martes, 26 de junio de 2007

MATUTINAS

Alrededor del lavabo, una pequeñísima araña se afana por trepar la impoluta muralla de los saneamientos.

La observo y pienso que ese animal es consecuencia de miles de años de evolución, del entramado genético que nos conforma y nos hace más o menos primos lejanos a todos los seres vivientes.
La araña a simple vista es de una estupidez desalentadora y uno tiene que pensar que todos esos millones de años, toda esa matemática demencial de signos, causas y azares al final dan como resultado esto: Una araña estúpida tratando de trepar por el lavabo sin conseguirlo.

La eternidad, piensa uno, era esto. Mientras me cepillo los dientes, voy mirando el triste sino de la araña y decido por fin terminar con su inútil esfuerzo abriendo con fuerza el grifo. La araña se pierde por el sumidero del lavabo y de la memoria. La araña cae por un agujero que para ella es un abismo y, efectivamente, se abisma para siempre.

Ahora seguirá el melancólico bucle su lógica sedimentaria y algo se comerá los restos de mi arañita, otro animal se comerá al anterior hasta completar la cadena alimenticia. Exasperando el argumento del eterno retorno, puede resultar que algún día engulla yo mismo un cacho de los nutrientes de la araña que esta mañana he condenado al desastre.

Cuando yo me muera, lagarto, lagarto, que no me quemen joder, porque esa moda de la pira funeraria va contra la evolución. Que alimenten mis huesos y mis carnes a la legión de gusanitos y a otras bestias inmundas, para que siga la fiesta, para que el gato que salta por los tejados como un hirsuto relámpago de salvajismo urbano, sea casi pariente espiritual mío.
Y pienso hoy todas estas cosas, porque quería yo que saliera un bonito artículo, pero estoy que parece que me ha picado un bicho.

MILITANCIAS

Se puede amar a una mujer por su risa, por sus manos cuando acarician, por sus gestos cuando habla y la mira uno embelesado, pensando “pero qué guapa es”.
Se puede amar a una mujer exclusivamente por su cuerpo, o por su inteligencia, o por la fuerza de su carácter, o por la dulzura de sus ojos cuando coinciden las miradas.

Seguro que a un hombre también se le podrá amar por cosas parecidas, pero de eso no “entiendo” y no me atrevo a enumerar motivos. Sin embargo, la pasión y el amor, generadores de la mitad de las cosas que suceden en el mundo (la otra mitad, ya se sabe, la generan sus antónimos; el aburrimiento y el odio) no evitarán que sepamos que esa mujer a la que se ama, tiene defectos, algunos sin importancia y otros que pueden llegar a sonrojar al más cándido y entregado amante.

Defectos, pese a todo, bellamente, fieramente humanos, que diría el poeta. Se amará también y sin condiciones, a la madre y al padre, pese a los enfrentamientos, pese a las meteduras de pata con las que nos hayan ido criando. Y a los hijos, se les amará de manera todavía más irracional y atropellada, sin esperar nada a cambio, sabiendo que nunca será su amor comparable al nuestro, sabiendo que como decía otro poeta, este persa, que anduvo muy de moda entre los hippies y los maestros de escuela de los años ochenta; “Los hijos no son hijos nuestros; que son hijos e hijas de la vida”.

Mas, sabremos también distinguir la excelencia y la virtud de los vástagos, de sus mediocridades, de sus faltas, que las tendrán, como la mujer amada, como la madre y el padre. Como nosotros mismos.

Por eso cuesta tanto entender esa ceguera militante que se pide a las ideas. Esa especie de catecismo en el que el ser humano que políticamente se define, de izquierdas o de derechas, tiene que ir consultando cada toma de postura. Las divisiones catetas entre buenos y malos, los principios irrenunciables, las fatigosas doctrinas, la lectura convertida en panfleto y el panfleto en libro sagrado, o en libro rojo.

La obligación de tener que tragar sapos intragables; porque forman parte, esos sapos, de la tradición que avanza en el carromato de nuestra ideología; sapos como Franco y Primo de Rivera, en el caso del carruaje de los conservadores españoles. Sapos como Stalin o Carrillo, en el caso del carromato progresista.

En estos tiempos, iba a decir de ideas, pero afortunadamente el lenguaje escrito es por naturaleza reflexivo; no son tiempos de ideas, exceptuando algunas extravagancias lírico-estilísticas de geniecillos de barriada, ciegos de porros.

Decía que en estos días electorales o preelectorales, o postelectorales, se pide a la sufrida militancia de los partidos que amen al – así llamado- líder, que veneren a esos líderes, que les perdonen a los líderes, las habitualísimas cagadas, meteduras de pata, gazapos y tonterías que estos digan cada vez que tengan ocasión de asomar el rostro por una televisión.

