viernes, 24 de agosto de 2012

MI ABUELA



Soñé con la casa de mi abuela, una casa vieja. Soñé que había un pájaro que cantaba en aquella cocina minúscula en la que mi abuela preparaba sus guisos. Mi abuela nunca tuvo un pájaro que cantara, pero sí lo tiene mi madre. Hace unos días, viéndola (a mi madre, a mi abuela ya para verla,  sólo en sueños y en fotografías) observé con cierta consternación cómo ambas van pareciéndose con el paso de los años.

¿A quién terminaré pareciéndome yo? Una de estas tardes en las que uno está un poco más tonto que de costumbre, me afeité la barba y me dejé el bigote solamente, buscando en mi careto el rastro de mi padre. Como fue tan evidente el parecido, me apresuré a rasurarme el mostacho, temeroso de ser poseído por el espíritu de ese hombre y que el síndrome de mister Hide, me llevara a salir huyendo de aquí, a perderme en los vericuetos de la madrugada , a tener cada día aventuras y desventuras como los románticos, a pasar de la risa, el vino  y la juerga con putas y amigotes, a la pena y el remordimiento por los seres  más o menos queridos, a vivir ya para siempre abandonado de todos, como él eligió vivir. Y morir.

Ah, los sueños, ráfagas de la vigilia que se transforman en historias desordenadas, como en una novela moderna o una película más moderna todavía,  en cuanto cerramos los ojos y nos dejamos mecer en la hamaca de la inconsciencia.

Mi abuela, en el sueño, me decía que si las cosas seguían así, tan mal, tendríamos que comernos al pájaro que cantaba en su cocina. Y cuanto más tajante era ella en su amenaza, más y más bonito cantaba el pájaro en su jaula. Yo le decía que jamás me comería al pájaro y ella, para convencerme, contestaba burlona; Si te lo comes cantarás mejor que Camilo Sesto. Porque ella me había visto – en la vida, no en el sueño- cantando  muchas veces frente al espejo de su tocador con un peine en la mano como micrófono, las coplas del artista; Melina, Getsemaní y Jamás, jamás he dejado de ser tuyo y lo digo con orgullo, que también ese hombre se estrujaba las meninges para escribir sus ripios.

El sueño terminaba terroríficamente, mi abuela ya no era mi abuela, era una oronda figura femenina vestida de negro que con un cuchillo en una mano y el pájaro cantor en la otra, se  acercaba a una cama enorme en la que yacía yo, enfermito, y declamaba: “Adivina, adivinanza, cual es el bicho que te pica en la panza”  Lo repetía muchas veces, yo sabía la respuesta pero en cuanto dijera ¡El hambre!.  ¡Zas! , el pájaro degollado. Así era el sueño, ahora que venga Freud y eche el rato, a lo mejor necesito unas pastillas o  me merezco una baja médica, o un sueldo por tristeza. Quién sabe.

A mi abuela, los años del hambre la habían dejado traumatizada para el resto de su vida. No me gusta esta frase, es un asco. Probemos otra; “El hambre, aquellos años terribles, la marcó para siempre” …tampoco es la hostia, pero vale, mejor que eso de “traumatizada”. Mi abuela no tenía traumas;  mi abuela tenía marcas, heridas en el alma y recuerdos del espanto.

Quizá por esa presencia del horror, racionalizaba los alimentos, a los que llamaba víveres. Y al telediario, el parte, a la policía; los guardias. A la guerra civil, con mucho temor, el levantamiento.  Y al dictador, caudillo. Cicatrices jamás curadas de la guerra y del lenguaje.

Si en casa sobraba pan,  había que comérselo por duro que estuviese tras tres o cuatro días en la panera. Una vez tuve la feliz idea de escribirle a mi abuela mi primera canción protesta. Se trataba de una especie de rap en el que se repetía insistentemente, como un mantra, una frase:

 “Habiendo pan tierno, comemos pan duro, habiendo pan tierno, comemos pan duro

 Arrastré al bendito de mi hermano Javi a aquella reivindicación musical. Yo tendría siete años y mi hermano seis. Él, en atención a mis peculiaridades rítmicas, se encargó de las percusiones, swingueando con las cucharas sobre los platos de cristal opaco duralex . Creo que mi abuela nos dio tres avisos, como a los toreros, y como fuera que seguimos los dos hermanos con la chanza y el pitorreo a las espartanas costumbres de aquella mujer, se vino hasta la mesa camilla donde habíamos montado la orquesta y en medio de un “Habiendo pan tierno…” nos propinó a los dos hermanos sendas bofetadas, una y dos, que acabaron con el cachondeo y probablemente lastraran para el futuro nuestras ínfulas de cantautores contestatarios.

