domingo, 30 de septiembre de 2012

COMPORTAMIENTO Y OTRAS AVES


Una vez traté de liberar a un pájaro de su jaula. Abrí la puertecilla mientras el canario se posaba en una de las perchas que le habían colocado para que pensara (si es que piensan los canarios) que lo hacía sobre una rama. Yo creía que en cuanto diese la oportunidad de la huída al pajarillo, saldría escopetado hacia la libertad. Fantaseé con la idea de que daría dos o tres vueltas por la alcoba, unas piruetas como de agradecimiento hacia su libertador y emprendería el vuelo por la ventana a la búsqueda de la arcadia para adornar con su canto la dulce melodía del flautín del pastor. El canario se quedó tan tranquilo, bueno cantó un poco pero como por compromiso. Ni se acercó a la puerta abierta.

No se habrá dado cuenta o pensará que es una trampa de algún humano hijo de puta, pensé. Metí la mano en la jaula para sacar al bicho de su cautiverio y este se revolvió, como el reo que se rebela antes de subir al patíbulo, por fin pude sacarlo y le dije como Francisco de Asís; levántate y vuela,  hermano canario. Lo bonito hubiera sido que el canario asumiera las exigencias del guión, que como dije antes, me dedicara tres o cuatro cabriolas, que se echara su mejor cante y que majestuoso en su fragilidad de pajarito, tomara el camino de la ventana abierta rumbo a la aventura, a la libertad y a la vida.

El canario dijo que me metiera el cuento de Walt Disney y las fábulas de Samaniego por donde me cupiera. Aleteó como un murciélago asqueroso y cegato por la habitación, piaba histéricamente como diciendo qué me ha hecho este gilipollas, dónde está mi confortable casita de alambre, con mis perchas, mi comedero y mi bebedero, con la bandeja donde me  cago impunemente sabiendo que vendrá alguien a extraer los excrementos y a dejármela impoluta y todo a cambio de unos cuantos trinos que nada me cuestan porque en cuanto veo la luz me pongo flamenco.

Al final el bicho, porque ya para mí era un puto bicho y no un poético pájaro amarillo, se buscó las formas para meterse otra vez en la jaula. Si hubiese podido se habría colocado unas pantuflas de tela a cuadros y una bata y me habría dado la espalda para siempre. Comprendí que la burguesía tenía un miedo acomodaticio a la libertad y prefería un horizonte pequeño y hasta miserable, que los riesgos que traían aparejados la emancipación y la lucha. Comprendí también que no había nacido uno para carcelero. Ni para fugarse nos harían caso los cautivos.

En la casa de mis tíos criaban a un pavo durante unos meses, lo ponían bien gordo y cuando más convencido estaba el pavo de que vivía en el estado del bienestar, le rebanaban el cuello con un cuchillo de cocina y nos lo zampábamos toda la familia entre brindis, villancicos y algún fandango de Huelva que cantaba mi hermano animado por el viejo en cuanto se achispaba. A mí, puesto en la mesa y convertido en materia comestible, doradito, la vida y la muerte del pavo me importaban más bien poco. 

Pero unas vísperas de Nochebuena, mi tía me pidió el favor de que la ayudase con el crimen. Me dijo que ya era mayorcito (yo, no el pavo)  y que ella tenía artrosis o algo parecido en las manos, de manera que le costaba mucho ejecutar la primera parte del degüello. Consistía en que con el cabo de un azadón, le propinara yo al animal un garrotazo en la ridícula cabecilla para dejarlo medio tonto. Así mi tía, que por otra parte era una santa, podría con muy poco esfuerzo y mientras el pavo andaba todavía preguntándose cómo es posible que los amigos humanos de toda la vida le hubiesen infringido aquel dolor tan grande y aquella infamia, podría guillotinar al animal que pasaría de ser el rey del corral a ser un paria insignificante del sistema.

