sábado, 30 de marzo de 2013

TERRIBLES OCHENTA





Lo moderno se queda anticuado enseguida, ya sé que esto es una obviedad y que es  la esencia de la moda, pero los muy modernos cuando inmersos en esa suerte de arrogancia despectiva -yo voy a la última y tú no, tú eres un paleto- no suelen caer en que esos trapos y peinados que hoy están exhibiendo como un trofeo del gusto, dentro de nada, serán muy ridículos.

Los años ochenta, por lo que fuere, estuvieron plagados de gente modernísima. Ahora,  cuando vemos imágenes de ese tiempo,  nos da la risa floja  y cuando testimonian las fotografías que hubo una época en que  las personas vestían así, como si hubiesen salido de una enfermedad,  no sé; la polio por ejemplo, asumimos lo fugaz que es todo y como las tiranías de la moda abismaron a personas que pensábamos normales a esa barbarie de hombreras en las chaquetas, guardapolvos para irse a lo del baile, cardados de fantasía con mechas inverosímiles y todo un repertorio de cosas dañinas para la salud mental.

Vemos una fotografía de un señor paseando por las calles en 1915, y nos parece ese señor más de nuestra época, más contemporáneo,  que esas de los años ochenta como salidas de una pesadilla de Almodóvar (dios, da escalofríos pensarlo) , con tantos colores que a fuerza de querer desprenderse de la tristeza y la depresión de los años oscuros, producen un cansancio visual (e intelectual) comparable a una tarde en la feria de Arco.

Porque esa es otra; la moda artística. Yo creo que como andaban estos muchachos y muchachas todo el día de fiesta en fiesta, bebiéndose sus buenos cuba libres y metiéndose tiritos en los retretes, no tenían mucho tiempo para cuidar su obra. Pero era un bucle, porque muchos de ellos, pintores, diseñadores, poetas rarísimos, si no llevaban su pachanga a las galerías de arte o a los colegios mayores, no eran invitados a las fiestas para ajumarse y ponerse ciegos perdidos de cocaína, de manera que algo tenían que hacer y entre vomitera y sudores, sacaban los pinceles y plasmaban allí, como colofón a todas esas nocturnidades, su churrete de colores, o sus poesías, o sus canciones, como diciendo ¡toma ya, ahí queda eso!.

Algunos diseñaban sillas en las que sólo podía sentarse un contorsionista ( y de los buenos) otros dibujaban rayas para arriba y para abajo (en qué andarían pensando) los teatreros sacaban en todas las obras a una muchacha desnuda y a veces a un muchacho,  con la picha engurrumida por el frío, cuando ibas a verlos, pagabas tu entrada y como premio, la chica desnuda (con abundante vello púbico porque lo de las ingles, como todo, también tiene sus modas) te tiraba en la cabeza el contenido líquido de un orinal, o el muchacho, con la picha ya un poco más repuesta, te perseguía por los palcos del teatro, como diciendo te voy a poner bien, estimado público.

En las poesías salía siempre una cabina de teléfonos (ya casi no hay) y eran muy del gusto de aquellos poetas hablar del ojo del culo de la gente, las irreverencias con las monjas y cosas de navajas brillando como la luna. Como el romancero gitano, pero con más smog.

Los cineastas glosaban la escena en la que una adolescente, una niña casi, echaba una meada sobre una maruja medio demente. Y los cantantes, que bailaban como si les hubiera dado una trombosis y anduvieran en rehabilitación, cantaban que eran metálicos en el jardín botánico, y ese verso, tan tonto, se convertía en himno y divisa generacional.

Pues toda esta verbena, aunque los jóvenes de hoy en día no den crédito, marcaba tendencias e influía en la vida cotidiana. Eran un grupo, una élite, pero consiguieron tanta presencia social y mediática, que han pervertido la historia y se diría que todo el que tuvo en esos años menos de treinta , estaba con ellos, viviendo esa vida tan loca, tan bohemia y tan cachonda.

Pero no, la mayoría de las personas vivían una vida perra, trabajando cuando trabajaban en trabajos mal pagados y de mierda. Los jóvenes del extrarradio, sin dinero para lentejuelas y otras bisuterías, se dejaban crecer unas melenas leoninas y se compraban en el Disco Play una camiseta con un bicho horroroso estampado en ella. Los modernos cuando los veían, decían ¡uy!...y decían ¡ay!, porque eran rockeros y eso del rocanrol estaba muy antiguo, existiendo Mecano, y había quedado para los yonkis de Carabanchel alto y para cuatro o cinco rojazos de pueblo, medio hippies y anti otan, incapaces de asir la intrínseca belleza de una canción que decía,  sombra aquí y sombra allá, maquíllate, maquíllate…¡Con dos cojones!