 La casa de mi abuela olía a jabón y a alhucema y un poquito a soledad. ¿Cómo huele la soledad, dirá el prosaico? No sé, pero sé que huele.

En esa casa donde pasé algunos años de la infancia, mi abuela  perdió completamente la cabeza. Había sido la mujer más seria y rigurosa del mundo, poco cariñosa y poco dada como se ha mostrado en párrafos anteriores a lo que ella llamaba con infinito desdén “pamplinas”.

Piensa uno que llevaría guardada esa propensión a la alegría y a la parranda de mi estirpe porque,   en cuanto perdió la cabeza-  cómo me gusta esta expresión-  se arrancó el velo de amargura que las vicisitudes de la vida le habían colocado; viudez, pobreza, estraperlo, hambre, ocho hijos y cuatro “desgracios” que era el nombre que recibían los abortos o los niños nacidos muertos en su diccionario personal.

Cuando enloqueció se transformó en una mujer simpatiquísima, la demencia senil la desprejuició y cantaba con sincera alegría tanguillos de Cádiz, bien acompasados y alguna letrilla satírica y medio picante que la hacían esbozar una hermosa sonrisa, como si la niña que fue y que ahora, tras décadas de reprimirse a sí misma, había recuperado,  viniera a manifestarse.

Estuvo aquellos últimos años de su vida acompañada de personas que la querían, sobre todo su hija, mi madre, que jamás censuró - todo lo contrario; los estimulaba-  los desmadres octogenarios y los pollos dialécticos  que montaba mi abuela en su butaca. Mis hermanos la embromaban continuamente y para ella  (cuyo carácter todavía tendrá que estar haciendo temblar al niño dios del cielo en el que ella creía y  al que quería subir)  aquella necesidad de estar pendiente de  los comentarios de estos hermanos míos,  la mantenían alerta, viva, partícipe de lo cotidiano. Y aunque su mente anduviera entre fantasmas y mezclara pasado y presente, e incluso futuro…se desarmaba acaramelada cuando mi madre le cogía la cara con las dos manos y besaba sus mejillas que olieron siempre a jabón. Pocas veces ha visto uno en la vida unos ojos más agradecidos al cariño, más reconfortados por un beso.

A los mayores apenas se les conoce porque cuando vivos no nos interesan y tras su muerte los deudos suelen caer en la hagiografía más o menos lamentable. El caso es que tras este sueño he querido estar un rato con ella, con mi abuela. La escritura no nos dará de comer pero a ver quién es el guapo que me niega que la escritura me está dando para vivir. 

sábado, 18 de agosto de 2012

OLE MI NIÑO (I Y II)



1.- OLE

Hace algunos años, actuaba mi hija en una de esas pachangas que montan los colegios el día que se cogen las vacaciones de navidad. La performance de mi chiquilla era un ballet sobre una música atroz, de una cantante con un gran meneo de caderas. Eran lo menos veinte chiquillas de unos ocho años danzando al son de esa música. Nos habíamos comprado una cámara de vídeo, no como las de ahora, minúsculas y como de espías, no, una cámara casi de camarógrafo de National Geographic .

Asistí algo avergonzado al acto pensando que iba a ser yo el único hortera con la cámara al hombro. Cuando llegamos al salón de actos decorado para la ocasión con motivos navideños que sólo recordarlos ahora, desde este sábado de agosto, me producen una tristeza y una melancolía grandísimas, me encontré con una convención de reporteros con sus cámaras al hombro. Eran los papás de los niños artistas que iban a hacer las tonterías penosas que se hacen esos días. Algunos papás la tenían más grande y otros más pequeña (la cámara) y un tipo, supongo que un maestro del colegio, nos indicó amablemente que habían habilitado un espacio para los majarones que íbamos a grabar a nuestros tiernos infantes haciendo el mamarracho.

Si había uno transigido ya con lo de la cámara, con lo del festival navideño y con lo de darle la mano a un montón de pijos que conformaban la asociación de padres, cómo íbamos a negarnos a ponernos a escasos metros del escenario a dejar constancia en vídeo  del acontecimiento.

Una vez allí, como me aburría soberanamente por muy encantadores que pudieran resultar los pastorcitos cantándole bienvenidas al niño dios y el Belén viviente de los de preescolar, que algunos lloraban a moco tendido, mientras las voluntariosas maestras, dos chiquillas guapísimas, les hacían mojigangas desde la zona de apuntadores para que no jodiesen los llorones aquella evocación cristiana. Decía que una vez allí, me distraje en observar qué grababan con sus cámaras mis compañeros reporteros.

