lunes, 18 de junio de 2007

EL CONOCIMIENTO


A los chavales les pusieron en el colegio “La vida es bella”, esa película de Roberto Benigni a ratos genial, a ratos conmovedora y hermosa, y a ratos histriónica.

El bienaventurado maestro, pretendía que después de ver la película, hiciéramos una charla en la que uno, invitado como poeta, pensador y articulista, ¡ole, la santísima trinidad intelectual! , introdujera aquella suerte de cine forum a la antigua usanza, ofreciendo algunas claves más o menos históricas sobre la barbarie nazi y si se daba el caso, sobre las excelencias del cine comprometido. Luego se abriría un turno de preguntas en el que los estudiantes, todos ellos mayores de catorce años, podrían saciar su sed de conocimiento. Como es lógico, tras la película, que la mitad de los chicos soportaron jugando con los teléfonos móviles, y la otra mitad prácticamente roncando, estaban los púberes deseando salir de aquella jaula y volver a las calles a solazarse y a arrebujarse entre ellos.

Uno se solidariza enseguida con los oprimidos, como con los judíos de “La vida es bella”, y se saltó a la torera la tontería de las preguntas para que los jóvenes pudieran escapar de la encerrona intelectual que le habíamos preparado, sobre todo el señor maestro, porque yo; el poeta, pensador y articulista, iba allí de invitado, cada vez más de piedra.


Al rato, tomando una cerveza en una taberna colindante, me encontré con uno de los chavales que habían asistido al fallido cine forum. Me había fijado en él porque llevaba una melena de esas con rastas, absolutamente envidiable. Uno se deja sus cuatro greñas y mira en el espejo la insolencia con que el tiempo como un látigo, deja caer su inexorable sentencia. El chaval me saludó y le preguntó al camarero si vendían lotes.

El lote, no es como hace un par de décadas, esa genialidad de meterle mano a una muchacha como si la vida nos fuera en ello. El lote contemporáneo es una botella de ron o de güisqui, otra de coca cola y varios vasos de plástico. El de la taberna dijo que sí, que había lotes, y el rastafari de pueblo, pidió una cerveza mientras se lo preparaban.

Como se sentó a mi lado, estime oportuno preguntarle si le había gustado la película. Me contestó que sí, que estaba “bonita” pero el problema era que no había entendido nada. Cuando decía aquel adolescente que no había entendido nada, se refería a que no sabía qué narices eran el nazismo, los campos de concentración, el Holocausto o las SS.

Pero vamos, que ni les sonaban. Entonces me acordé de mí, de los años en los que uno tampoco sabía casi nada y descubrió con la solemnidad con que se hacen estas cosas de jovencito, el prodigio del conocimiento. Ocurría entonces que uno no sabía qué era una república de trabajadores de todas las clases, y se aplicaba de inmediato a la búsqueda de información sobre ése u otro particular.

Andaba uno siempre pendiente de las cosas que decían sus mayores, y si lo que ocurría en Nicaragua, con la contra, con Ronald Reegan y con toda la pesca, era una especie de nuevo Vietnam, como había escuchado a un señor mayor en una tasca, buscaba uno; primero enterarse si Nicaragua era un país o una agrupación folclórica latinoamericana, y después el resto de los datos que hacían, que un chaval con catorce años, yo mismo, elevara una mijita su voz en alguna reunión de amigos mayores para decir: “Pues creo que no, que la situación en Nicaragua responde a otros parámetros geopolíticos de la administración estadounidense.”

Normalmente los mayores, no solían pegarle a uno un guantazo por pedante y niñato, alguno sonreía y algún otro tomaba en serio lo que el mocoso que yo era afirmaba. Pero uno había descubierto, leído; había buscado libros y enciclopedias. Uno quería saber.

Yo a los nazis los descubrí por culpa del Capitán América y por alguna serie de televisión, la guerra civil gracias a Arturo Barea y su excelente “La forja de un rebelde”, los últimos coletazos del franquismo, gracias a Luís Eduardo Aute y su canción “Al alba”, cuya letra todavía hoy me conmueve.

Quiero decir que las cosas y la cultura pasaban por delante de uno, y a pesar de la edad, del acné, de las pajillas compulsivas como un mono y de los encoñamientos casi mensuales por alguna muchacha, uno quiso y supo asirse al conocimiento. Y esta experiencia sirve para entender mejor el mundo, entender por ejemplo, que la vida es bella, pero que puede ser mejor.


GALLARDOSKI

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