Viendo la banda de pijos, de nobles apellidos muchos de ellos, que conformaron aquella fantasmagoría ochentera, entiende uno el acierto con que dieron nombre a ese momento: La movida. Sus padres o sus abuelos, cuarenta años antes llamaron a su orgía de sangre “El movimiento”. 

domingo, 24 de marzo de 2013

AL VUELO





I

Por si estoy muy equivocado, uno de los ejercicios habituales a los que me someto, así, por la cara,  es la lectura de libros de la otra parte. Del otro bando si queremos ponernos belicosos. Tengo muchos amigos que sólo leen a sus partidarios y, de verdad, no le veo yo interés a esto, es como alimentarse de sí mismos en una suerte de endogamia bastante triste, bastante árida. Con eso, con la lectura casi psicótica de lo que nos reafirma,  poca perspectiva se consigue y corremos el  riesgo de transformar la idea en panfleto y la razón en dogma. Yo no he venido hasta aquí, (sea “aquí” lo que sea)  para vivir entre panfletos y dogmas.

II

Todo el mundo tiene derecho a conservar la fantasía de la infancia, y eso es bonito y es justo, pero, por ejemplo,  convertir a una persona en momia, como se pretendió con el cadáver de Hugo Chávez, tiene tanto de romería, de atavismo religioso, contra el que, creo yo, deberíamos ir peleando, que uno se queda un poco estupefacto y barrunta que no vaya a ser que la revolución se transforme en una cosa cateta y monacal donde tengan más importancia las estatuas, uniformes y banderas (y las momias) que ese proyecto, humano de emancipación.

III

Porque así, dándonos tanto la razón,  terminamos como en esas reuniones de amigos borrachos de unanimidad,  donde a todo decimos vale y a todo decimos sí, porque somos de puta madre todos y cada uno de nosotros,  y que la revolución no se ha hecho todavía, pero que está al caer. Luego salimos a la calle y constatamos que como escribía Alfonso Sastre: “ Miro por la ventana y veo que es domingo/ y que en la calle vestida de domingo/ la gente parece muy conforme con el domingo/ y con toda la vida en general”.

IV

También están los que el ímpetu revolucionario les viene de dentro, como el color de los ojos y  no necesitan ni libros, ni tratados, ni mucho menos razonamientos porque en la razón se aloja,  como una lapa reaccionaria, la duda. Y con la cabeza llena de dudas (razonables) a ver quién es el guapo que coge un fusil. No sé si me explico.

V

A mí la propaganda me parece estupendamente para tomar la plaza pública, para vender perfumes y hasta para echarse una novia, pero para la alerta intelectual y el propio criterio, me parece la propaganda perniciosa.  Como si fuésemos por la vida siempre intoxicados.

VI

Todo esto lo escribo porque encontré en un mercadillo el manifiesto de Partido Alemán de los Trabajadores,  traducido por al español por uno de la época y he leído hasta donde la náusea me ha permitido. Buscaba en el texto analogías fundacionales con otras causas extremas, buscaba los nexos grandilocuentes por donde la verborrea hermana ideologías opuestas, pero no, de verdad que no. Tiene uno cierta facilidad para ponerse en el lugar de los otros, pero por más que pretendan ahora los revisionistas,  equiparar al  nazismo y  al comunismo,  y hacer tabla rasa de todas las ideas más o menos mesiánicas, más o menos radicales, no son comparables ni los principios, ni los medios, ni sobre todo los fines de estos dos grandes vértices del pensamiento,   la lucha y la guerra del siglo XX. Los crímenes cometidos por los unos y los otros, sí.