Me di un paseo por la fila, como el capitán pasando revista, y fisgué en todos los objetivos de forma que pude constatar, que todos los papás y algunas mamás que había, fijaban su objetivo en una sola de las personas que deambulaban por el escenario. Esta única persona o personita era su niño o niña, claro. Se trataba la mayoría de las veces de primeros planos conseguidos con el zoom, que como otras cosas de la vida, unos lo tenían mejor que otros. Si se movían  por cualquier cosa las cámaras, enseguida, como los de Dogma 95, la banda esa que montaron  Von Trier y Vinterberg, fijaban el objetivo tembloroso en sus hijos y les importaba una mierda el resto del colegio.

Sentí una angustia vital. Imaginé a todos aquellos papás enseñando durante años a los amigos y a los allegados la caza fílmica del día, quizá después del vídeo de la boda y del viaje de novios, que eso también suelen hacerlo y si uno fuese lo valiente que quisiera ser, les diría a los que nos ponen en sus casas esas tonterías con la excusa de que nos invitaron a cenar y de que se han gastado unas perras en vino bueno, que lo único que podría para nosotros tener interés es el vídeo de la noche de bodas, interés erótico si estaban guapos o zoológico si estaban ya fofos y un poco desvencijados, como los muebles viejos.

Salí del salón de actos, como digo, angustiado de ese fanatismo paterno y me acodé en una barra que habían puesto otros muchachos para coger fondos para una excursión que querían hacer, seguramente a las islas Canarias, donde volarían por fin libres de sus papás y sus cámaras y sus halagos, y sus consejos, y sus devociones. 

Y como jóvenes libres descubrirían, allí en el africano archipiélago, una serie de placeres que ya no querrán ni compartir ni confesar a sus padres; alcoholes, sustancias estupefacientes, hímenes y prepucios abismados por las camas de hotel. Libres al fin de la mirada de los papás y las mamás, para que el ciclo de la vida, que diría el Rey León, siga su camino inexorable.





2.- OLE MI NIÑO

Una virtud que reconocemos y nos sigue suscitando gran simpatía es la ecuanimidad. Para empezar,  frente al ecuánime no nos parecerá que nos pegamos contra un muro cuando tengamos que dirimir cualquier controversia y esa disposición ante el juicio, valorando nuestros argumentos, si es que los tenemos, y exponiendo los del otro, siempre nos enriquecerá moral e intelectualmente.

No creo que tenga que ver con la imparcialidad; ser imparcial es no tomar partido: Es decir;  que frente a un Real Madrid-Barcelona nos importa un pito quién gane y por qué humillante goleada. Ser ecuánime, sin embargo,  será sentir los colores de uno de los dos equipos en liza (por ejemplo del Barcelona)  pero reconocer tras el partido los aciertos del otro, la superioridad de su juego en esta ocasión y el merecimiento de la victoria.

Por eso nos molesta tanto ese fanatismo paternal (casi siempre materno) que puede llegar a convertir al inocente infante en un personaje odioso a fuerza de sufrir cómo su mamá pregona sus virtudes.
Por continuar con el símil futbolístico, si el niño de su madre juega en el equipo, hay que ver cómo juega de bien el niño de su madre, lo subnormal que es el entrenador que no lo ha sacado desde el minuto uno de juego para que demuestre lo que vale el niño de su madre y lo hijo de puta que es el delantero contrario que le ha dado al niño de su madre una patada en la rodilla, que le ha dolido, a su madre, mucho más que a su niño.

El niño, claro está, no tiene culpa de esa devoción materna, pero cuando lo vemos corretear inocente alrededor nuestra, no sabe uno porqué, pero siempre nos dan ganas de darle un cate, sin que nos vea su santa madre porque nos mataría sin dudarlo un segundo. No se imagina esa mujer que nos ha puesto al día de cada uno de los pormenores vitales del niño, de sus avances en el colegio, de su desayuno, almuerzo, merienda y cena, cuánto nos aburre su milonga. En realidad no se imagina nadie cuánto aburre al contertulio las hazañas de los vástagos propios.

A esas impudicias habría que contestar con un “¿pero de verdad crees que a mí me importa cómo hace tu niño futbolista la casa, si suelta o dura, bendita amiga?” Pero no decimos nada, por prudencia o por cariño,  y nos tragamos el pastiche con paciencia.