Verlos reír las discutibles gracias de los desangelados candidatos da pena y grima, sobre todo ver a los que colocan en los mítines con sus banderitas y sus politos recién planchados y sus melenitas de peluquería, tras el candidato, jóvenes en su mayoría, sentados en plan “somos más chachis que el copón bendito” da una grima y una pena muy grandes.

Verlos aplaudir, a los jóvenes y a los viejos, entusiasmados cuando los candidatos se quitan la chaqueta y la corbata para estar entre ellos, concediendo con esa descamisada estética, que pueden bajar hasta la chusma y saludarla, darles besitos a los niños de pañales (que piensa uno la culpa que tendrán los neonatos de las filias de sus embobados progenitores) y firmarles autógrafos con cara de pánfilos dadivosos a esas señoras con laca que siempre están en todos los sitios; ya sea un mitin tedioso de Zapatero, un club de la comedia de esos que monta Rajoy de vez en cuando, o una apoteosis folclórico judicial de la Pantoja.

La militancia se convierte así en una patética representación del borreguismo más soez. Se puede amar, decíamos, a una mujer, a unos padres, a unos hijos, con cierta ceguera, con poética pasión y aún así conocer sus defectos.

¿Cómo es posible que este amor por los líderes que profesa la militancia sea tan ciego? Porque felizmente, esos amores son tan ciegos como falsos y amainarán en cuanto pase esta cosa que ellos llaman, sin mearse de la risa, fiesta de la democracia.

miércoles, 20 de junio de 2007

MARCIANOS


Convivo cada día con un mundo que no entiendo. No me voy a ir del mundo por eso, claro. Pero hablo mucho por el teléfono móvil y no entiendo cómo es posible, sé que hay un satélite y todas esas cosas, pero no entiendo cómo se hace un satélite.

Al final me viene un pensamiento: Es toda la humanidad la que participa de estos progresos. Una comunión de la especie en la que todos servimos para algo. Y eso es así porque el matemático o el físico que consolidan la entelequia serán incapaces de soldar un cacho de hierro, o de conducir un carricoche sideral. De tal forma que cada herrero, cada peón de albañil y cada soldador son responsables, a su manera, de que la mujer que amo pueda llamarme al móvil y pueda decirme que vaya a casa, que me espera, que deje ya las elucubraciones existenciales a las que soy tan dado y me ponga el tanga de leopardo y aúlle como un tigre Borgiano perdido en el laberinto de los armarios empotrados y del sexo marital.

Gracias doy a cada uno de los gremios del mundo laboral por lo que hacen por mis relaciones sexuales. Y doy gracias a los fabricantes de condones, y al que inventó los condones y se los probó allá en la oscuridad mística de su laboratorio y tuvo que provocarse una erección, a lo mejor sin ganas ni nada, para poder probar el invento en carne- nunca mejor dicho- propia, doy gracias al artista y poeta que se inventó la lencería y dijo “Eureka” y al erotómano/a que imaginó el primer tanga dibujando como un hilo amazónico por entre las nalgas de la mujer.

Los milagros del Galileo son una nimiedad comparados con las virguerías que hemos sido capaces de hacer nosotros (yo también, algo tendré que ver en este cósmico delirio de dios). Esto puede dar una idea muy positiva de la humanidad en su conjunto. Si viniera un marciano y me leyese diría: “Vaya, vaya, qué civilización tan avanzada; móviles, ordenadores, redes cibernéticas de información, condones y tangas”.

A mi me parece que con las visitas y con los marcianos hay que llevarse bien y ser educados, por eso trataría de que el bicho verde no leyese nada referente al follón que se ha montado por culpa de unas caricaturas de Mahoma, por lo visto otro marciano o algo así. Ni que oyese el clamor de los tiros en Bagdad, que es el mismísimo Marte en la Tierra. Ni que viese en la tele a nuestros líderes de opinión del pueblo, hablar en “Marciano cateto” sobre la libertad de expresión.

Escondería del marciano a los mamarrachos que se exhiben en las televisiones y lloran como si se les hubiese muerto un ser querido porque otro montón de mamarrachos patéticos los han nominado para que abandonen una casa, una academia, una cocina o una cuadra.

Cuando saliese por la televisión el Emperador norteamericano con su cara de melón diciendo que como se le hinchen las narices va a provocar dolor y sufrimiento a muchas personas inocentes, le diría a mi colega marciano que se trataba de un humorista, como el otro; el iraní iracundo, que son una pareja de cachondos mentales que se dedican a invocar al “Coco” para los niños inapetentes que no quieren comerse la sopa.