VII

Ya metidos en faena, he leído otra vez ese estremecedor diario que escribió Manuel Barbadillo, casi simultáneamente a cómo  iba transcurriendo  los hechos del drama del primer año de ocupación de Sanlúcar de Barrameda por las tropas del general fascista Francisco Franco.
Consideraciones literarias al margen, este libro “Excidio” conmueve el doble porque está escrito por una persona de derechas. Se siente en su relato el temor y la pleitesía, a veces incluso cierta levedad aristocrática. Pero ni la afinidad ideológica del autor con los militares y con los falangistas, ni algunas de las justificaciones de los asesinatos cometidos por éstos, son capaces de evitar el sentimiento de horror y hasta de piedad, que este hombre siente por sus vecinos fusilados. A veces, con gran elegancia, el autor desliza el crimen, supuesto o real, por el que fueron hechos presos y, como decimos, posteriormente asesinados en cualquier tapia de cementerio o en medio de unos viñedos estas personas. Los crímenes son tan difusos, tan insignificantes, que el hecho de citarlos, no puede ser otra cosa que una denuncia, no de ese crimen, sino del otro, del verdadero que perpetraba impunemente ese glorioso ejército nacional y sus ayudantes, los temibles paisanos falangistas.

VIII

Insisto; cuando se dice que no, que todas las ideas, cuando grandes y revolucionarias,  son iguales, cuando se tiende a ese relativismo moral, puede ser bastante esclarecedor hacer una pequeña (y macabra) relación de a quiénes mataban los fascistas, quiero decir de a qué se dedicaban los que fueron exterminados.
En este librito, “Excidio”, se dan de una manera casi notarial, nombres, apellidos y ocupación de los asesinados. Echemos un vistazo:

Manuel Brito Vidal, confitero. Miguel Valencia Serrano “Chavera”, gitano. José López Chía, aguador. José Blasco Romero, albañil. El campana, cantaor. Manuel  Gutiérrez Pérez “La osa” afeminado. Juan Gil Gómez, marinero. Juan Domínguez, electricista. Agustín Lara, torerete. Francisco Galán, gitano. Tomás Ponce Fanega, camarero. Antonio González Raposo, campesino. Manuel reyes, ex guardia de arbitrios. Antolino, operador de cine. Palma, marinero
Y así muchos más, muchísimos; campesinos, panaderos, obreros carpinteros…también algunos militantes socialistas, anarquista o simplemente republicanos.

No sé si el señor Manuel Barbadillo tuvo intención de esclarecer  algo con su meticulosa información de los nombres y profesiones de cada uno de los asesinados. Lo que uno sí siente, comprende y sabe,  es que resulta, efectivamente, muy esclarecedora esa macabra lista. Lo que uno comprende enseguida, es  a quiénes consideraban los falangistas “El enemigo” y  contra quiénes luchaban. Ya digo; albañiles, campesinos, marineros, oficinistas…




domingo, 17 de marzo de 2013

MARIPOSAS


Primero ha sido una mosca, gordísima, tanto que en un primer momento pensé que eran dos, macho y hembra, apareándose. Al final no, al final era una mosca muy grande y un poco asquerosa, esa clase de moscas que-  y que me perdone Don Antonio Machado- no podríamos evocar posándose ni en el juguete encantado, ni sobre la carta de amor, ni sobre el libro. En los ojos cerrados de los muertos, sí. Y sobre las heces cilíndricas de un perro callejero, también. O peor aún: sobre la cara de un niño hambriento en un poblado africano. Era tan gorda que se obligaba  a volar con una gran torpeza y hubiésemos podido liquidarla, o al menos dejarla un buen rato turulata, de un manotazo, porque era muy lenta, no como esas moscas pequeñitas e inasibles a las que cada vez es más difícil dar caza,  pero hasta eso nos dio asco. Después he pensado que tampoco había motivos para vengarse de ella tan sólo porque fuese así de fea y la he dejado ir.

Tras  la mosca, y esto ha sido un pequeño milagro, se me ha posado en la rodilla una mariposa. Blanca, moteada por algunos puntos negros. Era muy bonita y parecía, cuando dejaba de mover las alas, una flor silvestre. Tiene la mariposa un pasado feo, como las mujeres de la vida, pero hasta en ese pasado ya vimos esperanza de belleza y por eso las nombramos “crisálidas” que es uno de los nombres más bonitos que se podían haber pensando para una especie de oruga. A la mariposa no la he echado, todo lo contrario, he cerrado el libro y me he puesto a mirarla. Una mujer que estaba sentada cerca se ha quedado mirando también este pequeño prodigio de la mariposa en mi rodilla, pero ha perdido pronto el interés por mi rodilla y por todo lo demás, como diciéndose para sí; qué tontería.