En cierto modo, a uno le excitaba la idea de darle el trancazo al pavo. En nuestros juegos infantiles habíamos lidiado ya con dragones, como San Jorge, con Goliat como David y con chinos malvadísimos como Bruce Lee. A todos habíamos matado sin remordimientos en esas fantasías, así que  era cuestión de convertir al pobre ave de corral que tantas fiestas nos hacía cuando íbamos a tirarle los desperdicios y que ululaba para agradecer nuestras sobras que eran su sustento, en un dragón, en un gigante o en un malvado. Así razona  el estado para con sus ciudadanos, añaden quizá “terroristas” o “antisistema”.

 Me planté delante de él (del pavo, no del estado) cogí el garrote con las dos manos dispuesto a dejarlo turulato del viaje que iba a darle. Entonces el bicho me miró, directamente a los ojos, lo juro. Le temblaba la rojiza papada bajo el pico. Quise animarme a mí mismo pero no pude. Me miró como un manifestante pacífico mira al policía que tiene enfrente dispuesto a estamparle su porra en la cabeza.  Se me paraba la mano una y otra vez, no había forma de que el cabo del azadón llegase a su espantado objetivo. Mi tía me animaba, como una delegada del gobierno a sus secuaces uniformados, pégale, dale, no seas mariquita, pero hasta el pavo que a lo mejor no era tan pavo fue dándose cuenta de que uno no iba a aporrearlo. Comprendí que si de carcelero no daba el tipo, mucho menos de antidisturbios.

Lo bonito de la historia sería que tras esta empírica experiencia vital uno se hubiese hecho vegetariano y abominara de los senderos de crueldad por los que llega la carne a nuestra mesa. Tampoco fue así. Me zampé mi parte de pavo sin remordimientos. Con lo que aprendí que líder de las revueltas tampoco iba a ser de mayor, que a lo mejor ni siquiera seríamos capaces de dar con nuestro ejemplo sentido a nuestras prédicas.


Por eso ahora, en esta edad, está uno tan lleno de contradicciones y se maravilla de cómo algunas personas tienen las cosas tan claras. ¿Qué poso de inquietud nos dejaron el canario burgués y el pavo pancista, que somos incapaces de estar seguros de nada? En su poema “El monte y el río” , Pablo Neruda se consuela diciendo “¿Quiénes son los que sufren? / no sé, pero son míos” . Vamos a acogernos, por lo menos, a esa certeza entre tanta incertidumbre. 

domingo, 23 de septiembre de 2012

REALIDAD NACIONAL


Yo creo que ninguno de mis amigos se levantan por la mañana pensando si van a echar el día en una realidad nacional, en una nación de naciones o en un califato independiente.

A lo mejor por eso son mis amigos, porque son personas que se desperezan pensando: “joder vaya día que me espera” o  “tengo que renovar el carné de paro, o “dios mío tengo que pagar el recibo de la luz que me la cortan”  e incluso: “a ver si hoy consigo que Purita me dedique una de sus hermosas y avemaríapurísimas sonrisas”.

O se despiertan, algunos amigos míos,  con una  poesía en la cabeza, o con una musiquilla para rocanrolear luego con los colegas en el local de ensayo, e incluso con una erección impersonal y salvaje que se festeja como una bendición del alba.

Cuando yo era más joven, siempre que no entendía algo, no sé; la crueldad, el fascismo, los cuadros de Tapies…me consolaba pensando que con el tiempo iría acumulando conocimiento  y certezas. ¡Por los cojones! . Cada día estoy peor. Por no saber, no sé si tengo yo realidad nacional o no la tengo. Y de lo de los cuadros de Tapies ni te cuento.

Porque ¿dónde se termina mi realidad nacional? ¿En que frontera empieza por ejemplo la realidad nacional de un extremeño? ¿Se parece mi realidad nacional más a la de uno de Jaén o a la de uno de Almería? ¿Somos Antonio Tapies y yo compatriotas?

Yo creo,  por ejemplo que tengo una realidad, digamos internacional,  muy semejante a la de un habanero, por acento y por sabor,  y que me parezco más a un habanero que a un salmantino. En el baile no, en el baile me parezco más al salmantino que al cubano.