Trataría de que el marciano se llevase una buena impresión de este planeta, aunque para ello tuviera que esconder en sinagogas, mezquitas o abadías a todos los adoradores de marcianos que viven entre nosotros con su filosofía sacra y su literatura de Raticulín. Costará mucho trabajo; que la fuerza me acompañe.

GALLARDOSKI

EL HORTERA IMPRESENTABLE


Cuando el hortera impresentable y analfabeto se siente cohibido, apenas se le notan sus babeos ni sus eructos existenciales. Se reserva para torturar con su estulticia a los más próximos; familiares, amigos si le quedan, o compañeros de curro. Pero, oh señor, hay horteras impresentables y analfabetos que por circunstancias de la vida van teniendo poder. Sea porque tienen suerte con los negocios, sea porque por no escucharlos, alguien les dio un carguito un aciago día, sea porque les tocó la lotería, sea porque dieron un braguetazo. La cosa es que el poder diluye vergüenzas, y como el hortera impresentable y analfabeto, posee un código ético raquítico, que se basa fundamentalmente en el medallón de oro que pueda llevar el contertulio, o en la marca de su coche o en la voracidad del cocodrilo cosido al jersey como un certificado de clase; el hortera impresentable y analfabeto con poder o dinero, o viceversa, no se corta un pelo y pringa con su porquería dialéctica y vital a todo el que tenga cerca.


Hagamos constataciones empíricas de semejante afirmación:

El hortera impresentable y analfabeto, porque estuvo unos días en la Habana, en un viaje de negocios de esos y folló, pagando sí, pero a unos precios ridículos para los parámetros de nuestro país de nuevos ricos, se siente, el hortera, un hombre de mundo y si alguien osa hablar delante de él de la revolución cubana, de su esplendor y de su ocaso, no se corta un pelo y pontifica alguna sandez merecedora de uno de esos tribunales sumarísimos que dicen que monta Fidel, cuando algún maleante que cree en la democracia o en los derechos humanos, se le sube a sus históricas barbas.

Puede uno dirigirse al hortera impresentable y analfabeto, cansado ya de soportarle impertinencias y espetarle alguna pedantería muy gorda que le haga tambalear, nada; ni caso. El hortera analfabeto e impresentable, te mirará con conmiseración ¡encima! Y frente a tu dialéctica seudo marxista, esgrimirá una especie de metáfora confusa en la que lo único claro es que él, el hortera impresentable y analfabeto, cuando se follaba a la jinetera (o al jinetero, cualquiera sabe) se estaba con aquel acto, follando a toda la revolución cubana y a todo el romanticismo libertario de la izquierda mundial. Que lleve un poco de razón semejante botarate, a uno no le consuela; todo lo contrario; lo hunde más si cabe en la depresión y el asco.

Así como al pelmazo, otro psicópata social , le importa un rábano lo que uno pueda opinar en cualquier controversia y espera, solamente, disparar su letanía maniaca; al hortera impresentable y analfabeto no le basta con esa intimidad terrorífica con la que le pelmazo te acapara en la reunión, jodíendote para siempre la noche, el hortera impresentable y analfabeto necesita público y su conversación va dirigida a todo el mundo.

Cuando la atención de ese público va decayendo, grita al camarero, agitando algo; las llaves del todoterreno, del dúplex o del ático frente al mar, su más celebrada máxima tabernera: “picha, llena aquí y pon un poquito de jamón…mismo”.

Siempre hay gente menesterosa o sencillamente gorrones profesionales, que ante este dispendio del hortera impresentable y analfabeto, se tragan su aburrimiento y hasta su dignidad, por cuatro lonchas de jamón y un par de cervezas fresquitas.


GALLARDOSKI

martes, 19 de junio de 2007

ARTE MENOR


Durante algunos años, pocos afortunadamente, llegué a pensar que un escritor era alguien de una inteligencia superior a la media. Que los pintores todo lo miraban con los ojos poseídos por el color y la perspectiva, y que los músicos caminaban por las calles amagando melodías y silbando tonadas, como si el aire mismo trajera un pentagrama invisible que sólo había que saber leer. Esas tonterías las pensaba uno porque se veía a sí mismo muy especial. Ya no, ya ha visto uno cómo se van cumpliendo en su triste existencia cada uno de los presagios que barruntaba el tiempo: la panza que se asoma, las sienes blanqueadas como a los que volvían en los tangos de Gardel, los pitos y las flautas que montan nuestros pulmones adictos tras una noche de juerga.

