Hace tantísimo que no está uno en el mercado del flirteo que se parecen más mis recuerdos del cortejo a los de Gustavo Adolfo Becker que a los de mis contemporáneos púberes.

La verdad es que con mis doce o trece años todo era muy lento y muy misterioso. Después de semanas, el roce de una mano, el beso en una mejilla, la risa y el contento de juntarse con la amada a la que todavía no habíamos confesado nuestra devoción por temor al rechazo, los paseos larguísimos en los que el mundo se detenía para escuchar el latido de nuestros corazones, sabiendo el mundo que esa fuerza maravillosa seguirá moviéndolo por los siglos de los siglos. 
También lo moverá al mundo el odio, eso lo sabe uno, pero hacia otra dirección y no queremos ir a esa parte, no nos interesa nada esa población de gorriones piando ni de chimpancés haciendo monerías. No todos los asombros son hermosos, la mayoría son un asco y la vida se va encargando de que nos quede clarito a todos, hermanos chimpancés y  hermanos gorriones incluidos.

Pero hablábamos del amor y llega el día que por fin ella te dice; vamos a dar un paseo que quiero hablar contigo. Y tu corazón late esta vez como el doble bombo de un batería de Trash Metal, y tiemblas como un gorrión y como un chimpancé haces esas monerías que sólo hace un chiquillo para que lo mire la chiquilla. Y ya estás dibujando en tu cabeza el momento culminante del beso en la boca, seguramente sin mucha lengua, un beso casto y precioso que guardaremos en nuestros labios durante toda la noche, cuando en la cama no seamos capaces de conciliar el sueño porque ella y su beso lo son todo en esos momentos y nada hay más importante que retenerlo y nada más deseado que repetirlo.

Pero pudo suceder que en ese paseo y en la confidencia prometida de la amada no nos esperaba un beso. Nos esperaba un carraspeo de la voz, una mirada dulce y sincera y una confesión que nos dolería más que si allí mismo, injustamente, nos hubiera un juez sentenciado a muerte.

Porque ahora resulta que, a pesar de toda esa complicidad y de todos los indicios, ella sólo te quiere como amigo, pero que como amigo te quiere una barbaridad y estaría encantada de que esa amistad que ella siente pudiera sobreponerse a tu desencanto amoroso.

Y a ti se te cae el alma y tu alma por el suelo como una sombra te sigue en esa noche que te habías prometido de dulces besos y aún más dulces caricias, y tu alma parece un rastro de orín apestoso, o una bilis, o una mancha como aquella que dejó un niño en Hiroshima, cuando lo de la bomba. Y te vas hasta un acantilado como los poetas románticos a culpar a Jesucristo de tu perra suerte.

Y desprecias al corazón por venderse a los indicios y como Tonino Carantone, te cagas en el amor y te preguntas si verdaderamente tú no fuiste uno de los que se partió la crisma tras sus primeros pasos, y culpas a tus padres por haberte ocultado que te partiste la crisma de chico y que eres bastante gilipollas desde entonces. Y para exorcisar los demonios del amor, esa noche te haces una paja como si fueras un chimpancé, pensando en ella, caída ella ya de las altas torres adonde la subiste sin que ella supiera nada ni nada tuviera que ver en tu novela trágica. Y como un gorrión cantas tristes canciones al amanecer.

Hasta que, unos días después, paseando tu tristeza chorreante por la plaza del pueblo, tropiezas con una muchacha, otra, que esgrime frente a ti una bellísima sonrisa, que te dice divertida que mires por dónde vas y con la que te disculpas titubeante mientras la ves alejarse ataviada con un traje de chaqueta celeste y celeste te parece todo en un momento como el cielo , y la chiquilla del traje de chaqueta celeste acaba de convertirse a tus ojos en un ángel del cielo y otra vez suenan lejanas y cursis melodías. Porque la chiquilla con la que has tropezado es la persona más guapa del mundo y su sonrisa podría redimir toda la pena con que la humanidad soporta la existencia y porque su dulzura podría hacer que se tambaleasen imperios y se abismaran fortunas. ..Y volvía el amor.