 También nos  callamos porque produce cierta piedad ver a esas mujeres depositar en sus hijos e hijas toda la esperanza, toda la ilusión de futuro, como si ellas no lo tuvieran ya, como si hubiesen ellas renunciado a su propia vida y no quieran otra cosa que vivir, aunque sea en diferido, la vida de sus hijos e hijas. Son pecados que merecen nuestra indulgencia porque son pecados de amor y en el amor, ya lo decía más o menos  Fernando Pessoa, todas las cartas que se juegan son naturalmente ridículas. 

sábado, 11 de agosto de 2012

EL DESAYUNO




Ella habla, la pobre,  como si tuviese la boca seca, poniendo morritos que se diría que anda ya, tan temprano, asqueada del mundo y de la vida. Puede estarlo. Seguro que hay tantos motivos en la vida de cualquiera para celebrar la estrofa hermosa del alba como para maldecirla. Pensamos, sin embargo, que la civilización tendrá algo que ver con ser educados en público, con no exteriorizar impunemente nuestra porquería más íntima  y por eso nos da tanta grima esa pose y esa boca. Y esa mueca despreciativa hacia los demás que no tenemos, a menos que se demuestre, ninguna culpa de la bilis que la posee. Levanta la mano para llamar la atención del camarero en un gesto ridículo, medio aristocrático. Ella es tonta.

Él arrastra su seseo con cierta petulancia. También con alguna violencia y todo lo que dice parece estar dicho desde un profundo desprecio por el otro, incluso cuando llegan unos amigos y bromea con ellos, sus bromas expelen ese cherito altanero. La ciudad a la que se ha venido a veranear está hecha una reverenda mierda, según su análisis que a lo mejor uno  podría compartir si no fuera porque nos cae tan gordo. Sus playas están muy sucias, afirma mientras tira al suelo, de cualquier manera, la enésima servilleta de papel con la que se seca las comisuras, porque se le ponen ahí, en las comisuras, unas pompitas blancas de saliva que dan tanto o más asco que la playa de mierda a la que se ha venido a echar el mes de agosto. Él es gilipollas.

Las posibilidades gastronómicas del desayuno son casi infinitas. Los cafés pueden tener mil y una modalidades y la temperatura y la cantidad de leche, cuando la lleva, es para hacer un máster sobre los usos, costumbres y manías de los clientes. No hablemos ya de las tostadas, a las que se le puede untar casi cualquier cosa y de los tipos de pan, que son otro ejército inerme de fórmulas, moldes  y levaduras. Todas las personas quieren la parte de abajo del pan de Viena y que la empresa tire a tomar por el culo la otra parte, la de arriba, aunque se vaya la empresa a la ruina.

 Hay mantecas con jamón, con chorizo, con trocitos de cualquier cosa. Blancas, coloradas, amarillas, como la ONU. Y patés, y mermeladas, y tomates triturados. Un archipiélago de opciones tan lejano de aquellas espartanas rebanadas de pan con manteca blanca, con su café; con leche, cortado o solo y ya está. Con sus dos dados de azúcar que con uno era más bien amargo el café y con dos demasiado dulce. Era, eso sí, un tiempo en el que en los bares desayunaban casi siempre hombres solitarios que ni tenían ganas ni veían motivos para ponerse pejigueras con el personal. Desde que la liberación de la mujer, tan beneficiosa y justa para todo lo demás, sacó de sus casas a las señoras y señoritas, el mundo del desayuno se ha abismado hacia un paroxismo multicultural de sabores, gustos y ambrosías.

El camarero atiende como puede a unas treinta personas, todas ellas de vacaciones, que parecen tener algo urgentísimo que hacer, no sé qué,  estando de descanso; preparar un jolgorio, una barbacoa, comprarse una camisa, acampar en la playa y plantar la sombrilla alrededor de la base de operaciones como los que acaban de conquistar un territorio enemigo.

Yo conozco al camarero y sé de su eficacia y voluntad, pero hay momentos que la faena inevitablemente lo desborda y siente uno ganas de levantarse, coger la libreta y echar una mano con las comandas y las carreras de la barra a la terraza, pulverizando olímpicos récords como hace el camarero. Equilibrios con la bandeja entre las sillas y las mesas, con los tiernos infantes correteando por allí, persiguiéndose entre ellos o moviendo las sillas que acaba el camarero de ordenar para que estorben lo mínimo y los tiernos infantes, protegidos por la indulgente mirada de sus papás, divirtiéndose mucho con la diablura de obstáculos y tirando gusanitos por la zona que otro esforzado empleado de la hostelería acaba de barrer.