Pero como a uno le gustaban todos esos misterios de la creación, igualito que a Jehová, maliciaba, que era muy distinto a la plebe, que estaba bien (la plebe) y había que defenderla de los malos y todo eso, pero no disfrutaban del sagrado ascua de la creación y este detalle no es que a ellos les hiciera inferiores, es que a nosotros, los genios, nos hacía sublimes.

Lennon, confesó alguna vez que cuando chico pensaba: “O estoy loco o soy un genio”. Si las circunstancias no se hubieran aliado felizmente para que Lennon compusiera, junto al bueno de Paul, algunas de las más hermosas canciones de la música pop, probablemente Lennon seguiría vivo, sexagenario y tocando la guitarra en algún sucio garito de Hamburgo, medio alemán ya, fracasado y convencido de que ni era un genio, ni estaba loco, ni nada.

Tendría Lennon algunas canciones bien bonitas compuestas, que interpretaría en las fiestas familiares y que serían muy celebradas por los hijos, las nueras, los yernos y los nietos. Y a lo mejor no hubiese compuesto jamás “Imagine” porque la mayor parte de su vida se la habría pasado tocando polkas, o el “Lili Marlene” frente a patuleas de alemanes borrachos y nostálgicos de los fulgores del nacional socialismo, pasodobles de Manolo Escobar en las asociaciones de emigrantes españoles o clásicos de Chuk Berry en casinos para bailongos talluditos.

La humanidad se hubiera quedado sin un ramillete de buenas canciones y Lennon sin sus millones de dólares, sin sus amantes, sin su Yoko Ono, sin fotografías en pelotas y sin su paranoico y asesino admirador fatal.

Se quiere decir que el éxito ese, por el que alguna vez, hace siglos, cuando el porvenir era largo y el futuro una esperanza y no una amenaza, se ha luchado, es una circunstancia tan azarosa y tiene tan poco que ver con el talento como la lotería.

Este artículo, por ejemplo, sin ser bueno, ni malo, sino regular, firmado por algún plumífero de relumbrón tendría ante tus ojos, oh lector, un valor añadido, un IVA.

Eso en las artes, claro, porque en el deporte si un tío es capaz de saltar como un mono, o de pegarle a la pelota con un tino y una fuerza bestiales, o de levantar toneladas de peso sin que se muera, no serán precisas subjetividades como “Esto está muy bonito” o “Esto suena muy bien” o “Este cuadro es una maravilla”. Sencillamente llega uno a la cancha deportiva, se pone sus calzones y su camiseta de forzudo y ¡zas! Levanta, chuta o salta.


Y la gente se queda estupefacta como cuando íbamos al circo y veíamos las cabriolas de un anciano y una madurita de nalgas cabizbajas, sobre un trapecio. Entiéndase que hablo del éxito, de la relevancia social y no de la valía de las obras.

Siguiendo el ejemplo de nuestro venerable Lennon, si éste hubiese, al final, podido componer “Imagine”, la canción seguiría siendo tan bonita y tan ingenua. La diferencia es que casi nadie se hubiese fumado un porro escuchándola, ni ligado a una hippie tan bonita o más que la canción y tan ingenua o más que la canción, cantándosela al oído en una barbacoa ibicenca.

El manuscrito de “El Quijote” si se hubiese perdido, porque Cervantes hubiera sido aún más desgraciado de lo que fue, o porque Lope de Vega lo hubiera escondido, para brillar él más pero sin valor para la destrucción ni el fuego, como decía Cernuda, al final, de ser descubierto, seguiría siendo “El Quijote” . Una obra mayor de la historia de la humanidad.

O las partituras de Mozart, si el pobre Antonio Salieri las hubiera también escondido en un cofre bajo siete llaves, para llevarse él las rosas y el vino de las monarquías melómanas, al final saldrían a la luz y seguirían valiendo tanto como siempre; más que el oro del Perú.

Eso no quita que, aún a riesgo de equivocarnos, ayudaríamos -por omisión al arte- si pudiéramos esconder nosotros los cuadritos de Tapies, los últimos libros de Paco Umbral, las películas de Almodóvar y la música molestísima de esos delincuentes intelectuales llamados “Il Divo” Haríamos, además, un gran bien a la humanidad. Como Lennon con su Imagine y Cervantes con su Quijote.


GALLARDOSKI

lunes, 18 de junio de 2007

EL CONOCIMIENTO


A los chavales les pusieron en el colegio “La vida es bella”, esa película de Roberto Benigni a ratos genial, a ratos conmovedora y hermosa, y a ratos histriónica.