Pero vamos;  que puestos a minimizar tendría que hacer constar aquí que mi realidad nacional, siendo del Palomar, barrio marginal y obrero que nutrió de yonkis durante los sombríos años ochenta (aquí sí que había una movida, pero una movida de la hostia puta)  a las delegaciones de servicios sociales de varios pueblos a la redonda, no tiene nada que ver con la realidad nacional de uno de la Urbanización los Colonos, que infectó de pijos ni se sabe cuántos palcos y cuántas fiestas privadas con tarjeta y con piscina (ponían en las tarjetas: se recomienda traer ropa de baño, ergo piscina había,  y ya lo habían soltado, como las inmobiliarias) .

Tengo, cómo no, una identidad y está bien (o regular, no sé) tenerla. Unas costumbres, un paisaje, un idioma y un acento pero debo ser una mierda de patriota (valga la redundancia) porque me voy a echar unos días al Algarve y me entran unas formidables ganas de ser portugués, gallego si en Pontevedra, catalán si en Barna o pacense en Badajoz.
 Me parece que no puedo creer en esta patraña. Tampoco.

Fotografía: El autor ataviado con el típico traje regional de su aldea.

domingo, 16 de septiembre de 2012

FOTOS Y MISTERIOS


De esta época habrá una crónica gráfica paroxística (toma ya, cuatro esdrújulas en una frase y tres de ellas de un tirón).  La profusión de aparatos para retratarse, la comodidad, la calidad y la inmediatez del resultado, los avances tecnológicos con cámaras cada vez más minúsculas y sofisticadas, nos convierten en una suerte de paparazzis de nosotros mismos.

Las juergas y parrandas con que homenajean los jóvenes la suerte de su edad son todas ellas acompañadas de un reportaje en el que las chicas y los chicos posan para ese álbum global que son las llamadas redes sociales. Vasos con hielo, ron y coca cola saludando a la cámara, posturas extrañísimas de las muchachas,  como de vedettes bajando las escaleras de la revista o del teatro de Manolita Chen, jovenzuelos pelones marcando bíceps o paquete, según, y sublimando a todos los Narcisos que habitan los espejos. Y toda esa exageración de posados y retratos se va almacenando no sé dónde, para que cuando pasen tres o cuatro décadas los de ahora, que ya no serán los mismos, se crean que todo este rato de la vida fue de felicidad y fanfarria.

Nada quedará de esos momentos en los que la angustia de sabernos solos aborrasca el ánimo, nada de esas tardes eternas del invierno sin luz (y sin flashes) embridando la tristeza, el desamor. Nada quedará de la melancolía.

Las fotografías domésticas siempre mienten, ya lo dijo uno por aquí alguna vez, porque se dedican la mayoría de las veces a glosar fiestas y brindis. Pero cuando son tantísimas y acaparan casi todos los momentos de la vida, algunas tienen que captar un ápice de verdad y esas suelen ser las inquietantes, las sospechosas, las que no han sido fruto del fisgonear colectivo, sino del azar. Y el azar es lo que tiene; sostiene sobre sus descuidados hombros el temblor del mundo y de la historia.

Yo también me echo mis retratos digitales, cómo no, y atesoro amigos y cantes.  Cenas y abrazos con guitarras que se han pegado a uno noches enteras ronroneando como el gato ese que estaba triste y ¿azul? Ha sido este por una parte un verano horrible, estremecedor en lo económico, para mí y para casi todos,  preñado de miserias y amenazas. Un verano en el que los tiranos, con sus garras multiformes, nos han ido apretando con sadismo a unos los huevos, a otros el cuello (no sabemos si uterino) a casi todos, en fin, nos ha querido ahogar. Quizá por esas circunstancias hemos dicho que íbamos a montar un tinglado de barbacoas y festivales. Así lo hicimos y nos salió bastante bien porque al ser muchos,  con poco dinero y muchas ganas, ha sido posible saludar al amanecer todavía con una copa en la mano y mirar a la luna que tras algún pitillo aliñado, parecía verdaderamente ir por ahí, por el cosmos, con un polisón de nardos.

El caso, porque hay un caso, es que anduve mirando en mi teléfono las fotografías que había perpetrado a esas noches y a esas personas, casi siempre a traición; con el cigarrillo humeando en la boca, con los ojos irritados por la risa y el humo, con la cara desencajada en medio de un quejio proteico que culminaba un fandango…y entre las imágenes de ese reportaje me encontré con una que me produjo un gran escalofrío.