Si la muerte no fuese, como dijo Pedro Padrón, un fin en sí mismo, es decir; si pudiésemos resucitar más o menos de manera instantánea a los muertos, si, en fin, fuese la muerte una broma (macabra, claro) daríamos rienda al instinto cafre que cada uno tiene dentro, como un animal salvaje al que llevamos toda la vida sometiendo a una doma venturosa, y cuando el hombre gilipollas y la mujer tonta expusieran nuevamente su insufrible estulticia, nos levantaríamos de nuestra mesa (que tampoco ha sido servida, pero los nativos tenemos una paciencia exquisita, sabemos que vendrán otros días de soledad en la terraza, otoñales, fríos) y sacaríamos el pistolón o el trabuco y ¡Bang! Entre ceja y ceja cuando todavía no hubiera terminado el hombre gilipollas su frase “Oye chaval (ssshaval) que yo he llegado antes (antesss) que ese señor (sheñor) y me falta todavía una porción (porssión)  de mantequilla

Huelga decir que esas ejecuciones sumarias serían de coña, que enseguida le diríamos al reo como Cristo a Lázaro “Levántate y anda”  y acaso añadiéramos; “Anda por ahí, capullo” . Que serían disparos como en las películas de Tarantino, chispeantes de justicia y de humor y que las muertes, insisto, serían como en los dibujos animados o, de nuevo, como en Tarantino.

De esta forma, a lo mejor, el gilipollas (él) y la tonta (ella) cuando encaminaran sus pasos en chancletas a la cafetería estudiarían si merece la pena darle la mañana al camarero que hace como puede su trabajo, sabiendo que si se ponen tontos y cursis serán sometidos al pelotón de ejecución (de broma) y harán un ridículo enorme.

Cuando he vuelto de eso, de tomar un café, me ha dicho;
¿Qué te pasa, que vienes con mala cara? ¿Ya no te gusta José Ángel Valente? (que era el libro que llevaba en la mano) .
- No, nada de eso- le he contestado aunque tengo que valorar lo de Valente porque a lo mejor tienen su “Diario anónimo” parte de culpa en toda esta matraca, vaya diario más chorra, petulante y –efectivamente- anónimo- Es que había en el bar una pareja de lo más impresentable y me han puesto de mala leche.

-Pues no te pongas ahora a contárselo a todo el mundo, a ti qué más te da…Me ha aconsejado cuando me venía para el ordenador.

- ¡Qué va, mujer, hoy voy a escribir sobre la desublimación represiva de la que peroraba Marcuse!  . Y aquí estamos.



sábado, 4 de agosto de 2012

RARA AVIS


El motivo de la invitación lo ignoro. Sería cosa de que un amigo de otro amigo… y así, exasperando la cadena de casualidades,  me llegó la carta. Pagaban el viaje y el alojamiento y pondrían mi nombre en una antología con otros doscientos o trescientos genios más. La cadena de casualidades siguió su herrumbrosa trayectoria y resultó que tenía que ir a esa ciudad para hacer unas mediciones por la cosa de montar una gran librería a unos señores. De manera que junté vocación y obligación y me aproveché de una y de otra. El viaje que tenía que haber hecho de todas formas me salía gratis …y la noche de hotel. Si encima conseguía venderles la librería a los señores y , para colmo, después de la lectura arrancaba una gran ovación del respetable, es que ya sería la leche.  Al regreso me abrazarían mi esposa y mi hija y me dirían eso mismo;  “Eres la leche, papá”.

En algún momento he debido equivocarme, pensé,  cuando me dijo el taxista; “ aquí es”. ¿Aquí? Pregunté, pero es que yo voy a leer a la “Asociación poética Rara Avis”. No sé porqué  se me había metido en la cabeza que la sede de la asociación iba a estar en todo el centro y además muy cerca del futuro cliente al que tenía que medírsela (la librería). No estaba en el centro, no. Aquello era un páramo como los que se ven en Afganistán con la tierra yerma, que deben de quitarse las ganas hasta de bombardearlos, de feos y tristes que son. Había que cruzar todo eso, unos doscientos metros de erial, para llegar a una barriada y allí estaría  ubicado el centro cultural,  social o de desintoxicación de toxicómanos.