El bienaventurado maestro, pretendía que después de ver la película, hiciéramos una charla en la que uno, invitado como poeta, pensador y articulista, ¡ole, la santísima trinidad intelectual! , introdujera aquella suerte de cine forum a la antigua usanza, ofreciendo algunas claves más o menos históricas sobre la barbarie nazi y si se daba el caso, sobre las excelencias del cine comprometido. Luego se abriría un turno de preguntas en el que los estudiantes, todos ellos mayores de catorce años, podrían saciar su sed de conocimiento. Como es lógico, tras la película, que la mitad de los chicos soportaron jugando con los teléfonos móviles, y la otra mitad prácticamente roncando, estaban los púberes deseando salir de aquella jaula y volver a las calles a solazarse y a arrebujarse entre ellos.

Uno se solidariza enseguida con los oprimidos, como con los judíos de “La vida es bella”, y se saltó a la torera la tontería de las preguntas para que los jóvenes pudieran escapar de la encerrona intelectual que le habíamos preparado, sobre todo el señor maestro, porque yo; el poeta, pensador y articulista, iba allí de invitado, cada vez más de piedra.


Al rato, tomando una cerveza en una taberna colindante, me encontré con uno de los chavales que habían asistido al fallido cine forum. Me había fijado en él porque llevaba una melena de esas con rastas, absolutamente envidiable. Uno se deja sus cuatro greñas y mira en el espejo la insolencia con que el tiempo como un látigo, deja caer su inexorable sentencia. El chaval me saludó y le preguntó al camarero si vendían lotes.

El lote, no es como hace un par de décadas, esa genialidad de meterle mano a una muchacha como si la vida nos fuera en ello. El lote contemporáneo es una botella de ron o de güisqui, otra de coca cola y varios vasos de plástico. El de la taberna dijo que sí, que había lotes, y el rastafari de pueblo, pidió una cerveza mientras se lo preparaban.

Como se sentó a mi lado, estime oportuno preguntarle si le había gustado la película. Me contestó que sí, que estaba “bonita” pero el problema era que no había entendido nada. Cuando decía aquel adolescente que no había entendido nada, se refería a que no sabía qué narices eran el nazismo, los campos de concentración, el Holocausto o las SS.

Pero vamos, que ni les sonaban. Entonces me acordé de mí, de los años en los que uno tampoco sabía casi nada y descubrió con la solemnidad con que se hacen estas cosas de jovencito, el prodigio del conocimiento. Ocurría entonces que uno no sabía qué era una república de trabajadores de todas las clases, y se aplicaba de inmediato a la búsqueda de información sobre ése u otro particular.

Andaba uno siempre pendiente de las cosas que decían sus mayores, y si lo que ocurría en Nicaragua, con la contra, con Ronald Reegan y con toda la pesca, era una especie de nuevo Vietnam, como había escuchado a un señor mayor en una tasca, buscaba uno; primero enterarse si Nicaragua era un país o una agrupación folclórica latinoamericana, y después el resto de los datos que hacían, que un chaval con catorce años, yo mismo, elevara una mijita su voz en alguna reunión de amigos mayores para decir: “Pues creo que no, que la situación en Nicaragua responde a otros parámetros geopolíticos de la administración estadounidense.”

Normalmente los mayores, no solían pegarle a uno un guantazo por pedante y niñato, alguno sonreía y algún otro tomaba en serio lo que el mocoso que yo era afirmaba. Pero uno había descubierto, leído; había buscado libros y enciclopedias. Uno quería saber.

Yo a los nazis los descubrí por culpa del Capitán América y por alguna serie de televisión, la guerra civil gracias a Arturo Barea y su excelente “La forja de un rebelde”, los últimos coletazos del franquismo, gracias a Luís Eduardo Aute y su canción “Al alba”, cuya letra todavía hoy me conmueve.

Quiero decir que las cosas y la cultura pasaban por delante de uno, y a pesar de la edad, del acné, de las pajillas compulsivas como un mono y de los encoñamientos casi mensuales por alguna muchacha, uno quiso y supo asirse al conocimiento. Y esta experiencia sirve para entender mejor el mundo, entender por ejemplo, que la vida es bella, pero que puede ser mejor.


