domingo, 28 de octubre de 2012

PODER




Ver a ese hombre, con la perilla cana, dándole al badajo y pegando el campanazo porque su negociado de usuras y finanzas iba a empezar a cotizar en bolsa es una buena parábola, una poética justicia de la imagen que quedará para la posteridad. Tras su traje a medida, carísimo, su perilla casi troskista y su sardónica media sonrisa estaba y está la ruina de un país. Y esa ruina ya no es una depresión, una tristeza de las ciudades y sus habitantes. Esa ruina y sus tentáculos están asesinando o hiriendo gravemente a las personas.

Hay más; la diputada de uno de los dos partidos políticos que se turnan en el chollo de gobernar- creo que ellos a esa apropiación del poder le llaman alternancia- exclamando exaltada y posesa de sus telúricos sentimientos “que se jodan” cuando el sadismo del legislativo aprobaba otra vuelta de tuerca al vil garrote con el que ahorcan a los parados.

Y si nos ponemos a evocar fotogramas de estos tiempos, se nos vienen los bienaventurados mansos de la indignación haciendo una pacífica sentada y siendo apaleados por la policía. Los manifestantes perseguidos por la jauría hasta sus casas, la jauría buscando carne y sangre por los andenes de los metros de las grandes ciudades. Las personas que se creyeron el cuento aquel, tan bonito, de la vivienda digna, del trabajo, de la educación, de la sanidad. 

Los muchachos con pelusilla de barba cubriéndoles la cara conociendo muy bien todos los derechos que tienen y la policía, el brazo armado del poder, contestando literalmente al mozalbete que sus derechos se los pasaba  la policía por los cojones. Una bonita juventud  tocando sus guitarras acústicas en las plazas y componiendo eslóganes, la muchachada guapísima viviendo su bautismo de fuego, excitados por las novedades represoras  como si lo que vendrá o puede venirles encima no fuese con ellos. 

Las familias desalojadas de sus casas, las chabolas echadas abajo por los servicios municipales, las universidades otra vez como siempre ha sido, prohibidas para los hijos de la clase obrera, a no ser que esos hijos sean excelentes, medio genios que trabajarán en el futuro a las ordenes del mediocre que no preciso de la excelencia para estudiar.

Y ha escrito uno todo eso de arriba y ahora lo leemos y decimos que bueno, que vale, pero sobre todo musitamos para nosotros mismos: ¿Para qué? Es un cansancio intelectual, es constatar lo que sabe todo el mundo, es abrir el periódico y darle a uno pequeños espasmos morales, cómo es posible, serán hijos de puta, qué se habrán creído...

Y los telediarios son pena y fútbol. Y parece ser que mi enemigo tiene que ser un hombre que recibe cuatrocientos euros de subsidio y tiene, ese hombre, la desfachatez de hacer alguna chapuza, de currar escondido en un taller y ahora yo tengo que denunciarlo para ser un buen ciudadano. O al que han tiroteado desde todos los frentes y se le exige que cumpla con todas las normas tributarias mientras amnistían a la canalla millonaria, o al negro que además de tratar de ganarse el pan de cada día tiene que andar esquivando las batidas de caza de la policía. ¿Será que el poder en vez de esa omnipresente superestructura calculadora y fría, es más bien un cabronazo lleno de rencores y de odios? 

domingo, 14 de octubre de 2012

PROSAS DE LA EXPERIENCIA


Tras el café, el ojeo a la prensa y el primer cigarrito de la mañana, he dado  un paseo maravilloso, de esos míos que daba uno antes de los seis meses de calor. Un paseo por fin sin sudar,  por fin vestido como una persona normal y no como un guiri cateto con calzones cortos, estampadas camisetas de colores y sandalias, como los apóstoles. Nada de eso, hasta una ligerísima chaqueta de verano ha podido ponerse uno. Y como colofón a la caminata he terminado en esta cola en la que aguardo para que me metan en una bolsa de plástico unas tiritas de harina frita, churros mañaneros,  para llevar a la familia. La familia festeja más el detalle del padre,  que en el día feriado madruga para que consorte y prole se nutran, que el sabor del desayuno propiamente dicho. Casi siempre sobran muchos de estos churros y  suele ser el padre el que termina con el papelón, sintiendo ya toda la mañana una especie de lúbrico ardor de estómago, no sé si me explico.