Se trataba de una fotografía de mí mismo, durmiendo en el sofá.  Boca arriba, con la boca cerrada. Se ven un par de monedas que se habrán salido del bolsillo del pantalón y yazco con una mano tocándome la cara, como haciendo la palma de almohada. El otro brazo cae lacio como el de una marioneta y como lo tengo largo (el brazo) roza el suelo. Las piernas estiradas y cruzándose a la altura de los tobillos, como Jesús en la cruz pero sin clavos. No sienta nada bien verse así, porque, como agravante de la estampa,  la luz que entraba por la terraza amarilleaba mi cara y el cuadro que todo aquello componía era el de un hombre que ha entrado ya en la edad madura, yaciendo muerto, con esa placidez terrorífica que mantiene la faz del cadáver antes de que el fuego, los gusanos o las alimañas consuman la corrupción de la carne.

 No, no me ha gustado nada verme así, nos hemos visto en posturas ridículas cantando en escenarios, nos hemos visto en instantáneas tomadas en la playa con una barriguita que jamás habían delatado tan cruelmente los espejos, nos hemos visto con una melancólica monedilla de calvicie en la nuca, nos hemos visto con muecas y gestos en los que jamás nos hubiésemos reconocido. Pero nunca nos habíamos visto muertos, con la cara que era una fotocopia de la del conde Orgaz en el cuadro aquel tan inquietante del Greco.

Del estupor pasé, como casi siempre ocurre, a la investigación y clamé por la casa por conocer a la responsable de aquella traición tan grande y tan cruel. La hija decía que ella no, que no perdía el tiempo en esas tonterías y que no me lo tomara tan mal. Si hubieses salido favorecido no te habría molestado tanto, apuntilló. Así que subliminalmente el mensaje de mi hija era: Encima de muerto feo. La mujer  ni siquiera prestó un minuto de atención a la angustia que sentía uno. Con una resolución tan femenina como tajante dictaminó: “Borra esa foto, anda”.

Como veía que sin acudir al patetismo ninguna de las dos, madre e hija otra vez conchabadas, iba a hacerme ni puto caso, eché mano de mis armas literarias y clamé:

“¿No os dais cuenta de que si ninguna de las dos habéis perpetrado esto, puede ser la mismísima parca la que ha aprovechado los adelantos de la telefonía móvil para mandarme un mensaje funesto?, ¿no entendéis acaso  que este sofá sobre el que yazco,  parece en esta foto conducido hacia el Hades por el cabrón de Caronte, con sus monedas para cruzar el río y todo? Si se trata de una broma, bien, tengo mucho sentido del humor, pero decidlo ya porque si no lo hacéis cogeré la foto, la llevaré a un técnico de eso que andan por ahí y le pediré, ¿sabéis qué?...Aquí hice una pausa para ver la impresión que estaba causando en la familia. La una se había ido para su cuarto a chatear o como se llame ahora, con su pandilla. Y la otra me escuchaba como quien oye llover y cambiando de canales con el mando a distancia de la televisión. Llamé con autoridad a la hija, que contestó con un “ofú,  cómo está mi primo hoy

Iré-  continúe- como os estaba diciendo, a un técnico buenísimo, que seguro que los hay, y le diré que me diga con exactitud cuándo fue tomada esta foto tan sombría y tan terrible e imaginaros que me dice el informático una fecha futura, imaginaros que me dice que debe hacer un error porque la foto data, no sé, digamos que de noviembre del año 2012…qué, ¿cómo os quedaréis?.

Ahí me miraron las dos. Había conseguido con el efecto Allan Poe su atención. La una dijo que me callase que la estaba asustando. La otra que ahora, sí, ahora había conseguido dos cosas: enfadarla y meterle miedo.

