lunes, 31 de octubre de 2011

IMAGEN, DEMOCRACIA Y BOMBAS




La poderosa fuerza de la imagen provoca siempre más de mil palabras, después de la imagen pudiera parecer que no valen nada las mil palabras suscitadas pero nuestras cabezas funcionan así; administrando el recuerdo, es decir; llenándolo de palabras. Dosificando los sentimientos, es decir; colmándolo de tretas, de excusas y hasta de extravagancias de la idea. Acumulando las palabras y las frases para hacernos así nuestra propia idea de las cosas y de la vida.

Todavía nos quedamos como hipnotizados cada vez que vemos por televisión las imágenes mil veces vistas de las torres gemelas atravesadas como por un sable moruno y cayendo ordenadamente sobre sí mismas, como en una demolición controlada, quién sabe.

Las imágenes nos vuelven locos, que se lo pregunten a google y las búsquedas más habituales que registra ese chivato cibernético: sexo, mujeres desnudas, orgías...Luego se acuesta uno en su cama y cierra los ojos y se aparecen como sibilas del erotismo enormes cantidades de carne, como en los mataderos. Tejidos eréctiles y carne vaginal enrojecida, penetrada, senos oscilantes, enormes falos tiesos como un ejército que sólo disparará licuado esperma. Una pesadilla. Y más si uno ha perdido el vergonzante hábito de acariciarse solo, como los monos, pero frente a la pantalla del ordenador. Una pesadilla, insisto, y una tristeza muy grandes. Recoger cuidadosamente los restos de esa onanista afición, limpiarse con un pañuelo y mirarse uno mismo tan indefenso, con los pantalones por las rodillas, con el pene cabizbajo y con una medio depresión asomándose por las esquinas de la vida.

Cuenta Javier Cercas en su libro “Anatomía de un instante” que casi todas las personas a las que entrevistó para hacer el mosaico sobre el 23-F , le decían lo que habían sentido ese día, cómo se habían inquietado en directo frente a la feroz chulería de los guardias armados, frente a esa soberbia macarra de los militares tomando o queriendo tomar, el poder. Lo curioso de la crónica es que las imágenes que todos los entrevistados juraban haber visto en directo mientras sucedían los acontecimientos , como si fueran estos un partido de fútbol, no las vio nadie hasta el día 24 de febrero. Pero la memoria es débil y se decora la fuerza de la imagen con la literatura que cada uno tenga a bien ponerle.

A mí me han horrorizado estos días las imágenes de Gadafi asesinado, la vileza de la jauría humana que golpeaba, zarandeaba, y por fin ejecutaba a un hombre herido.

“No conocéis la clemencia” y no sé yo si afirmaba o preguntaba Gadafi viendo lo que le esperaba en manos de esa gente, rebeldes, dicen, verdugos sin piedad que vivían la infamia como una fiesta, lanzando tiros al aire, gritando enloquecidos por la sangre y el horror, completamente drogados por la crueldad y las seducciones obscenas de la tortura. Las imágenes son una representación tan dura, tan real de las porquerías que un ser humano es capaz de infringir a su prójimo, que sólo recordarlas ahora, mientras escribo, me vuelve a poner los pelos de punta.

Concedamos que yo no sé nada de Libia, que seguramente ese Gadafi estaba tan borracho de poder que pudo terminar como una regadera con esas excentricidades de Jaimas, vírgenes centurionas, enardecidos discursos con proclamas anticuadas e insultos a los disidentes. Concedamos que uno no tiene mucha idea de cómo vivían los libios ese poder, de las tribulaciones que les hizo pasar el coronel con sus arrogancias, sus gafas de sol y su chulesca pose de dueño de cortijo.

Pero algo se sabe, datos, hechos, los repartos de tierras, las faraónicas obras que dieron agua y prosperidad a bastante gente que vivía por allí, no por París ni por Berlín, sino allí mismo; en el puto desierto. Los recursos petrolíferos que por lo visto Gadafi tenía intención de renacionalizar para poner coto a la corrupción que en los estamentos más altos del poder iban pudriendo los fundamentos revolucionarios en los que se quería sustentar el régimen.