GALLARDOSKI

sábado, 16 de junio de 2007

Me gustan muchas cosas

Me gustan muchas cosas. Es muy sencillo tenerme contento y hacerme regalos. Si alguien me regala un libro, es que me conoce, si me regala un disco también, si me regala una película en deuvedé, lo mismo. Si me regala una botella de vino, es que ya ese alguien, es casi un hermano de sangre. Siroco me trajo de Extremadura una botella de vino bueno, tinto de la tierra, rojo como la sangre. Y me trajo también un montón de nuevas canciones, que ya van convirtiéndose en las nuevas canciones con las que iremos trabajando La Banda del Malandar.
Con ellas iremos trabajando, pero los amagos ya se han visto un par de veces en directo, en esa especie de parodia de los recitales, los rapsodas y toda la pesca, que Siroco y yo perpetramos por los garitos. La última fue el pasado viernes, en la cafetería Palladio. Provocamos la risa de los amigos, en una noche espléndida de poesía, humor y canciones. Siroco como siempre estuvo elegante y formidable, exceptuando los momentos en los que se arrancó a cantar, que esos pertenecen directamente al territorio de lo sublime y lo vanguardista, lo que pasa es que la gente es muy bruta y no conoce. A uno le gustan muchas cosas; pero de las que más le gustan, son cantar con La banda y montar el pollo con el Siroco. Y lo otro, claro, lo de las ingles y la saliva y ahora encima y ahora abajo, ya saben.
Larga vida al Rock and Roll y a los poetas greco latinos, que son más buenos que yo qué sé. Nada de lo humano nos es ajeno, como al hippi de la cruz.

LOS FLAMENQUITOS

Dentro del grupo humano de los espabilados, esos que consideran que su astucia es directamente proporcional a la estupidez que a uno le suponen, viene destacando “El Flamenquito”. He usado el diminutivo no solamente por achicarlos sino porque también conozco a los Flamencos cabales. Esos son de otra forma, gente con más años y sobre todo, con más vergüenza que estos rumberos de ensortijada melena, que se sientan sobre un cajón y percuten sobre el mismo como si tuvieran en las palmas de sus manos las llaves de una sabiduría telúrica inalcanzable para un payo infeliz, como yo. Tengo que relacionarme muchas veces con flamenquitos porque como llevo una temporada metido a cantante de boleros, coincidimos fatalmente en verbenas y saraos. Las concejalías de cultura de casi todos los pueblos, están ocupadas por un maestro de lengua y literatura, por un poeta de verso libertario, o por el más simpático de los que pululan por el ambigú de la sede del partido político, que es donde se decidió una noche de copas, quienes formarían el equipo de gobierno. Por eso, estos concejales, en cuanto ven llegar al flamenquito con sus camisas blancas o de lunares y esos aires de Rolling Stones lolailos, se ponen amables con ellos y les permiten que mientras el resto de los músicos del sarao, hemos sido puntuales y llevamos hora y media peleando con el técnico de sonido, para que aquello no sea una tómbola, el flamenquito se acomode en la barra y vaya pidiendo cubatas a cuenta de la corporación. El Flamenquito casi siempre toca la guitarra (flamenquita) o canta algo. Suele tocar regular tirando a mal, pero como le pega al instrumento con fuerza y posa de puta madre, no parece tan malo. Cantar tampoco sabe y su repertorio se limita a la rumba y a la bulería. Por fiestas, me parece que le dicen a esa especie de ataque de nervios sin afinación donde fingen poner el alma y lo que acostumbran a poner es la mano, el sombrero o el plato. Cuando alguno se entera, por mal del demonio, que soy o era poeta de pueblo, enseguida afirman que ellos también lo son. Siempre son poetas y bohemios, no falla, y casi todos han compuesto un fandango sensiblero o una coplilla. Nombran con afectación a Federico García Lorca, del que tienen un libro y al que te recomiendan, porque ellos, que aunque al final confiesan que jamás lo han leído, saben misteriosamente que Lorca es el poeta que vale. A lo mejor en su veneración por el poeta granadino, mezclan algún verso de Miguel Hernández o de Machado, que todos ellos han sido musicados y de ahí les viene la afición. Nunca se les ocurre pensar, que uno lleva algún tiempo pendiente de la poesía y que como ha consagrado bastantes horas de su vida a su estudio, puede saber una miaja más de poesía que ellos, puede ponderar con mayor fortuna los aciertos y los errores de un poeta. Al flamenquito tu opinión se la trae floja, en esto sí se parecen a la mayoría de los artistazos que uno ha ido conociendo en su vida, personajillos de la noche que llevan décadas ensimismados en su monólogo. Con todo, lo peor del flamenquito es que siempre te toma por un guiri, por un pijo o por un maestro escuela metido a canallita de fin de semana. Te salen con la santísima trinidad del arte grande; Lorca, como decíamos, que será como dios, El Camarón, su particular cristito de barro y la Virgen que es Paco de Lucía, al que todos llaman Paco, como si fueran primos o compadres. Se sienten con todo el derecho del mundo a echarte la mano por encima con esa conmiseración vomitiva y a pedir otro cubata con cargo a tu cuenta, porque, como son tan magníficos y tan de la tierra, uno debe financiarles su puta bohemia. Yo, en adelante, les voy a financiar un huevo. A la flamenca.
JUAN ANTONIO GALLARDO.-. AGOSTO DE 2006

