jueves, 8 de agosto de 2013

VIRUS

A punto estaba de cuadrar el círculo de fuego, el poema. Me faltaba nada, una sílaba,  para que encajasen por fin la estética y el run run filosófico y de pronto, zas, la pantalla del ordenador se desfigura y aparece un mensaje coronado de logotipos y eslóganes de la policía nacional, la guardia civil, la hacienda pública…la banda, vamos, el golpe de estado, la llamada a la puerta de tu casa sabiendo que no es el lechero.

El estupor duró unos segundos, el tiempo de leer la tontería con la que justificaba ese virus informático su invasión. Fue muy sencillo detectar el timo; errores gramaticales, burradas de la concordancia y,  sobre todo,  la exigencia de cien euracos lo antes posible para perdonar los delitos que, al parecer, había uno cometido y que iban desde atentar contra los derechos de autor y de la propiedad intelectual, a la pederastia, pasando por el terrorismo. Como si dijéramos, todo lo execrable por el pensamiento moderno. Faltaba lo de la drogadicción porque parece difícil chutarse vía internet.

El virus es bastante ingenioso dentro de su mala leche y habrá quien busque la forma de pagar ese dinero antes de que la familia o los jefes,  tengan  que ver lo degenerado que se es o se ha sido.

Debo decir que ya conocía esta estafa, hace algún tiempo le sucedió a un buen amigo que me pidió, por favor, que fuese a socorrerlo porque, para más inri, la pantalla con las acusaciones le había salido en el ordenador de su novia que él estaba manejando en esos momentos.

 Había que vernos a los dos, sin haber hecho nada, ni ser culpables de otra cosa que de haberle visto el culo a bastantes señoritas y de alguna infructuosa búsqueda de Elsa Pataki en la coyunda, zascandileando en el modo seguro de Windows para crear otro usuario que fuese inocente y que pudiese desbaratar aquella inquisición cibernética.

Lo más llamativo – y lo más doloroso- era esa convicción de mi amigo: “Algo habré hecho”. Quizá alguna de esas protuberantes mozas no tuviese dieciocho años, o a lo mejor mi interés por el mundo árabe, por las causas de esta larvada guerra de guerrillas en la que vivimos, o mi curiosidad por descifrar las causas de que existan tantas personas que no quieren ser españoles. No sé, decía sulfurado mi amigo, medio en broma y medio en serio,  puestos a investigarme seguro que merezco la mazmorra, el paredón o el destierro.

Al final conseguí desmantelar la amenaza vírica. Y mi amigo, en agradecimiento, me quiso invitar a un montón de copas. Ya liberado, sin pensar si eso, tomarse unas cuantas copas con un amigo un día de diario, no estaría también penado por alguna institución o por algún observatorio para las buenas costumbres.

Yo no tuve esos temores, la verdad. La pornografía me parece una celebración fálica bastante aburrida cuyos cúlmenes son unas eyaculaciones admirables en alguna parte, cuanto más rara mejor, del cuerpo de la mujer. Gimnastas jadeantes en posturas ridículas. En su momento, cuando apareció el Emule, me bajé música para varias vidas, que por cierto ya no escucho nunca porque en You Tube está todo y con minimizar la pantalla tenemos música de fondo para todo el día. Y, en cuanto a  mis inquietudes geopolíticas las dirimo, todavía, en libros de papel. Es curioso, sin embargo, cómo ese primer momento, cuando somos acusados, todos hacemos un fugaz inventario de nuestras pequeñas fechorías. Tanto y tan bien nos ha acostumbrado la maledicencia contemporánea  a pensar mal del vecino. Tanto y tan bien se ha instalado la sospecha en nuestros corazones y aplicamos sin tapujos a cualquiera esa mendacidad, ese “Algo habrá hecho” que como en la fantasmagoría  Orwelliana nos aplicamos a nosotros mismos, como hizo mi amigo. Ese tristísimo:  Algo habré hecho”.