El estupor duró unos segundos, el tiempo de leer la tontería
con la que justificaba ese virus informático su invasión. Fue muy sencillo
detectar el timo; errores gramaticales, burradas de la concordancia y, sobre todo, la exigencia de cien euracos lo antes posible
para perdonar los delitos que, al parecer, había uno cometido y que iban desde
atentar contra los derechos de autor y de la propiedad intelectual, a la
pederastia, pasando por el terrorismo. Como si dijéramos, todo lo execrable por
el pensamiento moderno. Faltaba lo de la drogadicción porque parece difícil
chutarse vía internet.
El virus es bastante ingenioso dentro de su mala leche y habrá
quien busque la forma de pagar ese dinero antes de que la familia o los jefes, tengan que ver lo degenerado que se es o se ha sido.
Debo decir que ya conocía esta estafa, hace algún tiempo le
sucedió a un buen amigo que me pidió, por favor, que fuese a socorrerlo porque,
para más inri, la pantalla con las acusaciones le había salido en el ordenador
de su novia que él estaba manejando en esos momentos.
Había que vernos a
los dos, sin haber hecho nada, ni ser culpables de otra cosa que de haberle
visto el culo a bastantes señoritas y de alguna infructuosa búsqueda de Elsa
Pataki en la coyunda, zascandileando en el modo seguro de Windows para crear
otro usuario que fuese inocente y que pudiese desbaratar aquella inquisición
cibernética.
Lo más llamativo – y lo más doloroso- era esa convicción de
mi amigo: “Algo habré hecho”. Quizá alguna de esas protuberantes mozas no
tuviese dieciocho años, o a lo mejor mi interés por el mundo árabe, por las
causas de esta larvada guerra de guerrillas en la que vivimos, o mi curiosidad
por descifrar las causas de que existan tantas personas que no quieren ser
españoles. No sé, decía sulfurado mi amigo, medio en broma y medio en serio, puestos a investigarme seguro que merezco la
mazmorra, el paredón o el destierro.
Al final conseguí desmantelar la amenaza vírica. Y mi amigo,
en agradecimiento, me quiso invitar a un montón de copas. Ya liberado, sin
pensar si eso, tomarse unas cuantas copas con un amigo un día de diario, no
estaría también penado por alguna institución o por algún observatorio para las
buenas costumbres.
Yo no tuve esos temores, la verdad. La pornografía me parece
una celebración fálica bastante aburrida cuyos cúlmenes son unas eyaculaciones admirables
en alguna parte, cuanto más rara mejor, del cuerpo de la mujer. Gimnastas jadeantes
en posturas ridículas. En su momento, cuando apareció el Emule, me bajé música
para varias vidas, que por cierto ya no escucho nunca porque en You Tube está
todo y con minimizar la pantalla tenemos música de fondo para todo el día. Y,
en cuanto a mis inquietudes geopolíticas
las dirimo, todavía, en libros de papel. Es curioso, sin embargo, cómo ese
primer momento, cuando somos acusados, todos hacemos un fugaz inventario de
nuestras pequeñas fechorías. Tanto y tan bien nos ha acostumbrado la maledicencia
contemporánea a pensar mal del vecino.
Tanto y tan bien se ha instalado la sospecha en nuestros corazones y aplicamos sin
tapujos a cualquiera esa mendacidad, ese “Algo habrá hecho” que como en la
fantasmagoría Orwelliana nos aplicamos a
nosotros mismos, como hizo mi amigo. Ese tristísimo: “Algo habré hecho”.