Ninguna confesó, sin embargo, haber echado la foto. ¿Y quién me quita a mí ahora este miedo?

sábado, 8 de septiembre de 2012

SEPTIEMBRE Y LA PLAYA



Llevamos dos butacas, un libro, algo de tabaco para mí (ay), una botella de agua congelada que se irá derritiendo y tres euros para un pastelito y a veces, por infantilizarnos, un paquete de gusanitos o alguna otra golosina. Nos sentamos siempre en el mismo sitio, salvo que alguna pandilla de adolescentes haya ocupado nuestro espacio como los bárbaros,  con sus turbulencias, sus refregones, sus masajes y sus pulsiones sexuales. Por fortuna no es habitual esto, lo normal es que estemos bastante tranquilos.

 Nos quedamos en silencio y miramos el mar durante mucho rato.  Algunas veces ella se levanta de su butaca y recoge piedrecitas, qué profusión de erosiones,  volúmenes, formas, colores… me las trae y abre la palma de su mano para que eche yo un vistazo. Asiento estúpidamente, como si tuviera algo que ver en todo eso. ¿Te las vas a llevar a casa? Le pregunto y ella las mira y termina diciendo que no, como si se hubiese arrepentido de arrebatarle a la orilla sus ajuares.

Porque como decía, nos quedamos mucho rato en silencio. Cuando empezamos a respetar esta forma de estar absortos, cada uno con lo suyo, comprendimos que habíamos alcanzado otro estadio, otra manera de ser novios. Hago como el que no me fijo, pero no la pierdo de vista y la sigo cuando pasea con pasitos cortos o cuando dibuja con los dedos de sus pies algún rastro sobre la arena. También la veo, parapetado tras mi libro pero atento, cuando su mirada se pierde en el horizonte y planea sobre algunas melancolías que serán solo suyas, pero que quisiera uno compartir, para ver si puede ayudarla,  aliviarla de algo. En realidad casi todo el tiempo sonreímos, esa paz que se respira nos pone así, como dos gurús orientales, por encima de tribulaciones y cuitas cotidianas.

Me gusta verla salir del agua, no sólo por asuntos de entrepierna, creo que me gusta porque sé que su destino es venirse conmigo, que va a sentarse a mi lado y dirá que el agua está buenísima y después pegará su hombro desnudo al mío para que sienta yo ese frescor.

También dirá que no le importa que yo esté leyendo. Yo me distraigo mirando, dirá para que no me sienta incómodo, pero me señalará el mercante que se dirige al puerto, el salto de un pez, que algunos hacen cabriolas, chuleando, el vuelo de alguna sombrilla que el levante ha raptado, lo ridículos que somos todos, hombres y mujeres, cuando corremos medio desnudos en busca de algo; una sombrilla, un chapuzón, una pelota de tenis…No leo muchos páginas, es verdad, pero es bonito estar en esas dos realidades, la que está impresa en la que leo por ejemplo; “Dejado de la mano de la ira/ aquí me ves, perfecto abandonado, / mascando soledad y deshojado,/ temblando ante el otoño que suspira” (J.J. Vélez,  El sonido de la rueca)   y la que está a la vista. Las olas se encargan de ponerle música al tópico y no se sabe por qué razón relaja tanto ese rumor, esa nana como de caracola que canta el mar. Seguramente el niño que fuimos está deseando manifestarse y lo hace así, para que lo arrullen, para ser salvados. El niño que fuimos puede terminar creyendo en la existencia de marcianos y en la existencia de dios, cualquier cosa menos la soledad espantosa de tentar el absurdo. Ya decía el otro que la religión es la infancia de la humanidad.

No me gusta tanto que hable con todo el mundo, que la pareja de amigos que vende sus dulces (cuñas, carmelas, pasteles…) tirando de un carro hagan todas las tardes su tertulia con ella. Cada tarde la misma pregunta sobre cómo anda la venta y cada tarde el mismo suspiro resignado de la amiga dulcera que dice que fatal y la voluntad optimista de su marido que opina que unos metros más allá, por donde se ve todavía algún niño haciendo castillos de arena, seguramente van a vender bastante, y la mirada de su mujer, como diciendo; veremos a ver…

Alterno la lectura vespertina en la playa con un par de baños. Observamos a algún muchacho nadando contracorriente, como nosotros en la vida, y yo me animo y me lanzo al agua y nado como puedo, con toses, asfixias, espumarajos…el muchacho se deslizaba plácidamente sobre las aguas, se podría haber levantado y caminar sobre ellas como Jesucristo, y uno, maldita sea,  parece que esté ahogándose o retozando como los bebés y los perros cuando se les mete en las piscinas.

