martes, 12 de marzo de 2013


BATALLAS DOMÉSTICAS
Hay días en los que lo peor de uno mismo, son los demás
MAFALDA



Hay días en los que el mundo irrita no por la crueldad, no por la injusticia,  ni por la codicia de algunos que produce la desgracia de otros, no; hay días en los que el mundo molesta por la tontería, por la tontería que a veces destilamos todas las personas, como si anduviéramos sonámbulos o medio dormidos todavía y no fuésemos capaces de echar mano de los reflejos atávicos con los que hemos ido aprendiendo a deambular por la vida.  Seguramente será cosa de uno mismo, de una irritabilidad que, en esos días aciagos, somos incapaces de dominar.
En el supermercado, me quedo mirando lo que hemos metido en el carro y todo me parece prescindible, bueno, concedamos que el pan  nos hacía falta, pero todo lo demás son cajas y bolsas de colores y más que la compra de dos adultos, parece nuestro carro el de unos adolescentes que se fueran, no sé, de camping,  o a un cumpleaños.

Anda que ha terminado uno siendo un poeta épico; con la crónica del supermercado estamos lidiando, ¡oh, hermano Homero! ¡Qué se hizo de esas largas travesías, de los cíclopes coléricos, de las batallas libradas, del canto seductor  de las sirenas, de las tentaciones,  y de todas las quimeras y florituras que adornaron nuestro viaje! Al final resulta que nuestra Ítaca es el Mercadona y nuestra utopía las ofertas de la charcutera.

Si al menos viniéramos en grupo, como los del SAT, y la montásemos, podríamos darle a esta romería del carrito otra dignidad, otra distinción, que ahora no tiene.

Las señoras y los señores merodean por los pasillos,  cogiendo las cosas que se diría que son gratis de tantas como cogen,  y yo,  mentalmente,  voy haciendo las cuentas de la pareja que tengo delante. Estos llevan ya por lo menos ochenta euros en gilipolleces, le digo a mi compañera y ésta me mira como diciendo qué te importará a ti.

Me cruzo con otra pareja, los dos en chándal esta vez, que otro día no tendría relevancia ninguna esa indumentaria, pero hoy sí, no sé por qué, pero hoy sí. Vienen corriendo con su carro y ni miran ni nada, como dos conductores suicidas, casi me arrollan con sus redes de mejillones y sus bolsas de comida para perros. Van en chándal y tienen perro, voy apuntando detalles y trato de que la compañera participe de mi ironía, seguro que también van los domingos en bicicleta a pasearse, desayunan juntos en la calle los días de fiesta, follan civilizadamente los sábados y están los dos muy pendientes del placer o el gustirrinín del otro. En cuanto llega la primavera hacen barbacoas en un dúplex que están pagando porque ninguno de los dos ha perdido todavía el curro y leen libros de moda, ven películas de moda y viven una vida de moda.

A estas alturas, mi compañera, visiblemente molesta,  está ya  de parte de cualquiera de los peregrinos que van por los pasillos y en contra de mis comentarios. Creo que ha sido dos veces las que ha amenazado con que ya no la acompaño más a la compra. En la vida. Eso lo  ha añadido para enfatizar su decisión, pero yo creo que no va en serio.

Viendo que ninguna de mis sugerencias surge efecto, ¿por qué no echamos al saco estas galletas que valen la mitad que las otras? ¿Qué tiene esa marca de friegaplatos que no tenga esta otra? ¿Un calvo como el de la lámpara de Aladino? Nada, ella está decidida a rebatirme con cínicos argumentos,  como  que mis galletas son las que sirven en Guantánamo los días de diario y que lo que le gustaría de mí es más práctica fregando los platos y menos teorías ingeniosas.

Así que me voy solo, a mirar por ahí, por los pasillos. La parte de los güisquis y los vinos ni quiero verla, uno es contable, como Pessoa,  y ya he calculado que con lo que llevamos comprado y lo que traemos en el monedero,  nos da para un cartón de vino tinto de esos que beben los vagabundos.  Lo único que me interesa, dejando a una parte cielos el pecado de los vinos,  son los encurtidos, por el nombre,  y los salazones, las cecinas, los adobos, no porque tenga interés en comerme nada de eso, sino  porque son palabras en desuso y me gusta decirlas; cecina, salazón...

Llevo un rato mirando una lata en la que se puede leer “Almejas chilenas” no sé, me ha dado este enunciado para ponerle título a una novela erótica, a un club de carretera y a un grupo de pop rock femenino, como las Vulpes, pero más poético.

 ¿Te vas a llevar la lata esa, o no? Dice ella sacándome de mi abstracción y apareciendo por detrás, a traición. Pues sí, me la llevo, he contestado con gran seguridad, porque tampoco iba a decirle lo que estaba pensando, que ya veo que no está hoy el horno para bollos. La he echado en el carro y ella la ha sacado, ha leído algo, no sé qué, y ha vuelto a dejarla en la estantería sentenciando: “Deja eso ahí, anda, que a ti esto no te gusta”. Iba a rebelarme, pero para qué, he tenido la visión de esa lata de “almejas chilenas” ocupando un sitio en nuestra despensa durante años, junto a aquella jarra de cerveza de cinc que compramos en Portugal y en la que ya siempre iba a beber yo mi cerveza y la colección de tazas de Forges que sacó el País, en las que siempre iba a tomar yo mi café.

La cajera nos quiere vender un pan gordo, como de la edad media, que dice que viene muy bien para hacer torrijas (torrijitas, dice, aplicándole el diminutivo con gran simpatía) otro día seguro que le hubiese dicho que sí, porque era muy barato y, aunque jamás hiciéramos las torrijas, (otro malogro, como la jarra de cerveza, las tazas y las almejas)  supongo que la chica se llevará una comisión o algo por esa venta de última hora.

Como colofón al fracaso doméstico, he insistido en que con tres bolsas teníamos bastante, a pesar de que las dos – compañera y esa cajera que ya me está cayendo más gorda que aquella,  la del  Mercadona con lo del lío del SAT- han insistido mucho en que hacían falta, al menos, dos bolsas más. Nada, ahí me he puesto terco y no he transigido. Tres bolsas.

He llegado a casa y las palmas de mis manos mostraban un sendero casi  morado, parecido al de las santas estigmatizadas cuando iban a salirles las llagas antes de la posesión divina. Si hubiésemos repartido la carga… dice ella sin poder evitar una media sonrisa de satisfacción, pese a que uno está mirándose todavía las manos por si descubro un código de barras adherido ya para siempre a la piel, como las líneas con las que los quiromantes  y las gitanas, hacen sus cachondeos predictivos.


Me voy a relajar un rato en mi estudio, he dicho, como un combatiente derrotado. Vale, escribe algo, anda, ve  y te tranquilizas, ha contestado, ahora; a mí no me saques. Pues, ya ves compañera, no se puede ganar siempre.

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