sábado, 8 de septiembre de 2012

SEPTIEMBRE Y LA PLAYA



Llevamos dos butacas, un libro, algo de tabaco para mí (ay), una botella de agua congelada que se irá derritiendo y tres euros para un pastelito y a veces, por infantilizarnos, un paquete de gusanitos o alguna otra golosina. Nos sentamos siempre en el mismo sitio, salvo que alguna pandilla de adolescentes haya ocupado nuestro espacio como los bárbaros,  con sus turbulencias, sus refregones, sus masajes y sus pulsiones sexuales. Por fortuna no es habitual esto, lo normal es que estemos bastante tranquilos.

 Nos quedamos en silencio y miramos el mar durante mucho rato.  Algunas veces ella se levanta de su butaca y recoge piedrecitas, qué profusión de erosiones,  volúmenes, formas, colores… me las trae y abre la palma de su mano para que eche yo un vistazo. Asiento estúpidamente, como si tuviera algo que ver en todo eso. ¿Te las vas a llevar a casa? Le pregunto y ella las mira y termina diciendo que no, como si se hubiese arrepentido de arrebatarle a la orilla sus ajuares.

Porque como decía, nos quedamos mucho rato en silencio. Cuando empezamos a respetar esta forma de estar absortos, cada uno con lo suyo, comprendimos que habíamos alcanzado otro estadio, otra manera de ser novios. Hago como el que no me fijo, pero no la pierdo de vista y la sigo cuando pasea con pasitos cortos o cuando dibuja con los dedos de sus pies algún rastro sobre la arena. También la veo, parapetado tras mi libro pero atento, cuando su mirada se pierde en el horizonte y planea sobre algunas melancolías que serán solo suyas, pero que quisiera uno compartir, para ver si puede ayudarla,  aliviarla de algo. En realidad casi todo el tiempo sonreímos, esa paz que se respira nos pone así, como dos gurús orientales, por encima de tribulaciones y cuitas cotidianas.

Me gusta verla salir del agua, no sólo por asuntos de entrepierna, creo que me gusta porque sé que su destino es venirse conmigo, que va a sentarse a mi lado y dirá que el agua está buenísima y después pegará su hombro desnudo al mío para que sienta yo ese frescor.

También dirá que no le importa que yo esté leyendo. Yo me distraigo mirando, dirá para que no me sienta incómodo, pero me señalará el mercante que se dirige al puerto, el salto de un pez, que algunos hacen cabriolas, chuleando, el vuelo de alguna sombrilla que el levante ha raptado, lo ridículos que somos todos, hombres y mujeres, cuando corremos medio desnudos en busca de algo; una sombrilla, un chapuzón, una pelota de tenis…No leo muchos páginas, es verdad, pero es bonito estar en esas dos realidades, la que está impresa en la que leo por ejemplo; “Dejado de la mano de la ira/ aquí me ves, perfecto abandonado, / mascando soledad y deshojado,/ temblando ante el otoño que suspira” (J.J. Vélez,  El sonido de la rueca)   y la que está a la vista. Las olas se encargan de ponerle música al tópico y no se sabe por qué razón relaja tanto ese rumor, esa nana como de caracola que canta el mar. Seguramente el niño que fuimos está deseando manifestarse y lo hace así, para que lo arrullen, para ser salvados. El niño que fuimos puede terminar creyendo en la existencia de marcianos y en la existencia de dios, cualquier cosa menos la soledad espantosa de tentar el absurdo. Ya decía el otro que la religión es la infancia de la humanidad.

No me gusta tanto que hable con todo el mundo, que la pareja de amigos que vende sus dulces (cuñas, carmelas, pasteles…) tirando de un carro hagan todas las tardes su tertulia con ella. Cada tarde la misma pregunta sobre cómo anda la venta y cada tarde el mismo suspiro resignado de la amiga dulcera que dice que fatal y la voluntad optimista de su marido que opina que unos metros más allá, por donde se ve todavía algún niño haciendo castillos de arena, seguramente van a vender bastante, y la mirada de su mujer, como diciendo; veremos a ver…

Alterno la lectura vespertina en la playa con un par de baños. Observamos a algún muchacho nadando contracorriente, como nosotros en la vida, y yo me animo y me lanzo al agua y nado como puedo, con toses, asfixias, espumarajos…el muchacho se deslizaba plácidamente sobre las aguas, se podría haber levantado y caminar sobre ellas como Jesucristo, y uno, maldita sea,  parece que esté ahogándose o retozando como los bebés y los perros cuando se les mete en las piscinas.

El otro día no hice el tonto (vaya, ole tú) y en lugar de competir con los tritones recuperé una costumbre de mi niñez, antes de que una otitis horrible me impidiera meter las orejas bajo el agua, y me puse en cruz, flotando y dejándome llevar por la marea y por la corriente. Hacía tanto que no me dejaba llevar, al menos sobrio, por la corriente, tanto tiempo resistiendo a los vientos de la vida, como en la copla, que se me vinieron a la cabeza algunos pensamientos sombríos. Pensaba, por ejemplo, que no estaría mal morirse así, en cruz (otra vez como el hippi) pero sin sufrimientos. Ir quedándose dormido hasta entrar en esa catalepsia y ya, finito.

Enseguida pensé en ella, que tendría que hacer uso de la llamada de emergencia del móvil porque me parece que no tiene saldo, y llamar a médicos, ambulancias, policías…una feria. Y ya se me quitaron las ganas de morir así, de interrumpir con la muerte la plácida lentitud con que la tarde iba cayendo.

Y cuando cae ya la tarde y se derrama la luz por sus confines, plegamos las butacas, recogemos la basurilla que ha generado nuestra presencia y lanzamos una última mirada al poema que está escribiendo el crepúsculo. Necesitándonos más, cada día necesitamos menos.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Precioso