Sabemos también que muchos de los intrigantes para que este, digamos espontáneo movimiento rebelde, tuviera entidad en Libia formaban parte de esa élite corrupta que acepta como síntoma inequívoco de instauración democrática un buen bombardeo de la OTAN. Esos patriotas que claman porque se les llene el cielo de bombarderos y aviones inteligentes que vayan arrasando la amadísima patria en pos de una vida mejor para los que queden, y como camino hacia un régimen de libertades para los que sobrevivan.

Concedamos, en fin, que uno no tiene ni idea de cómo vivían los libios con el coronel Gadafi, pero a la vez, admitamos que tú tampoco la tienes y que la mayoría de esputos dialécticos que te está inspirando este artículo, no porque tú argumentes a fuerza de escupitajos sino porque los míos te dan mucho asco y gran fatiga, forman parte de la inmensa espiral de propaganda que has ido engullendo, no de ahora, sino desde que naciste en esta parte buena del mundo.
Y, ay, sí sabemos cómo terminan y se desarrollan estas quirúrgicas operaciones de liberación que el nuevo colonialismo occidental viene ejecutando desde que se terminó la segunda guerra mundial hasta la fecha.

Tenemos maravillosos ejemplos en Afganistán y en Irak. Donde los paisanos de estas tierras se levantan cada mañana agradeciendo al imperio y sus adláteres las incendiadas libertades que les trajeron, la prosperidad de humo y bombas en la que viven, la democracia tóxica que les fue regalada tras varios cientos de miles de muertos y de operaciones de castigo. Qué asco.

Volviendo al horror de las imágenes de Gafafi ejecutado, me pregunto qué responsabilidades tendrán en el próximo y muy democrático gobierno de la Libia liberada los componentes de la caterva que aullaba de placer ante la captura del hombre. Qué premios recibirá el que apretó el gatillo, qué ministerio ocupará el que le dio al otrora gran hombre tres o cuatro bofetadas cuando estaba este indefenso y malherido, qué clase de gobierno van a componer estos rebeldes patriotas de la venganza, que se han ido fotografiando al lado de un cadáver como los cazadores antiguos, porque ya ni los cazadores hacen esa apología de la crueldad y la muerte. Les da vergüenza.


domingo, 23 de octubre de 2011

EL OFICIO DE POETA


El muchacho, para decirlo sin herir a nadie, tenía una minusvalía psíquica. No tenía rasgos característicos ni nada, pero en cuanto habló supe de inmediato que no andaba muy católico, para decirlo ahora en plan castizo. El muchacho no estaba solo, eran media docena, tres mujeres y tres hombres cada uno de ellos con alguna deficiencia mental, alguno con unos ojos oblicuos que delataban sus problemas sólo con echarles un vistazo, pero como he dicho, el que se me acercó no tenía ningún rasgo físico que lo pudiera definir. Era alto, bien parecido y, a pesar de cierta descoordinación en sus movimientos, no era exageradamente desgarbado, desde luego no lo era más que uno mismo, que según nos han ido contando, cuando caminamos movemos la cabeza de un hemisferio a otro y las manos nos cuelgan lacias y torpes como a los arlequines.

Habían ocupado un par de mesas en la terraza de la cafetería e iban todos ellos tutelados por una chica joven bellísima. Se produjo cierto ajetreo nada más tomar asiento la pandilla, porque todo el grupo quería sentarse muy cerca de la tutora, como los pollitos que siguen a la gallina madre hipnotizados por su seguridad y prestancia al caminar.
Las tres mujeres, en una edad imposible de determinar, eran mucho más alegres y espontáneas. Jugaban a ser señoras mayores- y a lo mejor lo eran pero ya se ha dicho; no se sabe qué años pudieran tener, quizá porque la edad se manifieste más en la dureza de la mirada o el desencanto que ésta pueda inspirar, que en la cantidad de arrugas que nos apuñalen el rostro. Estas tres mujeres no tenían dureza en sus miradas y si había desencanto, era un desencanto de niñas, un mohín que sabemos que siempre es fugaz y por eso lo nombramos mohín, porque es fugaz y enseguida pasa. Nada que ver con el rictus, que es un gesto, una mueca que el tiempo ha ido esculpiendo en el rostro y que no hay ya maquillaje, ni siquiera bienaventuranza vital que lo destruya.