sábado, 8 de octubre de 2011

CONTRASTES




 
He visto a hombres que cuando se acercan cargados con su negocio de baratijas y tonterías de mercadillo se mantienen erguidos, no nos dirigen la palabra, hacen una seña para que observemos la triste mercancía que portan; los zarcillos, las pulseras, las muñequeras, los collares exóticos, las gafas de sol y los pañuelos- que si comprásemos el lote completo podríamos suplantar a algún artista de esos, como el loco de la colina, Keith Richards o Sarita Montiel- he visto, decía, a esos hombres que tienen que ganarse la vida con excentricidades y tonterías que ellos mismos jamás se colgarían. Te miran como si fueran príncipes de alguna lejana península negra y jamás pierden la dignidad por peregrinas que sean sus andanzas e industrias.

Y ha visto uno a mercaderes y empresarios con chalés y automóviles enormes, perder el culo por un cliente, desvivirse porque al político que le puede licitar la obra o favorecer en el concurso público no le falte ni gloria en esos almuerzos de negocios donde la dignidad de todos los comensales se escurre por los sumideros de la vergüenza. Los he visto ofrecerles a los orondos directores generales más comida y más vino, decirles lo buenos, guapos y divertidos que son, reírles las gracias al gerifalte forrado y llevárselos de putas a la hora de la sobremesa. No sabemos si una vez en la casa de citas, ellos mismos se aplicarían a jabonarles las ingles a los tiranuelos.

He visto a una duquesa octogenaria arrancarse en un baile por bulerías el día de su boda, un zapateado que dice más que cualquier discurso que pudiera esa mujer escribir, un zapateado que le dice al vulgo; 

Ea, esta soy yo y así he vivido siempre. Haciendo lo que me ha salido de ahí, festejando y cobrando millones mientras vuestros hijos se mueren de asco, catando las cúpulas del poder por una cuestión de sangre, herencia y escarnio histórico de un pueblo que no tuvo su revolución, que prefirió un levantamiento castizo, que promulgaba ante la ilustración ; vivan las caenas. Con dos cojones. Pues aquí me tenéis, amado pueblo, que venís una vez más a verme feliz mientras que vuestros días y vuestras noches se llenan de angustia, necesidad y dolor.”

He visto a otros aristócratas, estos sin abolengo ninguno, aristócratas de la clase obrera, olvidarse de las penurias de su origen y malversar el trabajo digno que tienen, perder la vida rellenando cucigramas en ergonómicas oficinas, tomarse muchos cafés a todas horas y organizar barbacoas cada vez que pueden con los compañeros de trabajo. Asistir entusiasmados a los juegos de simulación con que la clase media quiere alejarse como de la peste de la famélica legión .

Uno de ellos no concebía la razón por la que en las oficinas de correos de la ciudad había esas colas tan largas. ¿Todos estos pringados reciben cartas, paquetes certificados, telegramas desde lejanas costas? Me preguntaba el muchacho. No, hijo, todas estas gentes vienen a pagar, hoy que es día diez y se acaban de cobrar los subsidios del hambre, los recibos de la luz antes de que se produzca el corte definitivo, el teléfono, la multa...Pero mi amigo de afectación tan aristocrática como la duquesa no entraba en razón. “Joder, pues ya podían domiciliarlas y nos ahorraban a todos tiempo”

Hubiera sido muy largo, muy triste y muy inútil tratar de explicarle que hace años que estas personas no tienen un saldo positivo en la cuenta corriente, que todos los recibos llegan devueltos y vuelven, cargados de amenazas y rencor recaudatorio, en forma de cartas certificadas, en forma de último aviso, pero algo de todo esto quise contarle. ¡Pues que pongan dos colas!, concluyó el genio.

¿Cómo las llamarías? Le dije ya un poco picado: ¿La cola de los pobres y la cola de los otros? ¿El turno de la pena y el turno del bienestar? ¿La cola de la prosperidad y la cola de la ruina? . Mi amigo (dejémoslo en conocido) hizo algún aspaviento, como quien se quita una mosca gorda y fea de la cara, bromeó una miaja; este Gallardo, es que es un bohemio, así te va...y viendo que su solución tenía mil nombres; segregación, clasismo, fascismo embrionario, etc, etc, se largó. Mirando de vez en cuando atrás, no fuera que alguno de los jornaleros y parados que habían estado oyendo su gilipollez, anduviera siguiéndole para darle el paseíllo.