CHIVATOS

Conocer a una persona, hablar de ella con un amigo y trasladarle la magnífica impresión que nos ha causado y ver cómo el interlocutor va poniendo cara de asco; “ Si le conocieras...” Glosar la calidad intelectual de un colega que escribe, pongamos, en “Burundi Información”, que no es famoso ni nada, pero le ve uno con mucho talento y cultura. Del tirón, un crítico que siempre posee misteriosas informaciones, se explaya; ¿Ese? Anda ya si la mitad de lo que pone lo copia de una enciclopedia y esos gustos tan exquisitos de los que se pavonea son todos impostados, lo que de verdad le chifla es la música de los Camela, y no Schubert como escribe siempre. Asistir a una conferencia sobre derechos humanos en una coqueta y reducidísima dependencia municipal que parecería que le interesan menos los derechos humanos a la ciudadanía que, digamos, la presentación del cartel de la feria de la tapa. Asistir, decíamos, a la conferencia y quedarse uno maravillado con el compromiso de que hace gala la conferenciante. Enamorarse uno un poco de ella viendo cómo desglosa las mil ofensas con que se condena a los más pobres de la tierra. Comentarlo con una amiga a la hora de la copita y de los canapés y comprobar cómo la conferenciante tampoco vale un pimiento, cómo también está, la tía sinvergüenza, explotando vilmente a una sudamericana que le cuida a los niños y le limpia el dúplex, mientras va ella por ahí, tan contenta, soltando su discurso comprometido. Ir a comprar un deuvedé al kiosco en el que siempre compramos la prensa y ver un álbum de fotografías eróticas muy excitantes, darle ganas a uno de comprarlo y cortarnos de inmediato cuando vemos la cara de la vendedora, que nos acusa con sus ojos fijos, de todos las guarrerías pornográficas cometidas desde los tiempos del Divino Marqués, y nos amenaza – sin decirlo- con no volver a leer, ella que siempre lo hace con mucho gusto, ni una de nuestras cojitrancas columnas vagamente literarias.Se observa una maledicencia en la gente que lo descoloca a uno. Tantos años de repugnantes crónicas nocturnas televisadas en las que se festejaba el error, el renuncio o el delito de los paisanos en una orgía de insultos, cotilleos y vilipendios no han sido en balde. Todos hemos ido convirtiéndonos en vigilantes del vecino, antesala de otro fascismo o, si quieren, de otros estalinismos. Por ejemplo: nos reímos tanto con las desgracias del hombre libre, ése que permite que lo sean sus hijos, que lo sea su mujer. Lo llamamos con tanto gusto calzonazos y gilipollas, le hacemos gestos como de cuernos con los dedos, cuando baja al bar a tomar su cafelito, se sienta de espaldas a la inmensa pantalla televisiva y futbolera y no nos ve. Nos sentimos tan insultados si el hombre libre es además un hombre tranquilo, sensato, educado y silencioso. Buscamos en aquellos que a sí mismo se llaman progresistas, pequeñas cuitas que desmantelen su chiringuito solidario. Medimos la longitud de sus viviendas, la cicuta de sus nóminas, los caballos de su automóvil. Nos maravilla, sin embargo, que el facha de siempre tenga un pequeño gesto humanitario. Que se sienta dolido por alguna de las imágenes de sobremesa con que la información de la aldea global constata quiénes son los chulos del barrio universal y quiénes los pringados dramáticos. Si el facha tiene un amigo negro, damos palmadas en la espalda del facha y decimos qué bien, veis cómo tiene un gran corazón...pero que no se le ocurra al rojillo de taberna decirle a un paisha que le rebaje unos euros las gafas de plástico que pretende venderle, porque con ese regateo habrá tirado por la borda años de militancia, propaganda y discursos. Hemos relajado nuestros rigores intelectuales y morales, acudiendo a lo más fácil: destruir reputaciones y ejemplos. Para así no vernos jamás obligados ni a defender una reputación, la nuestra, ni a ser dignos de ejemplo en ninguna de nuestras actividades cotidianas. Pasamos de ciudadanos a súbditos hace poco tiempo y para eso hemos accedido a convertirnos en asquerosos chivatos de la intimidad de los demás.
JUAN ANTONIO GALLARDO .-. OCTUBRE DE 2005