El taxista estaba deseando largarse, temeroso de los apaches que iban asomándose por los agujeros de una tapia medio caída que dividía aquel descampado en dos partes. “Mire usted, normalmente no hago esta ruta, le he traído porque está la cosa muy floja, pero el  polígono es este, la asociación que dice usted no tengo ni idea, creo que algunas veces vienen a ver si quitan de las drogas a los chavales unos cuantos maricones y un cura, pero vamos, que estos pajarracos ya no tienen remedio”  Con lo de los pajarracos que no tenían remedio,  no sabía si se refería mi amigo el taxista a los yonquis, a los maricones o a los curas. Y como para rubricar el argumento se nos acercó uno de aquellos enganchados  y me pidió a mí (al taxista con la mirada que le lanzó, flamígera, como las de los arcángeles, no le iba a pedir nada) una ayudita. Indiqué  al taxista que se cobrase y- dije mirando de reojo la cantidad que marcaba el taxímetro- los sesenta céntimos que sobran se los da usted al compañero. “Manda cojones” Exclamó mi amigo el taxista, como diciendo que la costumbre era quedarse él con el cambio, de propina. Y así hubiera sido de no aparecer el zombi. Así que el taxista sentía como si  al final la limosna la hubiera dado  él. En teoría tenía que haberle pedido el ticket para presentarlo a la asociación “Rara Avis” pero pensé que si lo hacía, mi amigo el taxista sacaría de debajo de su asiento un mazo y nos correría a mí y al yonqui, a garrotazos por el descampado.

Mi amigo el yonqui-  ya se fue el taxista- sabía perfectamente qué era, a qué se dedicaba y dónde tenía su “sede central” la asociación. “Yo te acerco, tronco. ¿Tienes un cigarrito?”. Se lo di y me encendí yo otro para mí. Emprendimos la marcha como dos colegas a la búsqueda del antro mientras iba cayendo la tarde. Mi amigo el yonqui caminaba muy deprisa y me proponía sitios para ligar, al principio pensé que eran mujeres lo que quería que uno ligase, pero no; era para ligar estupefacientes muy diversos.  ¡¿Tú eres andaluz, no? ¡Buen costo por allí abajo, eh colega! Y yo le decía poniendo cara de golfo y  como si fuese el mismísimo Bob Marley; ¡De primera, tronco! , para que viera que uno era también enrollado y pasota.

Algunos de los apaches que se apoyaban en la tapia medio derruida nos siseaban, pero mi amigo el yonqui, me decía; Ni caso, nosotros palante, colega. Échate otro pito, ¿no choni?

Empecé a sospechar que mi amigo el yonqui iba a entregarme a los asesinos en cuanto llegáramos a la barriada. Que allí le darían de recompensa una miaja de heroína o lo que sea que lo ha dejado así, hecho una mierda, y conmigo se harían los sicarios pulseras de cuero, después de haberme robado y haberse choteado durante horas con las poesías que llevaba en la maleta.

Cuando entramos en la barriada aquella vi a lo lejos un coche de la policía local. Y me dieron ganas de decirle a mi amigo/traidor y a todos los sicarios que me miraban desde la oscuridad de  los alféizares :  ¿Ahora qué, cabrones? .

El coche de los guardias pasó por nuestro lado y saludaron a mi amigo yonqui los dos tripulantes. Eso me tranquilizó mucho. Seguro que no era un secuestrador sin entrañas, pero a lo mejor era confidente de la bofia (cómo se me pone el léxico suburbial) y al verme con él, los criminales pensarían que uno era de la policía secreta y eso era una ventaja y un problema. Si los malhechores eran unos pringaos bien, pero si eran de una banda importante, podían tener dos por el precio de uno: el chivato y el pasma cabrón.

Por fin llegamos al centro cultural “Rara Avis”. En la puerta había un cartelón donde se me anunciaba : Esta noche lectura poética de J.A. Gerardo “Gerardoski” . La primera en la frente, me dije. “¿Tú eres ése, tronco?”  preguntó mi amigo. “Casi”, respondí. Ese “casi”  le hizo a mi amigo una gracia tremenda. Supongo que le estaría haciendo efecto el primer chute. Casi, casi, repetía y se descojonaba solo. 
A mí también empezó a contagiarme esa risa y en pleno cachondeo de los dos, abrió la puerta de la asociación un hombre de unos sesenta años, con una cara de bueno que se le caía, pero muy serio. Con la risa floja y tratando de reponerme iba a hablar y decirle al señor que me perdonase pero que estaba muy contento de haber llegado sano y salvo hasta el umbral de su sede, pero mi amigo el yonqui se adelantó y entre hipidos y ahogando las carcajadas, le dijo “Padre, ahí le dejo a mi colega “Gerardoski que lo he traído yo hasta aquí,  o casi” Y otra vez, como dos tontos, nos pusimos a reírnos mientras que el “Padre” me investigaba por ver qué clase de individuo habían contratado y qué mierda de droga me había estado metiendo por ahí.