No queremos que a este fulano, ni a nadie, le den más cates que los dialécticos que, en su caso, son estrictamente necesarios. Hacer una pedagogía de la realidad, la que nos han enmascarado, para que ninguno sepamos quiénes nos acechan de verdad, quiénes nos amenazan. Desnudar de eufemismos la gran estafa y demostrar que es muy sencillo delimitar lo que es justo y lo que no. Porque ocurrirá que alguna vez tengamos que citar de memoria aquellos versos de Nicolás Guillén que transcribo aquí, como homenaje, como recordatorio y , quién sabe, si como advertencia.

No me dan pena los burgueses vencidos.
Y cuando pienso que van a dar me pena,
aprieto bien los dientes, y cierro bien los ojos.

Pienso en mis largos días sin zapatos ni rosas,
pienso en mis largos días sin sombrero ni nubes,
pienso en mis largos días sin camisa ni sueños,
pienso en mis largos días con mi piel prohibida,
pienso en mis largos días Y

No pase, por favor, esto es un club.
La nómina está llena.
No hay pieza en el hotel.
El señor ha salido.

Se busca una muchacha.
Fraude en las elecciones.
Gran baile para ciegos.

Cayó el premio mayor en Santa Clara.
Tómbola para huérfanos.
El caballero está en París.
La señora marquesa no recibe.
En fin Y

Que todo lo recuerdo y como todo lo recuerdo,
¿qué carajo me pide usted que haga?
Además, pregúnteles,
estoy seguro de que también
recuerdan ellos.




domingo, 2 de octubre de 2011

CONTRA LA VEJEZ


Hoy es el día de las personas mayores, así las llaman, y como si todos fueran nuestros padres o abuelos, se habla con gran respeto de esa circunstancia temporal, de ese triunfo sobre la muerte de los que han llegado a la senectud. Los noticieros se ponen babosos y nos los muestran con familiar cariño.

Habitualmente se prestigia la vejez, como si esa inminencia de la muerte dotara a los mayores de sabiduría, como si no hubiera en ellos, los mayores, sobre todo miedo y voluntad de sobrevivir algunos años, los que sean y casi como sea.

Como si por ser nuestros padres y abuelos no estuvieran ya en el mundo y anduvieran exentos de pecado, alejados de las tentaciones de la carne o la avaricia, atormentados por el deseo y pensativos frente a la vida que ha pasado, tan rápido, como una broma del tiempo.

La ilusión del viejito venerable, justo, sabio, cuya opinión merece la pena ser tenida en cuenta, se deshace en cuanto vamos a alguna fiesta de la llamada tercera edad y los vemos allí, bailando en lucha contra sus artrosis y sus crónicas lumbargias, el baile de los pajaritos. 

Esa sonrisa estúpida que a todos se les pone cuando, al ritmo del impío hombre orquesta del hotel, hacen su gimnasia danzarina, ese gregarismo de ir a visitar monumentos y a echarse fotos delante de los pórticos de las iglesias mientras una muchacha joven les arrea como al ganado, o les da veinte minutos para que compren tonterías y tipismos del pueblo visitado. Esa gula infantil pese a los consejos de los médicos de cabecera con que comen cualquier porquería que se les ponga en el plato y esos aplausos acríticos al grupo folclórico de cante y baile que les ameniza la merienda.

Y se pregunta uno; ¿A quién de estos/as mendrugos/as podría yo pedirle consejo?

El justo y el sabio, cuando aparecen por la vida, lo hacen porque siempre lo fueron o la mayor parte de su tiempo quisieron actuar con eso; sabiduría y justicia.

La edad no nos da nada nuevo, bueno sí; dolores que nunca sentimos, bultos que nacen de madrugada y que se descubren al amanecer, verrugas feísimas que no sabemos qué mensaje vienen a darnos, huesos que crujen como la madera vieja, pidiéndonos clemencia y reposo. La edad nos quita vigor y sobre todo nos quita esperanza.