Las tres mujeres, decíamos, no paraban de darse consejos entre ellas. Una le decía a las otras dos, que no hablaran tan alto que molestaban a los otros clientes, pero decía esto casi a gritos, como en una revisión de la parábola griega del mentiroso. Y las otras dos no se enfadaban ni nada, pero les soltaban a la supuesta silenciosa, algún dialéctico dardo envenenado; pues tú no beses tanto a la gente, que te encanta, y la otra decía: Es que te encanta mucho. La besucona tampoco se enfadaba por este reproche, que no sé si verdaderamente era un reproche o una especie de código de conducta y ayuda mutua con el que se pertrechaban y advertían entre ellas de las más que posibles crueldades del mundo exterior. Sólo pusieron fin a la controversia a la hora de piropear a la camarera cuando les acercaba la bandeja con los zumos y los cafés descafeinados. Las dos chillonas la aclamaron con varios guapa, guapa, y guapa, como a la virgen del rocío, y la besucona, haciendo caso omiso a los consejos de las otras, le estampó dos sonoros besos en sendas mejillas a la sorprendida camarera, que tuvo que pensar que todas las tribulaciones de la hostelería, con esos clientes pejigueras, con esas señoronas que nunca encuentran apropiada la temperatura de sus cafés y con esos niñatos musculados que chasquean los dedos para avisarla como si fuera ella un animal doméstico, que todas esas tribulaciones merecían la pena si una mañana cualquiera, se la festejaba así y se la trataba con ese efímero cariño con que lo hacían aquellas tres mujeres.

De los tres hombres, dos tenían el semblante muy serio, como si estuvieran ya cansados de aquella vida que les había tocado vivir. Uno fumaba compulsivamente y no paraba de mirar hacia la nada, absorto y como si estuviera emporrado y el otro mojaba en el zumo de naranja un trozo de pan con mantequilla y mermelada. Cuando sacaba el chusco, succionaba ruidosamente y lanzaba fugaces miradas a la monitora, esperando ser abroncado por ella. Estos dos eran algo más viejos y sí se les notaba la edad. Su retraso mental o lo que fuera que padecían, los había agriado o quizá fuesen las pastillas que tenían que tomarse para no subirse por las farolas nada más salir del centro, o quizá ese amargor que tenían era fruto de años de exclusión, de burlas y de soledad, no se sabe, porque las mujeres del grupo no padecían a primera vista de esa angustia existencial y el muchacho, el tercer hombre, el que se me acercó estaba, como las mujeres, lleno de viveza y de alegría.

Los caminos de la tristeza son insondables; todos conocemos a personas afortunadas, con trabajo, pareja, techo, familia, que deambulan por la vida deprimidos y deprimentes, y sin embargo, todos hemos visto a los negros de los semáforos, vendiendo sus pañuelos de papel con una sonrisa generosa y llena de vida, como si los pusieran ahí los organismos oficiales del extinto estado del bienestar para que nos inyectaran a los transeúntes un poco de su alegría, como si estuvieran ahí para vestir de fiesta las esquinas de las ciudades.