Lo peor era que yo no veía a nadie, pero la puerta de entrada era también la del salón de actos de la asociación “Rara Avis” y ya habían ocupado sus asientos, unas veinte o treinta sillas de propaganda de cerveza, un nutrido grupo de señoras con permanente y algunos jóvenes, que supongo que serían los maricones a los que se refería el taxista, y fueron testigos de toda la escena. Me miraban con reprobación contenida mientras yo, rojo de vergüenza pero todavía con la vaina de la risita, iba encaminándome a la tarima que más que nunca me pareció un cadalso.

El cura era el que me tenía que presentar y lo hizo, rapidísimo, como espetándome; ya te has presentado tú mismo bien presentado…En fin, dijo; aquí les dejo con la poesía de Juan Luis Galiardo “Galiardoski”. Y por la cara que puso su santidad, le faltó añadir; “que les aproveche”.

Cuando terminé de soltar el rollo había que tomar unas cañas con la plana mayor de “Rara Avis” y allí pasamos un buen rato, comiendo cacahuetes y bebiendo.  Una señora me vendió dos libros sobre la historia de la asociación y su encomiable labor social, veinte euros los dos. Cuando salí a fumar un cigarrillo a la calle, aparecieron dos chavales y me pidieron tabaco, el yonqui habría corrido la voz por el suburbio.

 Todo iba bien, me había gastado una pasta en el taxi, en tabaco y en libros, pero la gente no dejaba de felicitarme por la lectura y por las poesías y hasta el circunspecto cura me felicitó por mis versos. Al final, dijo, ha salido mejor que si hubiera venido fulano, que quería que le pagásemos el hotel y el viaje. El cacahuete que iba a meterme en la boca se me cayó al suelo. Tendría que haberles dicho que me habían prometido alojamiento y transporte, pero es que me quedé mudo.

Me llevó a la pensión  uno de los jóvenes voluntarios que parecía buena persona pero que conducía como Mad Max. Me despidió con un abrazo y me dijo que cuando quisiera las puertas de “Rara Avis” estaban abiertas para mí.  Le prometí que en nada estaría de nuevo por allí, con más poemas, más risas y más euros para comprar cosas de su biblioteca y unos collares muy floridos que hacían en clase de manualidades algunos drogadictos reinsertados y que ya había intentado colocarme la bruja que me vendió los dos libros (veinte euros, los dos) .

A la entrada  cacé al vuelo la conversación entre una señorita y su posible cliente que le porfiaba los emolumentos que requería la lumi por una felación. Dijo la señorita: “Sí, hombre, encima de puta pagar la cama”. Y con esa frase me fui yo a la mía, a mi cama. 

jueves, 2 de agosto de 2012

CRÓNICA DE VELADAS POÉTICAS



Yo creo que cuando los llaman para las cosas, los eventos que diría un presentador de barriada, les da apuro decir que no. En el fondo son cosas buenas y justas y como llevan toda la vida enarbolando banderas de emancipación de los pueblos y todo el mogollón, se consultan entre ellos ; “oye, ya que estamos de parranda y veraneo, qué trabajo nos  cuesta darle relumbrón con nuestra presencia a algún estertor socio/político/chachi/ cultural que organicen los pringaos”.  Y concluyen;” venga, vamos a echar el ratillo…”

Los pringaos organizan los eventos o cosas con la mayor ilusión, esa es la parte bonita; ponen carteles, publicitan el sarao y cuentan los euros que tiene la asociación cultural o lo que sea que regentan,  para darles, tras el recital, conferencia o lectura, un ágape medio decente a los aristogatos.

También cuentan con los de segunda “B” y los ponen a todos juntos en la cartelera, los de segunda “B” se sienten muy a gusto uniendo sus nombres a los de los candidatos al parnaso. Consideran los de segunda “B” que se lo merecen y que ahí empieza su compadreo, por fin, con los chulos y chulapas del baile. Y el público en general aguantará como pueda el rato de los teloneros, entusiasmados con la posibilidad de ver en carne ( a veces muchas carnes) y hueso a sus ídolos metaliterarios.