Pero ocurre que en ellos, en los viejos, se proyecta siempre la sombra de nuestros padres y queremos honrarlos y para eso decimos que hay conocimiento y experiencia y que, aunque se pierda la dignidad al ir conducidos como borregos por las industrias del ocio y la hostelería, hay bajo el sombrero alguien al volante todavía.

Los viejos, vamos diciendo, el único plus que tienen es precisamente el de los años. Es mentira que sepa más el diablo por viejo que por demonio. Lo que sabe ese ángel del señor lo ha sabido siempre, por eso se puso flamenco con dios padre y por eso dios padre lo favoreció tanto, dándole para siempre la franquicia del pecado y la perversión.

Siempre hay excepciones que confirman la regla. Lo que dijo sobre la vejez La Rochefoucauld, nos parece un poco cruel, como todas las sentencias, pero bastante atinado:

La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte, todos los placeres de juventud.”

EL CHISME



Las personas quieren, cuando nos cuentan algo y se sienten cargadas de razón , sentir nuestra complicidad, saberse apoyadas por nosotros e incluso que echemos, en caso de controversia, un poquito más de leña al fuego y aportemos nuevos datos sobre la maldad, la estulticia o la vileza del criticado, pero – ay, hombre confiado- lo más torpe que podemos hacer , cuando alguien nos habla mal de sus seres queridos - padre, madre, esposa, marido o hijos-es darles la razón.

Da lo mismo que nos lo vayan poniendo verdes “porque hay que ver mi niña que es una lo que sea, o mi marido que es un lo que sea (casi siempre un machista) o mi padre que no echa una mano a mi madre que también tiene lo suyo, si no fuera por mí, porque mi cuñadita sólo va por allí para hartarse de dulces los domingos por la tarde y no te digo nada de mi hermano, el calzonazos de mi hermano...

Como te animes a corroborar alguno de sus argumentos ya la has liado, amigo. Quizá de las cuñadas/os o las suegras/os , se pueda todavía maliciar un poco y darles algunos sopapos críticos, pero no le toques jamás la madre a un hijo por mucho despecho que haya vertido sobre ella, para desahogarse contigo.

No le toques el marido a una señora, por mucho que lo haya tachado de cagajón insensible y machista.

Ni se te ocurra decirle a unos padres, pues sí, me parece a mi que vuestro hijo/a es un verdadero inútil, por más que ellos mismos te hayan facilitado todos los argumentos para llamarlo así; inútil, y hasta para darle un cate en cuanto lo veas aparecer.

Porque se trata, en realidad, de un desahogo y decir al maledicente íntimo que lleva razón es hacerle daño.

Ahí debemos exasperar nuestra esgrima dialéctica y ser capaces de apoyar sin ser demasiado explícitos, de comprender pero a la vez, disculpar al afrentado para que nadie sienta que su matrimonio es una estafa, que su tutelaje sobre los hijos un fracaso, que su relación con los progénitos una hazaña bélica llena de heridos, bombas que estallaron y daños colaterales.

También se da el caso contrario, que estén sacando las tiras del pellejo (qué expresión, es como una greguería del desafecto) a un conocido y tú te niegues rotundamente a participar de la fiesta. Eso molesta muchísimo porque el que critica o calumnia siempre cree que se le va a seguir la corriente, que se le van a pedir todos los detalles, mejor cuanto más escabrosos sean éstos. Es la costumbre, casi siempre por diversión o por su contrario; el aburrimiento, cuando se pone sobre la mesa de operaciones de la infamia la vida de alguien, casi todo el mundo se apunta a esa antropofagia de comerse crudo al pobre ausente.

El que vomita su rencor o su burla soporta muy mal que uno lo corrija. En su interior sabe que su discurso es de una gran vileza y se defiende mirándote como diciendo; ¿Tú qué? ¿te crees mejor que yo porque no entras al trapo? Y lo normal es que entonces sea cuando suelta el último as de su manga infectada; ¡Pues no te puedes ni imaginar lo que fulano dice de ti cuando tú no estás presente!