Yo creo que la mariposa me ha estado mirando, si es que miran algo las mariposas  y,  como la mujer de al lado,  ha perdido el interés enseguida, aunque quién sabe, quizá esos treinta segundos en la vida de una mariposa sean una porción de tiempo considerable y hemos  sido, yo o mi rodilla, algo muy importante en su vida.

Hace sólo veinte años, que parece mucho tiempo pero que no son nada, como dice el tango y como sospechan la hermana mariposa y la prima mosca, me hubiese ido al Larousse o al María Moliner,  a buscar información sobre las mariposas (es posible que también sobre las moscas, tengo días) hubiese buscado una fotografía de la que ha estado esta mañana conmigo. Esto llevaría algún tiempo y en el camino, me habría cruzado con “marioneta” , “marina”, “mariolatría”, “marisabidilla” y sin perder el interés en la mariposa, habríamos visitado otras muchas palabras, otras habitantes del  idioma. No sé, se puede decir que simplemente habríamos echado el rato, pero qué rato.

Hoy no ha sido así, he buscado en Google imágenes para ver si encontraba una fotografía de la mía, de  la mariposa de mi rodilla. He tecleado en el buscador “mariposas” y me han salido una cantidad de tonterías desconcertantes. Un montón de dibujitos cursis, algunos como vinilos de esos que ponen en las paredes de las cafeterías horteras y en los dormitorios de niñas un poco idiotas. Otros dibujos con grandes pretensiones, mujeres de líneas finas y a las que sale de la cabeza un enjambre de eso, de mariposas, como un cuadro de Dalí, tan malo, tan efectista  y tan tonto. Ha salido incluso una fotografía de una joven con dos alas, de espaldas y con el culo fuera. Nos hemos fijado poco en las alas, la verdad. Apenas dos fotografías científicas y eran dos fotografías mediocres. 

¿Pensaríamos, si fuésemos niños urbanos y no hubiésemos visto jamás una mariposa, al buscarlas por el internet que son así de cursis? ¿Qué existen estos insectos sólo en la imaginación poética de esos dibujantes amanerados? ¿Qué hay mujeres con alas que se pierden en los bosques para enseñar el trasero sabe dios a quién? Con internet se gana tiempo, eso es obvio, pero ¿para qué ese tiempo? ¿Para perderlo?.

No he podido evitar acordarme de aquel fragmento de “El principito” en el que tras dar los buenos días al Mercader, le pregunta el Principito qué cosa vende al mercader y éste le dice, creo,  porque cito de memoria y hace siglos que leí ese libro, que vende unos frascos con una pócima que quita a las personas la sed. El “principito” le dice qué eso para qué, lo de quitarse la sed, y el mercader le relata las virtudes del género que vende, pero en realidad lo mejor de la pócima y de quitarse la sed,  es el tiempo que tendrán las personas para hacer otra cosa, en vez de estar buscando líquidos elementos con los que saciarse. 

El principito, sin alardes como hacía todo este personaje, se queda pensativo y el mercader le dice ¿qué harías, amigo principito, si tuvieras ese tiempo que pierdes en buscar agua para calmar tu sed? . Y le contesta el principito, que con esos minutos que tendría libres, caminaría tranquilamente  hasta alguna plaza que tuviese en su centro, una fuente de agua fresca.


Pues todo esto ha venido hoy a nuestra mesa; una mosca, una  mariposa, un mercader y un príncipe. Como se ve, hay días que tenemos de todo.


martes, 12 de marzo de 2013


BATALLAS DOMÉSTICAS
Hay días en los que lo peor de uno mismo, son los demás
MAFALDA



Hay días en los que el mundo irrita no por la crueldad, no por la injusticia,  ni por la codicia de algunos que produce la desgracia de otros, no; hay días en los que el mundo molesta por la tontería, por la tontería que a veces destilamos todas las personas, como si anduviéramos sonámbulos o medio dormidos todavía y no fuésemos capaces de echar mano de los reflejos atávicos con los que hemos ido aprendiendo a deambular por la vida.  Seguramente será cosa de uno mismo, de una irritabilidad que, en esos días aciagos, somos incapaces de dominar.
En el supermercado, me quedo mirando lo que hemos metido en el carro y todo me parece prescindible, bueno, concedamos que el pan  nos hacía falta, pero todo lo demás son cajas y bolsas de colores y más que la compra de dos adultos, parece nuestro carro el de unos adolescentes que se fueran, no sé, de camping,  o a un cumpleaños.