El que se me acercó me preguntó mi nombre y se lo dije, me dio la mano y correspondí educadamente a su ofrecimiento. Volvió con el grupo, pero a los pocos minutos se acercó de nuevo, yo estaba leyendo un libro, fumando un cigarro y tomando un café, cada cosa a su tiempo, claro. El muchacho fue a buscarme un cenicero y me dijo; para que eches la ceniza, Juan. Le di las gracias un poco abrumado por esas atenciones y por la explicación inocente de la utilidad del cenicero. No tenía doblez ese “para que eches la ceniza” que pudiera querer decir; para que no la tires al suelo, so guarro. No, era simplemente una forma de pegar la hebra, de entablar conversación. Me preguntó; ¿Quieres que te traiga el Marca, Juan? Le dije que no, que ya estaba leyendo un libro. ¿Cómo se llama el libro, Juan? Se lo dije (y tenía cojones el título; silogismo de la amargura de Cioran) . ¿A qué te dedicas, Juan? . Cuando me preguntaba eso, la tutora del grupo ya empezaba a mirar la chico con cara de echarle la bronca. Quizá porque sentí que estaba mirando y por decorarme un poco delante de una muchacha tan guapa, le dije que era escritor. ¿Y cuántos libros has escrito, Juan?. Si esa pregunta me la hubiese hecho un capullo, que alguna vez así ha sido, le habría contestado que unos doscientos, todos ellos rozando la genialidad. Pero me la hizo aquel muchacho tan simpático y le contesté la triste verdad. ¿Y para qué escribes poesías, Juan? . Empecé a mirar alrededor no fuera que algún cabronazo estuviera por allí con una cámara oculta para partirse de risa con la escena. No sé, le contesté, la verdad es que no lo sé. ¿No tienes novia, Juan? ¿No estás casado? Preguntaba esto como si la única razón decente para escribir poesías fuese ligarse a una mujer y quién sabe si llevaba más razón que un santo. La tutora intervino ya de manera decisiva y le dijo, quiere uno pensar que con cierta coquetería, que esas cosas no se preguntaban.

Unos minutos después se marchaban todos, dejándome otra vez solo en aquella cafetería, con el tabaco, con el café frío, con Cioran y su pesimismo que el llama -al pesimismo- la elegancia de la ansiedad y con una duda terrible en la cabeza; a mi edad, con mis problemas, con mi ruina, con mi yo y con mis putas circunstancias, para qué coño escribes poesía, Juan.


miércoles, 12 de octubre de 2011

ME CAGO EN EL AMOR


La primera edad del asombro se nos olvida enseguida porque no tenemos todavía bien engrasados los engranajes de la memoria. Además, los asombros lo son tanto, son tan grandes, que apenas nos queda espacio o tiempo para reflexionar sobre ellos, los asumimos como lo hacen los cachorros de casi todas las especies y vamos desarrollándonos a la vez; con ellos, asombrados.

Estoy hablando de las primeras palabras que decimos al mundo; papá, mamá, caca..También estoy hablando de nuestros primeros pasos, tambaleantes como un borrachito y temerosos de, a tan tierna edad, rompernos la crisma y perder ya para siempre el uso de la razón que llegará en pocos años hasta nosotros haciéndonos, por fin, más listos que el chimpancé o que un gorrión. Hay que decir que algunos y algunas debieron sufrir ese lamentable percance – la caída fatal de la infancia- y se han quedado así, angelitos, no más listos que el gorrión y tan graciosos como el chimpancé.

Después vienen los asombros adolescentes, que esos sí los vamos guardando en el arca de nuestros recuerdos. El amor, ay, un poético cosquilleo que llega sin que uno sepa de dónde viene, que se conforma con las miradas, con los encuentros casuales, con los seguimientos discretos y con las visitas “casuales” también, a los lugares donde se pueda coincidir con la amada. Sólo para mirar y ser mirados, porque tardaremos meses en entablar conversación. Pero nos vale esa correspondencia, ese fugacidad , esa complicidad de niños chicos. 


El amor, ay, con todo su equipaje de cursilería y enajenación , que levanta un templo venerable y confuso de sentimientos que jamás habíamos conocido.

No sé si los muchachos y las muchachas de ahora, me refiero a los que tienen doce o trece años, siguen jugando a este teatro de las insinuaciones o, sin tanta lírica, directamente pasan a preguntarse quién de los dos lleva los condones en el bolso o en la cartera. Hace tantísimo que no está uno en el mercado del flirteo que se parecen más mis recuerdos del cortejo a los de Gustavo Adolfo Becker que a los de mis contemporáneos púberes.