Lo mejor es irse, porque digas lo que digas será mal interpretado. Lo mejor es meterse las manos en los bolsillos y silbar una melodía y dejar a la jauría ladrando y que suenen esos aullidos cada vez más lejos, mientras va uno de su corazón a sus asuntos, como el poeta. 


domingo, 18 de septiembre de 2011

SIN CARETA



Yo creo que si asomara la cabeza por la televisión uno, concejal de cualquier cosa sin importancia, ya saben; educación, cultura, fiestas...y dijera este hombre con corbata o mujer con pamela:

Pues miren ustedes la temporada de playas, o la fiestas patronales, o lo que sea, de este año que recién acabamos, ha sido una verdadera mierda. Se lo digo yo, que lo he organizado con mi equipo y nos hemos montado una pachanga que no sé cómo no estamos todos detenidos

Yo creo que sentiría la sufrida población , tras declaraciones de esta jaez, una corriente fresca de simpatía por ese individuo/a.

También pienso que si saliese por fin el presidente del gobierno y se arremangara la chaqueta como los jugadores de póquer y en una alocución al parlamento y vía televisión al pueblo soberano, confesara:

Veremos a ver, ¿Ustedes de verdad se creen que yo mando algo todavía sobre los asuntos económicos? ¿Quién creen ustedes que me va a pagar a mí la pedazo de campaña de cartelitos y vídeos horteras que estamos preparando para las próximas elecciones? ¿La legión de paniguados, disciplinados y abúlicos militantes que andan por las provincias del partido buscando un carguito, un despacho, un sueldo, una roja alfombra que pisotear cada mañana? No, cojones, no; a mí me va a pagar mi verbena electoral uno de esos bancos, también llamados “mercados” que dominan el mundo.”

Pienso yo que en vez de la fatiga tan grande que nos produce el presidente del gobierno con sus tonterías y sus farsas democráticas, si saliera diciendo estas cosas podríamos de una vez echar la grandísima pota que llevamos guardando en nuestro maltrecho estómago durante estos últimos años. Y tras la vomitera no se arregla nada pero tenemos al menos localizado el asco.

También me gusta pensar en un locutor que mientras recita la noticia de que en los enfrentamientos con la policía se produjeron treinta heridos, veinte de ellos policías con contusiones de diversa consideración, parase el locutor su letanía de aburrimiento y le diera hacia atrás al vídeo de la noticia, como en la moviola del fútbol, y viéramos toda la audiencia con la boca abierta cómo iban ataviados esos policías, qué escudos, qué porras, qué físicos imponentes de guerrilleros del futuro gastaban esos policías.

Y que después nos asomara la cámara chivata a la primera línea de la manifestación y ahí, tuviésemos el primer plano de un canijo con rastas chillando muy fuerte, de una bellísima muchacha con piercing en la nariz diciendo casi todo el tiempo “hijos de puta” y , bueno, más o menos así todos; algún viejo luchador con su foulard palestino, otro medio hippie con pinta de haberse hartado de follar durante su juventud, denunciando la violencia. No sé, esa gente que le echa arrestos, coge la pancarta y pelea por los derechos de todos, que al final es una pelea por la vida.

Me gustaría, insisto, que a estas alturas el locutor le dijera a su audiencia;

¿y estos perro flautas han conseguido que de los treinta heridos, veinte de ellos sean policías? ¡Camaradas: la revolución es viable, posible y necesaria! Si hemos sido capaces de infringir esta derrota (veinte a diez) a la dotación de antidisturbios pertrechados de escudos, armas, gases y porras, con las misérrimas fuerzas de las que dispusimos; una piedra, una pancarta, un ejemplar encuadernado del Capital, ¡Ah, famélica legión; en cuanto tengamos un fusil de asalto ocupamos el palacio de la Moncloa, hacemos una carioca con el presidente y nos meamos de risa pintando la fachada de la Zarzuela con la tricolor!”.

Estaría muy bien. Quitarle las máscaras, las infinitas capas de maquillaje con las que se adorna la información.