El otro día no hice el tonto (vaya, ole tú) y en lugar de competir con los tritones recuperé una costumbre de mi niñez, antes de que una otitis horrible me impidiera meter las orejas bajo el agua, y me puse en cruz, flotando y dejándome llevar por la marea y por la corriente. Hacía tanto que no me dejaba llevar, al menos sobrio, por la corriente, tanto tiempo resistiendo a los vientos de la vida, como en la copla, que se me vinieron a la cabeza algunos pensamientos sombríos. Pensaba, por ejemplo, que no estaría mal morirse así, en cruz (otra vez como el hippi) pero sin sufrimientos. Ir quedándose dormido hasta entrar en esa catalepsia y ya, finito.

Enseguida pensé en ella, que tendría que hacer uso de la llamada de emergencia del móvil porque me parece que no tiene saldo, y llamar a médicos, ambulancias, policías…una feria. Y ya se me quitaron las ganas de morir así, de interrumpir con la muerte la plácida lentitud con que la tarde iba cayendo.

Y cuando cae ya la tarde y se derrama la luz por sus confines, plegamos las butacas, recogemos la basurilla que ha generado nuestra presencia y lanzamos una última mirada al poema que está escribiendo el crepúsculo. Necesitándonos más, cada día necesitamos menos.


sábado, 1 de septiembre de 2012

NI DIOS, NI PATRIA, NI REY.



1.-No me gusta la confesionalidad mal disimulada del estado. Lo normal sería que la religión se quedara en la casa de cada uno. Que asumiéramos su enorme importancia en nuestra cultura, que valorásemos la aportación del cristianismo a la contención de los instintos más salvajes de la especie. La culpa, el pecado, la conciencia, son todos valores que tienen que ver con ese gazpacho greco latino, judaico  y orientalista que se preparó para mejorar la condición humana y su propensión a la barbarie. Que más tarde volviese la bestia a hacer de las suyas en nombre precisamente de la cristiandad, es culpa de los hombres y mujeres que pueblan la tierra. Se quiere decir con esto que nos merece un gran respeto la religión y su aportación al mundo tal y como lo conocemos. Pero ya está. Ninguna de las íntimas convicciones que pertenecen al territorio de la fe debiera imponerse a los ciudadanos de la aldea. Ninguna apreciación sobre sexualidad, educación, moralidad o  estructura social y económica de la comunidad debiera tener públicamente más valor que el respeto al que lo dice. Y por doloroso que pueda ser para quien siente devoción a las figuras que ilustran la fe o la mitomanía, tendrán que respetar también nuestra indiferencia e incluso nuestro desprecio por la escayola o nuestro interés puramente artístico, sin más misticismo que el lírico,  por las  músicas, las pinturas, las poesías, la  filosofía  y las magníficas obras que en todas las disciplinas artísticas nos ha legado el sentimiento religioso de la humanidad. Que cada uno sea libre de creer en dios, en Buda o en los juncos de la ribera, pero que esa necesidad o gusto personal no se inmiscuya en la vida civil. Y si esas creencias se ponen muy estupendas y pretenden limitar la libertad de la gente, no sé; ablación de clítoris, aborto, persecución de la homosexualidad, que prevalezca siempre la razón  frente al sofisma de ultratumba.