Anda que ha terminado uno siendo un poeta épico; con la crónica del supermercado estamos lidiando, ¡oh, hermano Homero! ¡Qué se hizo de esas largas travesías, de los cíclopes coléricos, de las batallas libradas, del canto seductor  de las sirenas, de las tentaciones,  y de todas las quimeras y florituras que adornaron nuestro viaje! Al final resulta que nuestra Ítaca es el Mercadona y nuestra utopía las ofertas de la charcutera.

Si al menos viniéramos en grupo, como los del SAT, y la montásemos, podríamos darle a esta romería del carrito otra dignidad, otra distinción, que ahora no tiene.

Las señoras y los señores merodean por los pasillos,  cogiendo las cosas que se diría que son gratis de tantas como cogen,  y yo,  mentalmente,  voy haciendo las cuentas de la pareja que tengo delante. Estos llevan ya por lo menos ochenta euros en gilipolleces, le digo a mi compañera y ésta me mira como diciendo qué te importará a ti.

Me cruzo con otra pareja, los dos en chándal esta vez, que otro día no tendría relevancia ninguna esa indumentaria, pero hoy sí, no sé por qué, pero hoy sí. Vienen corriendo con su carro y ni miran ni nada, como dos conductores suicidas, casi me arrollan con sus redes de mejillones y sus bolsas de comida para perros. Van en chándal y tienen perro, voy apuntando detalles y trato de que la compañera participe de mi ironía, seguro que también van los domingos en bicicleta a pasearse, desayunan juntos en la calle los días de fiesta, follan civilizadamente los sábados y están los dos muy pendientes del placer o el gustirrinín del otro. En cuanto llega la primavera hacen barbacoas en un dúplex que están pagando porque ninguno de los dos ha perdido todavía el curro y leen libros de moda, ven películas de moda y viven una vida de moda.

A estas alturas, mi compañera, visiblemente molesta,  está ya  de parte de cualquiera de los peregrinos que van por los pasillos y en contra de mis comentarios. Creo que ha sido dos veces las que ha amenazado con que ya no la acompaño más a la compra. En la vida. Eso lo  ha añadido para enfatizar su decisión, pero yo creo que no va en serio.

Viendo que ninguna de mis sugerencias surge efecto, ¿por qué no echamos al saco estas galletas que valen la mitad que las otras? ¿Qué tiene esa marca de friegaplatos que no tenga esta otra? ¿Un calvo como el de la lámpara de Aladino? Nada, ella está decidida a rebatirme con cínicos argumentos,  como  que mis galletas son las que sirven en Guantánamo los días de diario y que lo que le gustaría de mí es más práctica fregando los platos y menos teorías ingeniosas.

Así que me voy solo, a mirar por ahí, por los pasillos. La parte de los güisquis y los vinos ni quiero verla, uno es contable, como Pessoa,  y ya he calculado que con lo que llevamos comprado y lo que traemos en el monedero,  nos da para un cartón de vino tinto de esos que beben los vagabundos.  Lo único que me interesa, dejando a una parte cielos el pecado de los vinos,  son los encurtidos, por el nombre,  y los salazones, las cecinas, los adobos, no porque tenga interés en comerme nada de eso, sino  porque son palabras en desuso y me gusta decirlas; cecina, salazón...

Llevo un rato mirando una lata en la que se puede leer “Almejas chilenas” no sé, me ha dado este enunciado para ponerle título a una novela erótica, a un club de carretera y a un grupo de pop rock femenino, como las Vulpes, pero más poético.

 ¿Te vas a llevar la lata esa, o no? Dice ella sacándome de mi abstracción y apareciendo por detrás, a traición. Pues sí, me la llevo, he contestado con gran seguridad, porque tampoco iba a decirle lo que estaba pensando, que ya veo que no está hoy el horno para bollos. La he echado en el carro y ella la ha sacado, ha leído algo, no sé qué, y ha vuelto a dejarla en la estantería sentenciando: “Deja eso ahí, anda, que a ti esto no te gusta”. Iba a rebelarme, pero para qué, he tenido la visión de esa lata de “almejas chilenas” ocupando un sitio en nuestra despensa durante años, junto a aquella jarra de cerveza de cinc que compramos en Portugal y en la que ya siempre iba a beber yo mi cerveza y la colección de tazas de Forges que sacó el País, en las que siempre iba a tomar yo mi café.