 En la cola casi todo el mundo quiere contar su historia, confiar su biografía al primero que pase.  Somos unas diez personas y es extraño que uno se haya quedado a esperar, habiendo por delante tanta gente, creo que siete, si no se me cuela la maruja sulfurada que ya le ha dado, sin ser su turno, algunas instrucciones a la churrera y a su marido de cómo los quiere ella (los churros) y cuántas porras va a comprarles, como si con este adelanto de la fuerte inversión que va a hacer en el negocio,  pudiera corromperlos y se saltaran los dos comerciantes churreros la ordenada cola que hemos formado, civilizadamente y, milagro en estos tiempos convulsos, sin portar nadie ninguna pancarta. Debo estar esta mañana de muy buen humor.  Ni para ver la exposición de Velázquez en el museo del Prado aguanté la cola kilométrica de fanáticos pictóricos del sevillano. Esa cola era muy rara porque los cuadros que según el catálogo se exponían en el museo y que la gente iba a ver con tanta ansia y afición habían estado, que yo sepa, desde siempre en ese museo del Prado y tampoco teníamos noticias de que fueran a llevárselos  a otros  museos o a dárselos en prenda a los rusos, para lo de la revolución y la guerra.

El primero de la cola es el abuelo de alguien. Se le ve lustroso al hombre y vestido de domingo, con una de esas camisas cubanas con grandes bolsillos y el olor a loción de afeitar se siente desde mi posición (el octavo si no lo estropea la comadre que me sigue) Ese hombre llevará los churros a la casa porque los nietos se han quedado a dormir y es que los hijos tenían una fiesta, una barbacoa o un baile, no sé. El caso es que la pareja de septuagenarios han concedido una vez más y se han hecho cargo de los nietos. Cuando desayunen, el nieto de más edad se sentará con su tebeo en un sofá orejero que tiene el abuelo y el abuelo con su periódico, en el otro sofá. Le preguntará el nieto qué significa, abuelo, “malandrines” o por qué dice siempre el Capitán Trueno, cuando blande su espada ante el moraco traidor, ¡Santiago y cierra España! Y a saber qué explicación va a darle el abuelo, pero al nieto le valdrá. No me digan que estoy tonto perdido, que el nieto se pasará la mañana con los video juegos y que apenas mirará al abuelo. El hombre lleva bajo el brazo un ejemplar de tebeo y un periódico y para algo serán ¿no? Como mínimo para componer esta estampa.

Tras el abuelo hay un hombre joven, unos treinta años, es el que menos ha hablado durante esta tertulia (quitándome a mí, claro, que estoy de cronista) de vez en cuando, si la conversación de las comadres se distiende mucho, hace cosas con su teléfono móvil. Mandará mensajes, quizá mensajes clandestinos a una amante a la que no podrá ver hoy, hoy no cielo mío que ya sabes que tengo que cumplir con la parienta y con los niños. Comprando churros estoy, mi amor. Y la amante se sentirá tras esa inocente confesión de su adúltero amigo muy ofendida y muy triste, comprando churros, pensará la femme fatale que no le ha dicho nada al maromo cuando ha colgado, pero que  esa mañana suya,  de cotidianidad y de mínima alegría doméstica, la han puesto  a la amante de un humor horrible. Le hubiese dolido menos que el cabronazo en vez de ese: comprando churros estoy, mi amor, le hubiese dicho metiéndole el churro a mi señora esposa que me acaricia a su vez y con gran parsimonia los huevos.