2.-No me gustan los toros, quiero decir que los toros me dan igual, lo que no  me gusta son las fiestas que alrededor de ellos y de su sufrimiento y muerte se organizan. Me dan igual los toros como me dan igual las palomas que,  salvo para alguna poesía, jamás me acuerdo de ellas. Así que no entiendo cómo, tú, que dices conocerme, me hablas de José Tomás, que será un artista y será un esteta, pero que a mí, no gustándome su disciplina y pareciéndome bárbara la pública muerte del animal, me sorprende cómo me banderilleas con  esa conversación.
Yo no digo que tú seas un salvaje. Conozco gente de gran sensibilidad y buen gusto a los que, sin embargo, les conmueve esa danza del hombre con montera en torno al mítico astado. Y a lo mejor todo ese lío de que si quitamos las corridas se extingue el bicho es cierto. También es cierto que el toro, por bravísimo que sea, tiene un sistema nervioso y que las banderillas, la lanza con la puya desgarrando tejidos,  y la espada que entra  a matar y mata, darán muchísima gloria al torero, a la tarde, al respetable, a la presidencia  e inspirarán sentidos y emotivos pasodobles, pero concédeme que al toro no le entusiasme esa verbena.
Y al final los trofeos,  como último escarnio a la bestia yacente. Se les corta una oreja, dos si la faena ha estado mejor y hasta el rabo, si ya la estocada ha sido sublime. No sé si los huevos no se los cortan para que no hagan las mentes calenturientas comparaciones entre la taleguilla del maestro y las pelotas del bicho. El toro no se muere por estética, ni para decorar la parranda de las ferias. Se muere matado y con gran sufrimiento.
 Yo sé que a ti no te gusta el Rock duro, por eso cuando vienes a mi casa en vez de ponerte la discografía de AC/DC mientras departimos amigablemente sobre el fondo monetario internacional, ten pongo, yo qué sé; a Joan Manuel Serrat que le gusta a todas las personas de España. No sé si me explico.

3.-No me gusta la monarquía. Cualquier análisis por epidérmico que sea, caerá inmediatamente en la cuenta de que la monarquía es un absurdo avalado, eso sí, por la historia. Pero la historia es un balbuceo y está escrita y hecha la historia por personas como tú y como yo. Sí, sí, sé que jode a nuestro particular universo mítico pensar que Nerón a lo mejor lo único que tuvo fue suerte. Que seguramente tenía muchas cosas en común con el vecino ese que tan gordo te cae y que no bajó de ningún Parnaso heroico. Por eso no me gusta la monarquía, porque se sostiene en la herencia de la sangre y su bravura (como los toros) y esto implica que por gilipollas que pueda ser un individuo, ese equipaje genético de plaquetas, leucocitos y hematíes, lo faculta para reinar sobre un pueblo. Algunas veces nos tocan monarcas gilipollas y otras monarcas campechanos. Si no  quiere uno que maten a un toro, que según los adeptos “nace para morir en la plaza” , cómo va a querer uno que maten -o guillotinen que parece que es la forma preceptiva de ejecutarlos- a un monarca, sea este gilipollas o simplemente campechano.

Lo más a lo que llegaríamos sería a destronarlo. A decirle a él y a su hemofílica estirpe, bueno chavales, se acabó el chollo; ahora vamos a echar unas semanas en la vendimia francesa (la monarquía borbónica, por ejemplo tiene su origen allí) Ya sé que Mao y su revolución cultural aplicaron estos métodos de reeducación y que el emperador las pasó canutas y nos produjo gran pena y consternación verlo rebajado a aquellas humildes tareas. Pero la vendimia dura poco y después podrán, él y toda la familia trapisonda, acogerse al subsidio agrario, o a los cuatrocientos euros. No les dejaremos en la estacada. Y cuando vayan a las tabernas a beberse el vino triste de los primeros días del subsidio, les animaremos todos y festejaremos su campechanía mientras vamos pidiendo otra media botella y una ración de papás con melva. Si luego, con su esfuerzo y trabajo, alguno de la familia medra, lidera, inspira o entusiasma y llega, pongamos a presidente/a del gobierno de la república, nosotros seremos los primeros en jalearlo públicamente, como los rumberos. Y contará con todos nuestros respetos y a lo mejor, hasta le devolvemos la corona para que se la ponga en carnavales o cuando esté cachondo/a y en tanga con su pareja, se la coloque en su noble testa o donde quiera y pueda colocársela.

4.-Hay que ver cómo me he levantado hoy. Mientras me afeitaba frente al espejo y antes de haber hablado con nadie, he musitado: Ni dios, ni patria, ni rey. Entonces ella me ha dicho; anda y vete a comprar el pan, . 
Durruti.