La cajera nos quiere vender un pan gordo, como de la edad media, que dice que viene muy bien para hacer torrijas (torrijitas, dice, aplicándole el diminutivo con gran simpatía) otro día seguro que le hubiese dicho que sí, porque era muy barato y, aunque jamás hiciéramos las torrijas, (otro malogro, como la jarra de cerveza, las tazas y las almejas)  supongo que la chica se llevará una comisión o algo por esa venta de última hora.

Como colofón al fracaso doméstico, he insistido en que con tres bolsas teníamos bastante, a pesar de que las dos – compañera y esa cajera que ya me está cayendo más gorda que aquella,  la del  Mercadona con lo del lío del SAT- han insistido mucho en que hacían falta, al menos, dos bolsas más. Nada, ahí me he puesto terco y no he transigido. Tres bolsas.

He llegado a casa y las palmas de mis manos mostraban un sendero casi  morado, parecido al de las santas estigmatizadas cuando iban a salirles las llagas antes de la posesión divina. Si hubiésemos repartido la carga… dice ella sin poder evitar una media sonrisa de satisfacción, pese a que uno está mirándose todavía las manos por si descubro un código de barras adherido ya para siempre a la piel, como las líneas con las que los quiromantes  y las gitanas, hacen sus cachondeos predictivos.


Me voy a relajar un rato en mi estudio, he dicho, como un combatiente derrotado. Vale, escribe algo, anda, ve  y te tranquilizas, ha contestado, ahora; a mí no me saques. Pues, ya ves compañera, no se puede ganar siempre.

sábado, 2 de marzo de 2013

COMADRES



Han entrado las tres  armando un pequeño escándalo, se las veía muy animadas con la conversación y no iban a parar ni para decirle buenos días a los parroquianos. Yo estaba en la barra pidiendo un vaso de agua, pero en la mesa que ocupaba (iba a escribir en mi mesa, pero tampoco es eso) había dejado, a saber; un libro (ay el librito), un bolígrafo,  un mechero, un paquete de tabaco, unas gafas de sol y una gorra, además de la zurrapa de un café y de  un plato con migas de pan y con servilletas amarilleadas por el rastro del café y de la mantequilla, esta parte, reconozcámoslo,  un poco asquerosa.

Pues nada, seis o siete mesas libres, impolutas, sin rastro de vida ni de desayunos recientes, y las tres señoras se han ido directamente a la que estaba ocupada, siquiera virtualmente, por mí.

¡Ay, muchacho, pensábamos que estaba libre! Me han dicho algo molestas conmigo cuando les he conminado a abandonar la mesa y a sentarse en alguna otra de las, insisto, seis o siete que quedaban libres. No les ha gustado nada y han hecho algunos aspavientos, sobre todo una de caderas colosales, como si el desconsiderado hubiera sido uno y anduvieran ellas muy mayores y medio enfermas por la artrosis o las cervicales y que el mozo, en vez de cederles el espacio que han invadido como un ejército clueco, las obligara a ese esfuerzo de cambiar de sitio.  

¡Bueno, hija, vamos a cambiarnos! Ha dicho resignada  una, con esa guasa con la que debe hablar a su nuera, cuando hace la nuera algo que no le gusta un pelo.
¡Qué gente más delicá, coño! Ha exclamado la amiga a la que  se la ve algo más dicharachera y alegre, pero igual de temible que la otra comadre cuando se le pone tieso el jopo. La tercera me ha mirado y no ha dicho nada, quizá comprendiéndome.

Todo eso entre ellas, quiero decir que ya apenas se fijaban en que yo estaba presente, pero lo han dicho lo suficientemente alto  como para que yo cogiese onda, para que me diese cuenta de que les había sentado como el culo aquella petición mía.