Tras el adúltero hay dos señoras con sus sendos cardados y con fantasiosos tintes para su edad; una un color caoba intenso. La otra azul oscuro, casi negro, como la película de culto, que no se si han venido juntas, si son amigas desde siempre o si se han conocido aquí, en la cola, y han sentido que era este el principio de una hermosa amistad como en la otra película (de culto también). Estas dos mujeres parlotean de esto, de aquello, de lo otro…no profundizan en nada y con todo frivolizan un poco. Lo de la prima de riesgo, que hace unos años jamás hubiese pensado uno que se iba a encontrar con disquisiciones de ese tipo en la cola de una churrería, se lo saben más o menos. Lo de la herencia recibida, que es una forma de decir que la culpa de todo la tiene Zapatero, como Yoko Ono con el ocaso de The Beatles, también lo repiten con ese tonillo marujil con el que se habla hoy en las tertulias políticas de la televisión y de la radio. En realidad, lo que se ve a la legua, es que a estas dos les importa una mierda todo eso de lo que hablan, porque en cuanto aparece la figura de una famosa, folclórica que no sé si canta, baila o solamente excreta por los platós televisivos, su conversación toma un ritmo inusitado, los primos, los novios, un mayordomo, una hija que tiene la famosa, un marido que tuvo, un torero que canta o un cantante que torea, sabe dios, los euros que se embolsan por esa basura, el tiempo que está esa mujer tan famosa en la tele y quién le cuidará al niño que canta o que creo que torea y que es amigo del mayordomo, o del folclore aragonés. Hasta mi amigo el adúltero, ha dejado unos instantes sus persistentes mensajes de móvil a la amante, que a estas alturas estará ya llorando sobre un blanco almohadón de satén, en bragas también de satén y hasta posando un poco en su tristeza, como las artistas antiguas. Ha hecho alguna corrección, decía, mi amigo el adúltero y por lo visto el novio que canta de la famosa no es el culpable de su pregonada desgracia, parece que la culpa es del padre que tiene, que era cómico pero que ahora es drogadicto y no le hace ya gracia a nadie.

Los junta palabras de antes tenían, sentían, la obligación de irse al desierto del Sahara, a sentir allí el aguijón climático y el de los escorpiones. El viejo  Hemingway se corría sus aventuras y después, exhausto de experiencias y harto de follar, las plasmaba en papel. Los párrafos le salían fluidos, como disparos de su escopeta de cazador en África. Para mí eso ya no tiene mérito ninguno. Lo de follar y las aventuras sí, pero valerse de esos argumentos para la obra de uno, no, no vale. Así cualquiera. Yo creo que lo mío tiene mucho más mérito, dejando a una parte el talento, la excelencia literaria y el reconocimiento mundial, porque con la vida que uno lleva, con las costumbres tan previsibles, que si estuviéramos siendo seguidos o vigilados por un comando de asesinos lo iban a tener bien fácil para saber a qué horas hacemos las cosas y hasta por qué página vamos del libro de Curzio Malaparte que estamos leyendo. Ya digo, esto tiene un mérito, esté escrito como esté escrito, que esa es otra valoración que no me corresponde hacer a mí. Seré, lo sabe uno y me da lo mismo,  como mucho autor de la gran novela sobre la churrería.

Como me temía, la maruja sulfurada ha hecho unos hábiles movimientos estratégicos y se me ha intentado colar. Señora, he abierto por fin la boca, que me pidió la vez usted a mí, ¿no se acuerda? Vino usted muy displicente y moviéndose como una gallina en el corral y lanzó al aire la pregunta retórica ¿Quién es el último? Lo recuerdo perfectamente, señora, porque no dio usted ni los buenos días. El abuelo ni se interesó por su presencia porque él iba el primero y las vicisitudes del resto de la cola le importaban un pito, este de aquí, el del chándal tampoco dijo nada porque oculta algo, yo creo que una amante, señora. Y las dos contemporáneas suyas, ya ve, por seguir pegando la hebra son capaces de cederles a usted el sitio, pero yo no. Aunque tenga aquí, bajo el brazo, este librito de Curzio Malparte no soy ni pacifista ni nada de eso, y lo que usted no sabe es cómo me pongo cuando me enfado.