Hacer un rotundo corte de mangas a este sistema que se desangra pero sólo por abajo, declarar a Botín persona non grata en ciudades, pueblos y pedanías, mofarse continuamente de la metáfora obscena de su apellido.
Espetarle a los democrátas de toda la vida que los de Bildu fueron democráticamente votados por las personas de ese territorio y que habrá que aceptar democráticamente el veredicto de las urnas, sobre todo cuando no hay bombas por medio. Que también hubieron muchas personas que les votaron a ellos y no pensamos que esas personas hayan perdido completamente la cabeza, o que votaron a Sandokan, el tigre de Marbella, en la Córdoba lejana y sola.

Decirle al mundo que el capricho, los intereses y la ambición de los EEUU han provocado ya más de un millón de muertos en Irak, el setenta y muchos por ciento civiles, haciendo buena aquella espantosa máxima que decía que para no morir en una guerra, lo mejor es ser militar.

Decirle a los voceros de la infamia que la parejita que se compró un piso que jamás podría pagar o que tardaría varias vidas en pagar no es la culpable de la crisis financiera. Que la esperanza es lo último que se perdió, ya está completamente perdida, sí, pero hubo un momento absurdo en el que todos pensamos que podríamos vivir bastante bien de nuestro jornal, algunos incluso pensaron que este era el mejor de los mundos posibles y se mofaban de otras experiencias políticas que buceaban en la liberación del hombre, o en el hombre nuevo, por más que el hombre nuevo se nos vistiera de anciano con uniforme verde olivo.

Una doméstica inversión de los valores informativos, un campo de minas sobre la información en el que nos estallara en la mismísima jeta la razón de los bombardeos en Libia, del silencio en Siria. Las imágenes de nuestro mundo chachi musicado por Shakira y sus caderas, pervertidas por instantáneas del dolor del desahuciado, de las colas en las casas de caridad, de las familias que en la era de los grandes adelantos tecnológicos pasan las noches alrededor de una vela porque les han cortado la luz, se bañan en los servicios de las estaciones de autobuses porque les han cortado el agua o se suicidan algunos de sus miembros porque les han ido robando la dignidad, la ilusión, la alegría.

Sacar en las portadas de los periódicos cada día la declaración de pena, de rabia, el grito rebelde de quienes no aceptan este sapo terrible que hemos de comernos cada día. Condenar al ostracismo y a la indiferencia el glamour y la aristocrática suficiencia de las celebridades, cantantes, escritores, opinólogos de mierda y demás ralea que ciega y ensordece el grito de guerra de los que ya no pueden más.

Dejar en ridículo siempre al que presume de coche, de casa, de fuerza, del tamaño de su falo, de su corazón de oro. Mandar callar por decencia intelectual al que se viene a culpar de los males de Europa al negro, al moro o al chino. Permitir que en esas mesas asquerosas por donde se vierten las bilis de la opinión fascistoide, tengan el mismo tiempo para perorar el obrero frente al abogado, el chino frente al mercachifle , el negro con su historia frente al obrero racista con la suya.

Ya lo decía Mussolini; el mundo no será fascista, pero estará fascistizado. Sólo falta que una parte de los pobres decida ir a por la otra parte de los pobres a los que se ha comprado con sueldos fijos, uniformes, porras, pistolas y togas.




sábado, 3 de septiembre de 2011

ARTISTAS INVITADOS


Si cayéramos mañana, en la batalla, víctimas del infarto de miocardio, del cáncer, de la depresión o del suicidio, vendrían a glosarnos y a rendirnos homenaje muchos de los que hoy afilan sus navajitas cada vez que nos ven pasar por delante suyo.
La muerte o la completa desgracia desactivan cuitas y rencores y pasa uno enseguida a formar parte de los mejores, los que siempre se van. Muerto el perro se acabó la rabia, dice el refrán, lo que no queda tan claro es si la rabia periclitada es sólo la del finado o se apacigua, con la muerte del perro, también la rabia de los que quieren ser enemigos.

Me da que sí, que acaso eso de morirse consigue que prescriban los odios, las envidias, los rencores que se hayan podido ir suscitando. Hasta el buen dios, no vio otra solución para la perfidia del mundo, que la muerte de su hijo, es decir la suya propia según la esquizofrénica poesía lírica de la trinidad. Por eso tranquiliza tanto a sus defensores la pena de muerte, que a nadie resucita ni nada soluciona, pero hace que el vengativo descanse por fin de su sed de venganza, que medio olvide de una vez la afrenta o el delito. Debe ser muy duro vivir odiando o envidiando, de ahí ese rictus como de estreñimiento severo con que muchas personas se manejan.

