miércoles, 17 de julio de 2013

EN LA COLA


La cantidad de hombres y mujeres es proporcionada, paritaria, como dicen los burócratas de los partidos políticos. Hay algunos que se manejan con bastante soltura y te dicen para qué sirve tal número,  o a qué pantalla debes permanecer atento por si apareciera tu nombre, como en una rifa, y junto a tu nombre el número de una mesa y de un despacho.

 Está, como en casi todos los sitios, prohibido fumar y por eso hay un grupo de hombres y mujeres que lo hacen en la acera, llueva, nieve o truene. No se alejan mucho y fuman casi pegados al portal para escuchar el pito que avisa de los turnos, no sea que se pase eso, el turno, y que se pase  puede condenar a alguien a no tener ni un euro que echarse al bolsillo durante un mes o más,  porque se cumplen los plazos. Es decir que los turnos, la pantalla, los nombres, las mesas y los formularios son importantísimos, cuestión de vida o muerte.

Los cigarros que fumamos en la acera son cigarros muy baratos, casi todos de una marca de contrabando con nombre mágico y sabor asqueroso; Elixir.  Hay un rastro de colillas diarias, algunas con carmín y otras no, que a saber qué angustias, qué esperanzas y qué frustraciones sosegaron, ahí, mientras se esperaba el turno; el puto turno.

Los hombres y las mujeres tienen carpetas azules de cartón y goma elástica, unas carpetas muy tristes que contienen fotocopias del libro de familia, de los certificados de empresa, de los salvoconductos de la ruina. Pero también hay algunas señoritas, seguramente fueron secretarias de algún constructor o comerciales de una inmobiliaria, que cargan con maletines ostentosos, como si no pudieran asumir su nueva condición de parias. Todavía visten como cuando iban al trabajo cada mañana, con faldas cortas y camisas bonitas. Se las ve algo avergonzadas de estar tan cerca de los pobres. No quieren ni mirarlos, están todo el tiempo con el teléfono móvil y  sólo levantan la vista,  deseosas de salir de allí,  cada vez que suena, por si les tocara a ellas, el pito. (Se quiere decir, el timbre que avisa).

Los más acostumbrados se saludan entre sí y se preguntan qué tiempo les queda a cada uno, como los enfermos terminales.

Ese tiempo se refiere al subsidio, la ayuda o la migaja que todavía perciban por haber trabajado una temporada. Se dice continuamente, como un mantra que fluctúa;  para solicitar, para renovar o para echar la ayuda, aunque es claro que la ayuda se la echan a ellos. Hay caras de angustia, sí, pero hay también bromas, buen humor, chascarrillos porque parece que no han podido robarnos la alegría. Aún.

Y por supuesto hay quejas, indignación, causas por las que valdría la pena meterle fuego a, no sé, la mesa donde se amontonan los formularios de colores.

Una mujer de unos cuarenta años está sublevada porque de la miseria que cobra cada mes, el gobierno le ha robado treinta euros, porque trabajó dos horas al mes, contratada. ¡Para eso prefiero que no me contraten! , exclama y todos le damos la razón, asentimos con la cabeza y hasta las dos pijas recién llegadas al fabuloso mundo de las oficinas de (ji ji ji) empleo, levantan la cabeza y miran como diciendo que hay que ver y que vaya mierda de país.

La peña se va animando y se ponen a contar cada uno de ellos la fechoría a la que han  sido sometidos. Uno, jovenzuelo, grita que lo que tenemos que hacer es no votarlos, no dice partidos,  pero se entiende que a ninguno de los que se presenta a las elecciones. Otro, de más o menos mi edad, afirma: “Esto tiene que reventar” y casi todos dicen que sí, que tiene que reventar y se diría que lo más les gustaría a la mayoría es eso; que reventase de una puta vez. El amigo que ha dicho esto ve de pronto su nombre en la pantalla y se le aplaca bastante el ímpetu revolucionario, mira a un lado y a otro buscando el despacho y la mesa indicadas y corre mansamente  hacia allí porque parece que prefiere que reviente cuando ya tenga él echados los papeles para ir cobrando.

Los demás no, los que estamos esperando seguimos con la tertulia. Y sale el yerno del rey, que si se enterase de lo que le hemos llamado, seguro que devolvía hasta el último céntimo o se moría de la pena. Sale el presidente del gobierno, que tiene que haber llegado a eso por generación espontánea, porque votarle parece que no le ha votado ni dios. Salen, en verdad, todos los partidos políticos y lo más bonito que se les dice a todos ellos es ladrones, cabronazos   o hijos de puta.  La canciller alemana también sale un poco y a ésta creo que había que ahorcarla. Me parece que dos o tres  personas sabían cómo arreglarlo todo: “Esto lo arreglaba yo”. Da un poco de pena que los arreglos más tajantes tuvieran siempre un chero fascista.

Con Zapatero estábamos mejor, dice una señora que ha metido su cuerpo  serrano en unas mallas de color gris y a la que muchos hombres,  algunos barrigones y alopécicos y otros no, le han echado fugaces miradas al trasero,  y otra le replica que ese, Zapatero, es el que nos ha llevado a la ruina. Lo hace esta con mucho rencor, no sé si a Zapatero o a las lorzas de la otra que están siendo tan celebradas por la masculina concurrencia.

Algunos no intervenimos en nada, pero no paramos de decir que sí con la cabeza y de hacer visajes con la cara, como diciendo; ¡Ay, si yo te contara!

En algún momento llega nuestro turno y saludamos al foro. Siente uno la solidaridad de una forma sinuosa, es como si estuvieran los compañeros diciéndonos, a ver cómo escapas, camarada. Entramos con los hombros caídos y pensando en qué papelitos nos faltará, si nos tocará un funcionario bueno o uno con cara de perro. Si no habrán cambiado la ley hace un rato, si no nos harán preguntas que sólo conducen a la melancolía; dónde le gustaría trabajar, estaría usted dispuesto a irse de su ciudad, de su comunidad autónoma, sabe usted idiomas, qué otras habilidades maneja, además de las que vierte usted por la tinta de su currículum. Cosas tan peregrinas que tiene uno ganas de decir que es un gran bailarín de merengues y bachatas, que si se anima nos lo hacemos allí mismo, lo del baile, y salimos al patio de los parados los dos, enlazados como en un musical, haciendo las delicias de todos los postulantes al subsidio. Pero no decimos nada, o decimos que sí a todo. Y nos vamos de allí, con la música a otra parte. ¿ A qué parte? A la oficina de correos que está hasta la bola de gente pagando el recibo de la luz minutos antes de que la corten. 

A eso recibo una llamada: oye, que si quieres venir a recitar poesías a un sitio. Miro con vergüenza a mi alrededor, no sea que alguno de los míos haya escuchado esto, y digo que no, que ando muy ocupado.