La churrera, para que no se enfade nadie y se monte así el tumulto, propone una solución salomónica. Saca un par de ruedas de churros bien hermosas y dice, a ver hombre, cuánto quiere la señora y cuánto quiere usted, que con estas dos hermosísimas ruedas vamos a deshacer el entuerto. A mí no me vale esa solución, no sé qué me ha pasado, es como si anduvieran subastando mi dignidad, sin embargo, cuando uno iba a decirle a la churrera que lo que íbamos a comprar eran dos euros con cincuenta de mercancía, mi acérrima enemiga ha cacareado con los brazos en jarras: Yo quiero veinte euros, simpática. ¡Veinte euros!, lo sabe uno porque ha ido observando las cantidades de porras y churros que se han llevado los que me antecedieron y veinte euros suponen  prácticamente las dos ruedas para su menda, si acaso quedarán unas miserables tiritas, más bien frías,  que tendrá uno que meter en una bolsa blanca y volver a la casa derrotado por la gallinácea impertinente. La churrera tras la oferta de la señora, me ha mirado como diciendo; qué quieres, picha, has perdido. Y no sé de dónde me ha salido esa voz que ha clamado, como Moisés en el desierto, y ha sentenciado, lenta, burlonamente; pues yo quiero veinticinco euros, guapa. Le he dicho guapa a la churrera no porque lo sea, que no lo es, ni porque tenga uno costumbre de hablar así, como los chulos,  sino porque mi contrincante le había dijo “simpática”.

Ahora viene lo peor, llegar a casa con este trofeo de guerra. ¿Cómo les explico que me he gastado más o menos el presupuesto del día en esta liza absurda? ¿Entenderán ellas que lo que estaba en juego era mucho más que un puesto en la cola, una bolsa de churros? ¿Las convenceré a las dos si les digo que, en cierto modo, la bronca y el dispendio churrero había sido un poco por ellas también, porque no se los comieran fríos, los churros, porque no considerarán a su padre una, a su marido la otra, un pusilánime y un cantamañanas?.

Y así hemos caminado hasta la casa, con todas estas cosas en la cabeza, sintiendo cómo se clavaba en mi espalda todavía la agraviada mirada de la maruja, también se me escaba una sonrisa de vez en cuando, la verdad. Por lo de la victoria que acababa de tener y por los dos kilos y medio de churros con los que vamos cargando y  que vamos a ver quién se los come ahora.

domingo, 7 de octubre de 2012

DIAGNÓSTICO




Me dice un médico - los pobres hablamos así: un médico- Los ricos no, los ricos dicen mi médico, mi chófer, mi contable. Lo que pagan, es decir lo que compran, es suyo.

Bien sabemos que no es nuestro médico. No come con nosotros ni viene a casa, a nuestras fiestas como en las series de la televisión. También es verdad que en casa no hay muchas fiestas. Las justas y sólo en las fechas muy señaladas. A lo mejor si anduviéramos todo el día de parranda como los golfos, tendríamos “nuestro médico”. Que se vendría a esas juergas con su maletín para ir tomándonos la presión arterial cada cinco güisquis y cada diez cigarros, qué sé yo,

Cuando nos dice un médico que le contemos lo que nos pasa, si nos dejaran, le haríamos allí mismo, en la consulta mientras los parroquianos de los ambulatorios se desesperan fuera, un relato minucioso de nuestra vida. Quizá comenzáramos por el principio; “Fíjese usted doctor, yo nací un día que dios estuvo enfermo, como Cesar Vallejo” O,  si estamos ese día estupendos, añadiríamos como Nietzsche ; “Eminencia, yo lo que tengo es que nací póstumo”.

Pero somos solidarios y sabemos que por mucho que le interese al médico nuestra patología, hay en la puerta de la consulta mujeres y hombres deseosos de que les alivien dolores, reales o ficticios, de que les administren pastillas o potingues como los chamanes. Así que abreviamos y decimos:  

Me pitan los oídos un poco y no sé si las cosas dan vuelta alrededor mío o soy yo el que rota en torno a ellas, unas dudas, señor doctor, de carácter universal como usted puede ir viendo. “Eppur si muove” Si me permite usted atribuirme la frase de Galileo y como sin embargo se mueve, vengo aquí a que me diga  usted si esta zozobra es para siempre ya, como otras tantas que vinieron para quedarse, o me voy a ir poniendo mejorcito”“

Bueno, pues el galeno, tras someterme a un reconocimiento harto divertido;  Me deja solo con los calzoncillos, como un cristito, cautivo del malestar general, motivo por el que acudo en busca de su sapiencia . Me da un pinchacito por aquí, un nada cariñoso apretujón por allí y  confirma mi sospecha más íntima:

-          Tiene usted vértigo periférico con aguda inclinación hacia la izquierda.