También, si mañana acabáramos para siempre nuestro deambular por este valle, nos quedarían muchas cosas que decir, muchas palabras de afecto que hemos ido dejando para después, para ese momento futuro de la vida en el que nos soñamos fuera de peligro y capaces de asir la paz.
Cuando esos pensamientos tenebrosos vienen al caletre es bueno llamar a alguien por teléfono rápidamente, quedar para tomarse una cerveza, fundar un colectivo de víctimas de la tristeza, abrazar a la mujer y a la hija que nos miran divertidas, como diciendo ya está este otra vez, qué querrá. Poner música de Mozart y dirigir la orquesta un rato, leerse de un tirón seis o siete poemas de Carlos Edmundo de Ory, comprarse alguna tontería de plástico en un chino, visitar a la madre, darle esa caricia tantas veces postergada, no sé; poner en orden los cariños para que no nos descubramos malversando el amor que nos han regalado, la amistad que nos ofrecen, la vida que nos dieron.

La suerte nos ha traído montoncitos de mierda que quisieran componer, así todos juntos, la gran sinfonía de hedor y diarrea, pero frente a esto, nos ha dado , como un regalo que nos hace suspirar y tirar hacia delante , algunos buenos amigos, muchos de ellos incompatibles entre sí y que, sin embargo, quieren estar con uno, echar el rato, hacernos favores cuando más lo necesitamos.

La nómina es lo suficientemente extensa como para llenar este folio virtual. No vamos a nombrarlos porque nos hemos ido basando en la discreción y el rigor formal para encontrarnos por las avenidas del mundo. A mí, como en la copla, me gusta tener un montón de amigos para así más fuerte poder cantar. Me gustan mis amigos guitarristas, bajistas, bateristas, poetas laureados y sin laurear, teatreros, politizados, jornaleros o aburguesados, versallescos o canallas. Cada uno tiene un nombre que puedo decir en voz alta y por el que puedo jugarme la cara en caso de que alguien venga a calumniarlos. 

 

Pero también hay una parte fea y grotesca a la que no deberíamos hacer ni caso. ¿Por qué los traemos aquí? ¿Estamos de verdad enfadados con alguien? ¿Acaso no comprendemos casi toda la maledicencia?

Hace ya algunos meses decidí administrar los comentarios que tiran (uso el verbo con toda la intención) algunos lectores al blog por donde me vierto (este verbo ha salido así, como un sarpullido y no me da la gana quitarlo) .

Sólo publico los comentarios laudatorio es una broma esto que hago conmigo mismo porque las alabanzas son muy escasas, raquíticas , pero cuando salta una, zas, la pillo al vuelo y la publico. Lo hago más que nada por irritar a los malvados que se ven condenados al ostracismo de mi brevísima península, que para eso es mía, hasta que me corten el internet.

Los espumarajos de un grupo o de un multiforme anónimo, qué sé yo, los mando directamente al cubo de la basura. En algún articulillo lo advertí, pero el crítico o los críticos fijos, no se dieron por aludidos o en realidad ni lo leen a uno, sólo le escupen, y ahí siguen, cada semana, con su biliosa cruzada , así que apenas empieza un servidor a leer su diatriba, le da a eliminar con el pulgar hacia abajo, como un Cesar en el circo romano, y me quedo tan pancho.

Escribir así, casi siempre en primera persona o perorando de lo que me pasa, es la única forma que tengo, que sé, de juntar palabras. Podría humillarme y decir que sé muy poco y que lo poco que sé me ha costado bastante aprenderlo. Leyendo mucho, quitándome de otros placeres más vanos como mirar la televisión o jugar al fútbol los viernes por la tarde. Fijándome en lo que saben los otros y absorbiendo lo que puedo de esos amigos míos, de sus tertulias, de su ejemplo, de sus militancias o de sus libros. Prestando mucha atención a los listos de la clase y pendiente de que se me pegue algo. Con todo esto he conseguido cierta prestancia, alguna capacidad de enhebrar la aguja de los argumentos y a veces, en los días buenos, hasta de los sentimientos.