DUALIDAD

Hace unos años, estaba mi menda paseándose por las orillas de Bajo Guía, el barrio de Sanlúcar de Barrameda, al que todavía llaman barrio marinero, que hace ya décadas que no es marinero ni nada. Un barrio de restaurantes y turistas. Un barrio donde se dan cita para lo del marisco; políticos, famosillos y guiris de parecida testuz a la de las gambas que comerán con cuchillo y tenedor, seducidos por el exotismo de nuestros productos, con una actitud parecida a la nuestra cuando nos comemos un cacho de serpiente en Indonesia. Pues por allí vagaba, silbando probablemente una cancioncilla de Bob Dylan, porque a uno siempre le ha gustado el viejo Bob con esa voz como de pregonero de pescao seco y esas letras en inglés que son poemas bonitos, de los que el jurado de un certamen de poesía provincial, jamás premiaría, pendientes como están estos jurados siempre, del decoro silábico de los poetas del siglo XXI. A uno, el viejo Bob le gustaba antes de que le dieran el Príncipe de Asturias de las artes, ahora presiente uno que va a empezar a gustarle menos, cuando se llenen las estanterías del corte inglés de recopilatorios y de inéditos de Dylan. El hombre es para escucharlo un ratito, y luego poner a Van Morrison o a B.B. King, pero no para estar todo el día con el country y las metáforas visionarias, católicas o emporradas, que de todo hay en la errática discografía del genio. Otro genio más, por cierto, como Valderrama, Rocío Jurado, Pedro Almodóvar y Farruquito, cada uno en lo suyo. Faltaba poco para que se pusiera el sol. Es un topicazo como un camión, pero la puesta de sol desde Bajo Guía es espectacular y, lo que es más sorprendente; lo es cada día. Apenas repite el crepúsculo, su poema visual, no como otros que siempre están escribiendo el mismo (poema, se entiende). Ayudan, claro está, la serenidad de las olas, que llegan a esa orilla como hastiadas, ayudan las combinaciones de color y luz, que propician la arena, el cielo casi siempre claro y, sobre todo, el tímido verdor del Coto Doñana, cuyas dunas coronadas de matojos, asoman desde la otra orilla. Alguna vez ha visto uno a un flamenco, acribillado por la luz crepuscular, convertirse en un animal mítico, y hasta a algún cochino jabalí, pararse a mirar cómo se oculta el sol en el horizonte, se diría que conmovido por la insoportable levedad del ser. Esta paz y esta contemplación del mundo, fue de pronto interrumpida, el día del que les hablo, por una profusión de fuerzas y cuerpos de las seguridad del estado, fuera de lo normal. No podía ser la incautación de un alijo de chocolate del moro, porque esas pendencias de la droga, la prohibición, la policía y los ladrones, suelen darse de madrugada. Cuando hay mucha policía por esta zona del mundo, todo el paisanaje sabe ya, que si no es una operación contra el narcotráfico, es que el presidente de turno del gobierno de España, se va a meditar unos días sobre lo divino y lo humano, ahí, al palacio de las Marismillas, a conmoverse como el cochinillo jabalí. Aquel día, todavía era presidente de turno el señor José María Aznar. Eran los tiempos en que este señor presidente, salía cada día en la tele echándonos la bronca, con el dedito deícida que diría Cesar Vallejo. Era el tiempo en que ya se perfilaba la especie de extravagante ultra en que se convertiría en cuanto dejase el gobierno y no tuviera que pagar peajes electorales a la opinión pública. Entonces asistí por primera vez a una transformación facial y gestual que sólo había visto en los dibujos animados. Un fan de Aznar, que ya hay que ser infeliz para hacerse fan de Aznar, estando por ahí Elsa Pataki (otra vez sale esta mujer en mi columna, al final veremos si vamos a tener esta gran mujer y yo algo…) le daba un poquito la brasa pidiendo un autógrafo o una foto, no sé. El caso es que el felizmente ex presidente del gobierno, le dedicó a este hombre, una sonrisa angelical, llena de comprensión y, yo creo, que hasta de ternura. Pero de pronto, en segundos, ya digo, como en los dibujos animados, miro al guardaespaldas que tenía a su derecha, con la cara roja de ira y los ojos inyectados de desprecio, exigiéndole al segurata que le quitara al pelmazo de encima. Yo en aquella transformación de Aznar, vi una representación gráfica de toda su política. Ese hablar catalán en la intimidad, al que sucede, como con la cara y el fan, una persecución política y mediática de los nacionalismos democráticos. Ese invitar a los sindicatos a los congresos del PP, al que sucede una reforma laboral cafre. Ese enternecedor, créanme, ciudadanos, Irak está infectado de bombas gordas, al que sucede el “es que yo no lo sabía” en tono frívolo y vacilón. Y ese desprecio tan grande a todos los que no piensan como él, con su melenita pija.
JUAN ANTONIO GALLARDO.-. JUNIO DE 2007