Nada es azaroso ni gratuito en esta vida, ni las poses,  ni las camisas que se ponen los dueños del cortijo intelectual, ni los sombreros, ni las gafas de sol. Esos atavismos, esas pintas  a medio camino entre señorito andaluz y Juan Valdés (el del café de Colombia)  forman  parte de un gran todo estético. También de una humana, demasiado humana, coquetería, claro.

Frente al uniforme triste y melancólico del poeta de pueblo con su camiseta negra de los Ramones o , todavía más triste, su camisa recién planchada, lacia y de mil rayas como la de los hippis reinsertados en la sociedad, aparecen los vacilones con unas camisas que no sabe uno dónde habrán podido conseguirlas;  verdes esmeralda aminorando protuberancias , blancas de lino a juego con el pantaloncito como si se fuera a una primera comunión postmoderna. Más que por sus brillantísimas y exitosas carreras, nos dan ganas de preguntarles por el sastre o la tienda super guay donde consiguen uniformarse y guapearse,   para ir uno cuando se pueda y gastarse los cuartos. Para disfrazarnos también.

Llegan en grupos de tres en tres, miran muchas veces el teléfono móvil y mueven la cabeza de un lado a otro, como buscando a alguien, o la salida de emergencia por si la chusma se pone muy pesada con los halagos y los regalos municipales.

De vez en cuando pervierten a algún poeta bueno que ya esté muy viejecito y lo convierten en cantautor o en mamarracho, eso depende.

Saludan animosamente a los de la boina (al fin y al cabo son su público, qué le vamos a hacer)  y miran los de la boina  de reojo a ver si a alguien le ha dado por echarles  una foto para luego ponerla en su garito e ir por ahí presumiendo de la gran amistad que le une a esa pandilla o grupo de plumíferos tan importantes para nuestras letras.
Los seis o siete magníficos, andan todo el tiempo temerosos de que vayan los alevines a llenarles la mochila con manuscritos y siempre hablan con las personas mirando hacia otro sitio, como buscando salvarse de los mastuerzos.

Si pudieran llevarían guardaespaldas para que apartasen a los fans a tortas, como las estrellas del rock o del cine. Por cierto, tampoco creo yo que sea tan doloroso leerse algunas cosas de los chiquillos y chiquillas que empiezan en esto de juntar palabras. ¿Quién sabe? A lo mejor en la provincia infame hay un genio en potencia, como ellos, alguno que emocionará con sus folios a la inmensa minoría. Conste que no hablo por mí que ni soy chiquillo ni chiquilla. Ni me importa una mierda la gloria esa, lo digo así; sinceramente. Sólo me importan mis amigos, mis coplas, mi familia y la revolución que está al caer, dentro de nada.

Sueltan su rollo con profesionalidad. Han perdido la cuenta de las veces que han reinado sobre las tarimas de la cultura o culturita. Como se saben tocados por la gracia del reconocimiento les importa poco que la concurrencia haya leído sus obras maestras o no. El proyecto, tras tantas servidumbres y tantas concesiones,  tiene que ver más con salir en una tertulia bien pagada de la televisión o de la radio que con escribir una obra literaria.

A veces sienten la molestia de saber que muchos de los que van a sus tinglados lo que quieren es probar suerte, porque a veces cuentan con la compaña de  un cantante muy famoso y muy canalla que lleva una década muerto de risa, y para los cazadores de firmas eso sería ya la hostia.

En cuanto terminan sus compadres el cantiñeo, salen cagando leches del  baile, como si anduvieran espantados o tuvieran que hacer muchas cosas importantísimas. Lo que tengan que cantar o contar los teloneros como es lógico se las trae floja, pero da mucha pena ver a algunos de los teloneros quedarse así, como un novio solícito con su ramo de flores esperando una fugaz miradita de la muchacha pretendida.
Algunas veces, cuando los organizadores del cotarro han visto la estampida de los poetas pata negra y comprenden que el fiestón ha perdido el brillo de las estrellas,  llaman corriendo al bar en el que se organizaba el ágape para que anulen rápidamente lo de las gambas y saquen tres o cuatro bandejas con tortilla de patatas y dos fuentes de aceitunas.

Los poetas (casi todos geniales) de Segunda “B”  se darán por satisfechos con la cena espartana y en cuanto se beban tres o cuatro vasos, irán olvidando el marisco, si es que soñaron alguna vez con catarlo. Olvidarán el manuscrito vergonzante, el libro editado por una asociación de ciclistas, el proyecto de revolución poética para girar por las bibliotecas de barrio y el motivo por el que anduvieron una noche de verano declamando versos,  con el calor tan grande que hacía.