Esas son las armas que tengo. Pocas y con la pólvora regular, es cierto. Como cierto es que al malo de mi novela le producen arcadas esta celebración de uno mismo que descubre en cada artículo que me lee, que me pregunto yo para qué ese mal rato, esas ganas de cabrearse con un fantasma. No puedo, sin embargo, administrar los – así llamados- comentarios que se producen en otras páginas que tienen a bien sacar mis artículos a consideración pública (ay qué frase) .

Pese a la fama de Narciso de barriada que pueda tener, jamas releo algo que haya escrito una vez publicado, me da cosa mirarme en ese espejo que como los del callejón del gato, representan siempre deformidades del estilo, ideas que pensamos que estaban bien cuando las escribíamos y que expuestas en la plaza, nos dan como grima, como vergüenza porque creímos escribir en la intimidad de nuestra torre y se ve uno como cuando lo graban en un vídeo; mas gordo, más feo, más raro de lo que uno creía que era. Ya digo; una vez publicado algo, a otra cosa.

Alguien me advierte entonces de los – así llamados- comentarios que inspira mi escritura en la concurrencia. No se cree que no los he leído nunca e insiste. Da igual, le digo, no tiene importancia hombre. Será seguramente cosa de un genio con fatiga, o de un bromista. Seguro que es eso; un bromista y un cachondo que se parte el pecho con esas cosas. Pero el amigo es tozudo se ha empeñado, así que me manda una recopilación de algunos de ellos por correo electrónico que ha cogido de las páginas llamadas “Sanlúcar digital” y Sanlúcar t.v.. Esta es una selección de los que me ha enviado. Los publico tal cual, con sus peculiaridades ortográficas y léxicas, para que vean que, ya puestos, pueden venirse- sólo un rato, eh- por aquí a convulsionar como la niña del exorcista la tranquilidad de esta alcoba.

Luz: Patético.

Lector: Deja de escribir tonterías, inten tas dartela de filósofo de barrio, de Sabinero e incluso de Javier Krahe, pero lo único que te sale son boberías. Dedica este espacio a otras noticias y no pierdas más el tiempo.

Esperpéntico: dejese de escribir adulaciones y dediquese a entender lo que es el sindicalismo.

Guillermo de Melk :Se ovaciona usted a si mismo, lo siento Gallardoski, ese truco es muy viejo.

Eligio Gonzalez: pues de nada joven, ya lo dijo alguien, al que usted le tiene muchas simpatias y le hace continuas reverencias, ¡si a mi vecino no le gusta como yo vivo pues que se mude!. O dicho mejor en el lenguaje "barramedazo",si no le gusta mi tierra, vuelvase al, coño de su madre total, para lo que usted aporta.

Ciudadano : No se como un medio como este permite publicar semejantes chorradas, y más con los tiempos que corren, donde debieran primar las noticias de interés y dejarnos de estas pamplinas de el señor este, que se aburre y escribe aquí.

Sevillano :Bien Baboski, bien

Lucía :Babosito

justiciero: Ah, pero si el malaespina tiene hasta su pequeño corazoncito y ahora resulta que piensa como un padre a la antigua usanza. No, si al final este malaespina se va a convertir en un asqueroso conservador.

Smiley: Yo, con perdón, tengo la impresión que todos estos comentarios, los ha escrito el mismo articulista, lo siento Gallardoski, pero ese truco ya es muy viejo.

Marga : Estas viejo y baboso, Gallardo, das pena. Mirate en el espejo, esas canas, esa cara de falso progre que quiso ser poeta, ten valor hombre para estar solo y dejalo ya... Ponte a leer en tu casa, estas muy visto, ten la dignidad de apartarte a un lado y en cualquier caso, aplaudir, solamente, desde el anden la carrera...

Eligio Gonzalez: la verdád, el articulo, es para dejar a la confitería Pozo sin merengas.

¿Ustedes creen que esto está bonito? Decirle estas cosas a un hombre de mi edad, con lo sensible que estoy...¡ay, criaturas!