La verdad es que con mis doce o trece años todo era muy lento y muy misterioso. Después de semanas, el roce de una mano, el beso en una mejilla, la risa y el contento de juntarse con la amada a la que todavía no habíamos confesado nuestra devoción por temor al rechazo, los paseos larguísimos en los que el mundo se detenía para escuchar el latido de nuestros corazones, sabiendo el mundo que esa fuerza maravillosa seguirá moviéndolo por los siglos de los siglos. 
También lo moverá al mundo el odio, eso lo sabe uno, pero hacia otra dirección y no queremos ir a esa parte, no nos interesa nada esa población de gorriones piando ni de chimpancés haciendo monerías. No todos los asombros son hermosos, la mayoría son un asco y la vida se va encargando de que nos quede clarito a todos, hermanos chimpancés y  hermanos gorriones incluidos.

Pero hablábamos del amor y llega el día que por fin ella te dice; vamos a dar un paseo que quiero hablar contigo. Y tu corazón late esta vez como el doble bombo de un batería de Trash Metal, y tiemblas como un gorrión y como un chimpancé haces esas monerías que sólo hace un chiquillo para que lo mire la chiquilla. Y ya estás dibujando en tu cabeza el momento culminante del beso en la boca, seguramente sin mucha lengua, un beso casto y precioso que guardaremos en nuestros labios durante toda la noche, cuando en la cama no seamos capaces de conciliar el sueño porque ella y su beso lo son todo en esos momentos y nada hay más importante que retenerlo y nada más deseado que repetirlo.

Pero pudo suceder que en ese paseo y en la confidencia prometida de la amada no nos esperaba un beso. Nos esperaba un carraspeo de la voz, una mirada dulce y sincera y una confesión que nos dolería más que si allí mismo, injustamente, nos hubiera un juez sentenciado a muerte.

Porque ahora resulta que, a pesar de toda esa complicidad y de todos los indicios, ella sólo te quiere como amigo, pero que como amigo te quiere una barbaridad y estaría encantada de que esa amistad que ella siente pudiera sobreponerse a tu desencanto amoroso.

Y a ti se te cae el alma y tu alma por el suelo como una sombra te sigue en esa noche que te habías prometido de dulces besos y aún más dulces caricias, y tu alma parece un rastro de orín apestoso, o una bilis, o una mancha como aquella que dejó un niño en Hiroshima, cuando lo de la bomba. Y te vas hasta un acantilado como los poetas románticos a culpar a Jesucristo de tu perra suerte.

Y desprecias al corazón por venderse a los indicios y como Tonino Carantone, te cagas en el amor y te preguntas si verdaderamente tú no fuiste uno de los que se partió la crisma tras sus primeros pasos, y culpas a tus padres por haberte ocultado que te partiste la crisma de chico y que eres bastante gilipollas desde entonces. Y para exorcisar los demonios del amor, esa noche te haces una paja como si fueras un chimpancé, pensando en ella, caída ella ya de las altas torres adonde la subiste sin que ella supiera nada ni nada tuviera que ver en tu novela trágica. Y como un gorrión cantas tristes canciones al amanecer.

Hasta que, unos días después, paseando tu tristeza chorreante por la plaza del pueblo, tropiezas con una muchacha, otra, que esgrime frente a ti una bellísima sonrisa, que te dice divertida que mires por dónde vas y con la que te disculpas titubeante mientras la ves alejarse ataviada con un traje de chaqueta celeste y celeste te parece todo en un momento como el cielo , y la chiquilla del traje de chaqueta celeste acaba de convertirse a tus ojos en un ángel del cielo y otra vez suenan lejanas y cursis melodías. Porque la chiquilla con la que has tropezado es la persona más guapa del mundo y su sonrisa podría redimir toda la pena con que la humanidad soporta la existencia y porque su dulzura podría hacer que se tambaleasen imperios y se abismaran fortunas. ..Y volvía el amor.







sábado, 8 de octubre de 2011

CONTRASTES




 
He visto a hombres que cuando se acercan cargados con su negocio de baratijas y tonterías de mercadillo se mantienen erguidos, no nos dirigen la palabra, hacen una seña para que observemos la triste mercancía que portan; los zarcillos, las pulseras, las muñequeras, los collares exóticos, las gafas de sol y los pañuelos- que si comprásemos el lote completo podríamos suplantar a algún artista de esos, como el loco de la colina, Keith Richards o Sarita Montiel- he visto, decía, a esos hombres que tienen que ganarse la vida con excentricidades y tonterías que ellos mismos jamás se colgarían. Te miran como si fueran príncipes de alguna lejana península negra y jamás pierden la dignidad por peregrinas que sean sus andanzas e industrias.