Esto ha durado un minuto, quizá menos, mucho menos de lo que tardo en contarlo. Quiero decir que enseguida ha vuelto todo a la normalidad, si es que en el mundo hay algo normal, ellas a su charla desmesurada y yo a mi lectura. Me dan ganas de no hablar del libro que leía, pero creo que es importante para ¿el relato? , no sé, el caso es que el libro es una antología de la poesía castellana de los siglos XVI y XVII, una cuidadísima edición a cargo de José María Micó y Jaime Siles, y yo andaba con Lope de Vega, recreándome en ese primer verso extraordinario del soneto “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?”. Las alegres comadres estaban con su prosa, castiza y grandilocuente y decían muchas veces “porque ella tiene mucha culpa” y  otras veces;  “ella está así porque quiere”. Y no sé, pero estaba seguro que esa persona a la que despellejaban ni tenía, la pobre, la culpa de nada ni quería estar así, como sea que estuviera. (Qué bonito es el verbo estar, cómo nos gusta conjugarlo)

Así que, entre cuartetos y tercetos, se me iba la cabeza a la jarana de las comadres. La más tranquila de ellas, siempre repetía tres veces, tras las proclamas de las dos gobernantas, “digo, digo, digo” . Siempre tres veces. Como para acentuar su acuerdo, su conceso, y lo hacía moviendo la cabeza en señal afirmativa y haciendo un mohín gracioso con la boca, poniendo morritos que seguramente, cuando fue joven y hermosa, provocaron deseo en algunos hombres de la época.

A mí, cuando me dijeron muchacho, me molesté un poco porque pensé que lo hacían con un tono arrogante, como si fuera uno un subalterno de la vida. Luego me di cuenta de que a todo el mundo llamaban así, a los camareros, a un hombre de unos setenta años al que parecían conocer y al que llamaron así; “¿Muchacho, tú no eres el suegro de la Estefi?” Y el señor, al que no llamarían muchacho desde que hizo el servicio militar obligatorio, seguramente en Tetuán o en Tánger, se le encendieron un poco los ojillos, con coquetería y, ya sí nos enteramos todos de que,  efectivamente,  fue suegro de esa “Estefi” , pero que ya no porque se habían separado, aunque él, el señor/muchacho, sigue viendo a su nuera porque ella habrá tenido lo que sea con su hijo, pero con él ha sido siempre muy buena mujer.

Digo, hijo, le han dicho las tres o una de ellas, no sé, porque ya aquí estaba uno un poco confundido, la “Estefi” es muy buena muchacha. Y nada, han dejado al señor con la palabra en la boca y han seguido con su fórum. Una dice que no hay que aguantar ni una a los maridos, la segunda que sí, que muchas veces en la vida hay que aguantar y acusa a su interlocutora: “Porque tú has aguantado carros y carretas” Y así, con la censura del ejemplo, acaba con las virtudes de la prédica. La tercera va a lo suyo, digo, digo, digo, a aguantar y a rebelarse. Es como si dijera, a mí no me dais vosotras el desayuno…muchachas.

Pero lo mejor ha venido al final. Ya las endechas de Lope me resbalaban porque sigue siendo uno un vicioso del sainete y de las ventanas indiscretas, hacía un rato que no era capaz de saborear ni un verso. Resulta que las tres amigas estaban esperando a una cuarta, esta algo mayor que ellas, rondando los setenta y muchos, quizá ochenta. Una de ellas miró por la cristalera de la cafetería y la vio que iba a cruzar la calle. Ahí viene, dijo.

Había un guardia dirigiendo el tráfico porque unos ciclistas estaban dando un paseo, o competían en una carrera de esas domingueras, no sé. El semáforo se puso en verde para los peatones y la última de la pandilla, viendo ya a sus amigas sentadas en la cafetería y untándose la mermelada de melocotón con avaricia, dedujo que tenía que cruzar ya, no fuera que se fuesen sus tres amigas. Ni puto caso hizo la señora a las indicaciones del guardia, que como se sabe, están por encima siempre de las otras señalizaciones.

Entró en la cafetería tan pancha. Había provocado frenazos en el pelotón de los ciclistas y que el guarda soplase el pito como un psicópata, pero a ella, que tenía la mirada puesta en la mesa de sus amigas, le importaba un huevo todo aquel pequeño estropicio que podía haber montado.

El policía, que era tonto, valga la redundancia, entró en la cafetería sulfurado. ¡Pero señora, le dijo, ¿No ha visto usted que le estaba diciendo que no cruzara, que se quedara en la acera?!. Era verdad, había levantado el brazo en señal de stop, le había pitado, pero nada.

Entonces, y a partir de ahí es cuando sentí por fin simpatía sin límites por la pandilla de comadres, va la señora y le dice muy seria: “Sí, claro que te he visto muchacho, pero yo pensé que estabas haciendo mojigangas”. ¡Chapeu!