Un análisis, un diagnóstico rotundo y certero. ¡Vértigo periférico!, si eso me lo diagnostican en Rentería termino en el trullo tras una de esas redadas espectaculares de algún juez fotogénico.  No es nada grave, el vértigo periférico,  pero resulta muy molesto, añade para tranquilizarme.  Ya , ya, qué me va usted a contar, le digo.  Además puede provocar,  llegado el caso,  náuseas con cuadros de vómitos leves. ¡También acierta aquí esta eminencia del presentimiento y  la antropología!

Un ejemplo: Observo una foto y,  acaso por lo de la aguda inclinación a la izquierda de mi molesto vértigo,  una fatiguita ideológica me solivianta y las continencias últimas de mi maltrecho estómago se ponen vertiginosas y coléricas. En la foto, un policía es inmortalizado en el momento justo en que levanta su porra para ir, angelito, a estrellarla contra la espantada espalda de una muchacha manifestante. La cara del policía, no se ve, pero si se viera daría vértigo ese  impersonal odio hacia la manifestante, cuyo rostro expresa el miedo y también, ahora que sé lo que es,  cierto vértigo periférico.

Es lo que tiene la medicina poética, que se da cuenta de todo rápidamente.

Cuando me secuestró el estado para ir a cumplir con unas obligaciones militares contra las que no tuve la valentía de objetar, como ya iban haciendo muchos de mis amigos más arrojados, un romance que mantenía con una mujer se hallaba en pleno apogeo. El amor se había colado en cada rincón de mi cuartucho. Escribía para ella, cantaba por ella...y eyaculaba  sólo por ella .Era el amor. Pues tras separarme de ella para meterme en el cuartelillo y cumplir con el servicio militar obligatorio, me dieron unas fiebres, unos espasmos, unos misteriosos temblores. El comandante médico me espetó: Síndrome depresivo ansioso con crisis esporádicas de angustia. Eso era, y sigue siendo el amor: Un síndrome depresivo ansioso con crisis esporádicas de angustia. Un nuevo acierto para con mi persona de la medicina poética, de la medicina intuitiva.

Pero lo que más me ha impresionado es que esta inclinación a la izquierda, este-concedamos- izquierdismo,  sea patológico,  sea una enfermedad que- en contra de lo afirmado por el cinismo reaccionario- no se cura a los cuarenta. Nada que ver con lo leído, lo vivido, lo sufrido, las reflexiones, las carencias, las sospechas o los efluvios recibidos. Mi inclinación a la izquierda forma parte de la causalidad, del equipaje  que mi enfermedad neonata ya traía en su maletín genético. Me gusta, a pesar de todo,   mi dolencia y por ello la repito:  Vértigo Periférico con aguda inclinación hacia la izquierda. Ya sabemos que casi todos los diagnósticos son también sentencias, y eso parece éste mío, una sentencia.


Más de veinte años definiéndome poema tras poema, copla tras copla, más de veinte años vertiendo prosas  por los países del verso y  no daba con el quid de la cuestión.  Hay que ir al médico amigos, no puede uno estar toda la vida pensando ¿quién soy? ¿hacia dónde voy?  Siendo tan fácil y tan barato recibir las ansiadas respuestas existenciales, a saber; un ratito en pelotas (que hay que ver lo que se le esconde a uno el masculino atributo en cuanto está indefenso frente a la autoridad, ¿dónde se mete?) un par de pinchazos por aquí, un martillazo leve en la rodilla, alguna pose ridícula y, zas,  hay quien es capaz de acertar de lleno la enfermedad de uno,  como acierta el voraz cangrejo del cáncer en un pulmón de fumador o la certera aguja  chupasangre en el río de la vena de nuestro brazo.