Y ha visto uno a mercaderes y empresarios con chalés y automóviles enormes, perder el culo por un cliente, desvivirse porque al político que le puede licitar la obra o favorecer en el concurso público no le falte ni gloria en esos almuerzos de negocios donde la dignidad de todos los comensales se escurre por los sumideros de la vergüenza. Los he visto ofrecerles a los orondos directores generales más comida y más vino, decirles lo buenos, guapos y divertidos que son, reírles las gracias al gerifalte forrado y llevárselos de putas a la hora de la sobremesa. No sabemos si una vez en la casa de citas, ellos mismos se aplicarían a jabonarles las ingles a los tiranuelos.

He visto a una duquesa octogenaria arrancarse en un baile por bulerías el día de su boda, un zapateado que dice más que cualquier discurso que pudiera esa mujer escribir, un zapateado que le dice al vulgo; 

Ea, esta soy yo y así he vivido siempre. Haciendo lo que me ha salido de ahí, festejando y cobrando millones mientras vuestros hijos se mueren de asco, catando las cúpulas del poder por una cuestión de sangre, herencia y escarnio histórico de un pueblo que no tuvo su revolución, que prefirió un levantamiento castizo, que promulgaba ante la ilustración ; vivan las caenas. Con dos cojones. Pues aquí me tenéis, amado pueblo, que venís una vez más a verme feliz mientras que vuestros días y vuestras noches se llenan de angustia, necesidad y dolor.”

He visto a otros aristócratas, estos sin abolengo ninguno, aristócratas de la clase obrera, olvidarse de las penurias de su origen y malversar el trabajo digno que tienen, perder la vida rellenando cucigramas en ergonómicas oficinas, tomarse muchos cafés a todas horas y organizar barbacoas cada vez que pueden con los compañeros de trabajo. Asistir entusiasmados a los juegos de simulación con que la clase media quiere alejarse como de la peste de la famélica legión .

Uno de ellos no concebía la razón por la que en las oficinas de correos de la ciudad había esas colas tan largas. ¿Todos estos pringados reciben cartas, paquetes certificados, telegramas desde lejanas costas? Me preguntaba el muchacho. No, hijo, todas estas gentes vienen a pagar, hoy que es día diez y se acaban de cobrar los subsidios del hambre, los recibos de la luz antes de que se produzca el corte definitivo, el teléfono, la multa...Pero mi amigo de afectación tan aristocrática como la duquesa no entraba en razón. “Joder, pues ya podían domiciliarlas y nos ahorraban a todos tiempo”

Hubiera sido muy largo, muy triste y muy inútil tratar de explicarle que hace años que estas personas no tienen un saldo positivo en la cuenta corriente, que todos los recibos llegan devueltos y vuelven, cargados de amenazas y rencor recaudatorio, en forma de cartas certificadas, en forma de último aviso, pero algo de todo esto quise contarle. ¡Pues que pongan dos colas!, concluyó el genio.

¿Cómo las llamarías? Le dije ya un poco picado: ¿La cola de los pobres y la cola de los otros? ¿El turno de la pena y el turno del bienestar? ¿La cola de la prosperidad y la cola de la ruina? . Mi amigo (dejémoslo en conocido) hizo algún aspaviento, como quien se quita una mosca gorda y fea de la cara, bromeó una miaja; este Gallardo, es que es un bohemio, así te va...y viendo que su solución tenía mil nombres; segregación, clasismo, fascismo embrionario, etc, etc, se largó. Mirando de vez en cuando atrás, no fuera que alguno de los jornaleros y parados que habían estado oyendo su gilipollez, anduviera siguiéndole para darle el paseíllo.

No queremos que a este fulano, ni a nadie, le den más cates que los dialécticos que, en su caso, son estrictamente necesarios. Hacer una pedagogía de la realidad, la que nos han enmascarado, para que ninguno sepamos quiénes nos acechan de verdad, quiénes nos amenazan. Desnudar de eufemismos la gran estafa y demostrar que es muy sencillo delimitar lo que es justo y lo que no. Porque ocurrirá que alguna vez tengamos que citar de memoria aquellos versos de Nicolás Guillén que transcribo aquí, como homenaje, como recordatorio y , quién sabe, si como advertencia.

No me dan pena los burgueses vencidos.
Y cuando pienso que van a dar me pena,
aprieto bien los dientes, y cierro bien los ojos.

Pienso en mis largos días sin zapatos ni rosas,
pienso en mis largos días sin sombrero ni nubes,
pienso en mis largos días sin camisa ni sueños,
pienso en mis largos días con mi piel prohibida,
pienso en mis largos días Y

No pase, por favor, esto es un club.
La nómina está llena.
No hay pieza en el hotel.
El señor ha salido.

Se busca una muchacha.
Fraude en las elecciones.
Gran baile para ciegos.

Cayó el premio mayor en Santa Clara.
Tómbola para huérfanos.
El caballero está en París.
La señora marquesa no recibe.
En fin Y

Que todo lo recuerdo y como todo lo recuerdo,
¿qué carajo me pide usted que haga?
Además, pregúnteles,
estoy seguro de que también
recuerdan ellos.




domingo, 2 de octubre de 2011

CONTRA LA VEJEZ


Hoy es el día de las personas mayores, así las llaman, y como si todos fueran nuestros padres o abuelos, se habla con gran respeto de esa circunstancia temporal, de ese triunfo sobre la muerte de los que han llegado a la senectud. Los noticieros se ponen babosos y nos los muestran con familiar cariño.

Habitualmente se prestigia la vejez, como si esa inminencia de la muerte dotara a los mayores de sabiduría, como si no hubiera en ellos, los mayores, sobre todo miedo y voluntad de sobrevivir algunos años, los que sean y casi como sea.

Como si por ser nuestros padres y abuelos no estuvieran ya en el mundo y anduvieran exentos de pecado, alejados de las tentaciones de la carne o la avaricia, atormentados por el deseo y pensativos frente a la vida que ha pasado, tan rápido, como una broma del tiempo.

La ilusión del viejito venerable, justo, sabio, cuya opinión merece la pena ser tenida en cuenta, se deshace en cuanto vamos a alguna fiesta de la llamada tercera edad y los vemos allí, bailando en lucha contra sus artrosis y sus crónicas lumbargias, el baile de los pajaritos. 

Esa sonrisa estúpida que a todos se les pone cuando, al ritmo del impío hombre orquesta del hotel, hacen su gimnasia danzarina, ese gregarismo de ir a visitar monumentos y a echarse fotos delante de los pórticos de las iglesias mientras una muchacha joven les arrea como al ganado, o les da veinte minutos para que compren tonterías y tipismos del pueblo visitado. Esa gula infantil pese a los consejos de los médicos de cabecera con que comen cualquier porquería que se les ponga en el plato y esos aplausos acríticos al grupo folclórico de cante y baile que les ameniza la merienda.

Y se pregunta uno; ¿A quién de estos/as mendrugos/as podría yo pedirle consejo?

El justo y el sabio, cuando aparecen por la vida, lo hacen porque siempre lo fueron o la mayor parte de su tiempo quisieron actuar con eso; sabiduría y justicia.

La edad no nos da nada nuevo, bueno sí; dolores que nunca sentimos, bultos que nacen de madrugada y que se descubren al amanecer, verrugas feísimas que no sabemos qué mensaje vienen a darnos, huesos que crujen como la madera vieja, pidiéndonos clemencia y reposo. La edad nos quita vigor y sobre todo nos quita esperanza.

Pero ocurre que en ellos, en los viejos, se proyecta siempre la sombra de nuestros padres y queremos honrarlos y para eso decimos que hay conocimiento y experiencia y que, aunque se pierda la dignidad al ir conducidos como borregos por las industrias del ocio y la hostelería, hay bajo el sombrero alguien al volante todavía.

Los viejos, vamos diciendo, el único plus que tienen es precisamente el de los años. Es mentira que sepa más el diablo por viejo que por demonio. Lo que sabe ese ángel del señor lo ha sabido siempre, por eso se puso flamenco con dios padre y por eso dios padre lo favoreció tanto, dándole para siempre la franquicia del pecado y la perversión.

Siempre hay excepciones que confirman la regla. Lo que dijo sobre la vejez La Rochefoucauld, nos parece un poco cruel, como todas las sentencias, pero bastante atinado:

La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte, todos los placeres de juventud.”

EL CHISME



Las personas quieren, cuando nos cuentan algo y se sienten cargadas de razón , sentir nuestra complicidad, saberse apoyadas por nosotros e incluso que echemos, en caso de controversia, un poquito más de leña al fuego y aportemos nuevos datos sobre la maldad, la estulticia o la vileza del criticado, pero – ay, hombre confiado- lo más torpe que podemos hacer , cuando alguien nos habla mal de sus seres queridos - padre, madre, esposa, marido o hijos-es darles la razón.

Da lo mismo que nos lo vayan poniendo verdes “porque hay que ver mi niña que es una lo que sea, o mi marido que es un lo que sea (casi siempre un machista) o mi padre que no echa una mano a mi madre que también tiene lo suyo, si no fuera por mí, porque mi cuñadita sólo va por allí para hartarse de dulces los domingos por la tarde y no te digo nada de mi hermano, el calzonazos de mi hermano...

Como te animes a corroborar alguno de sus argumentos ya la has liado, amigo. Quizá de las cuñadas/os o las suegras/os , se pueda todavía maliciar un poco y darles algunos sopapos críticos, pero no le toques jamás la madre a un hijo por mucho despecho que haya vertido sobre ella, para desahogarse contigo.

No le toques el marido a una señora, por mucho que lo haya tachado de cagajón insensible y machista.

Ni se te ocurra decirle a unos padres, pues sí, me parece a mi que vuestro hijo/a es un verdadero inútil, por más que ellos mismos te hayan facilitado todos los argumentos para llamarlo así; inútil, y hasta para darle un cate en cuanto lo veas aparecer.

Porque se trata, en realidad, de un desahogo y decir al maledicente íntimo que lleva razón es hacerle daño.

Ahí debemos exasperar nuestra esgrima dialéctica y ser capaces de apoyar sin ser demasiado explícitos, de comprender pero a la vez, disculpar al afrentado para que nadie sienta que su matrimonio es una estafa, que su tutelaje sobre los hijos un fracaso, que su relación con los progénitos una hazaña bélica llena de heridos, bombas que estallaron y daños colaterales.

También se da el caso contrario, que estén sacando las tiras del pellejo (qué expresión, es como una greguería del desafecto) a un conocido y tú te niegues rotundamente a participar de la fiesta. Eso molesta muchísimo porque el que critica o calumnia siempre cree que se le va a seguir la corriente, que se le van a pedir todos los detalles, mejor cuanto más escabrosos sean éstos. Es la costumbre, casi siempre por diversión o por su contrario; el aburrimiento, cuando se pone sobre la mesa de operaciones de la infamia la vida de alguien, casi todo el mundo se apunta a esa antropofagia de comerse crudo al pobre ausente.

El que vomita su rencor o su burla soporta muy mal que uno lo corrija. En su interior sabe que su discurso es de una gran vileza y se defiende mirándote como diciendo; ¿Tú qué? ¿te crees mejor que yo porque no entras al trapo? Y lo normal es que entonces sea cuando suelta el último as de su manga infectada; ¡Pues no te puedes ni imaginar lo que fulano dice de ti cuando tú no estás presente!

Lo mejor es irse, porque digas lo que digas será mal interpretado. Lo mejor es meterse las manos en los bolsillos y silbar una melodía y dejar a la jauría ladrando y que suenen esos aullidos cada vez más lejos, mientras va uno de su corazón a sus asuntos, como el poeta.