sábado, 18 de agosto de 2012

OLE MI NIÑO (I Y II)



1.- OLE

Hace algunos años, actuaba mi hija en una de esas pachangas que montan los colegios el día que se cogen las vacaciones de navidad. La performance de mi chiquilla era un ballet sobre una música atroz, de una cantante con un gran meneo de caderas. Eran lo menos veinte chiquillas de unos ocho años danzando al son de esa música. Nos habíamos comprado una cámara de vídeo, no como las de ahora, minúsculas y como de espías, no, una cámara casi de camarógrafo de National Geographic .

Asistí algo avergonzado al acto pensando que iba a ser yo el único hortera con la cámara al hombro. Cuando llegamos al salón de actos decorado para la ocasión con motivos navideños que sólo recordarlos ahora, desde este sábado de agosto, me producen una tristeza y una melancolía grandísimas, me encontré con una convención de reporteros con sus cámaras al hombro. Eran los papás de los niños artistas que iban a hacer las tonterías penosas que se hacen esos días. Algunos papás la tenían más grande y otros más pequeña (la cámara) y un tipo, supongo que un maestro del colegio, nos indicó amablemente que habían habilitado un espacio para los majarones que íbamos a grabar a nuestros tiernos infantes haciendo el mamarracho.

Si había uno transigido ya con lo de la cámara, con lo del festival navideño y con lo de darle la mano a un montón de pijos que conformaban la asociación de padres, cómo íbamos a negarnos a ponernos a escasos metros del escenario a dejar constancia en vídeo  del acontecimiento.

Una vez allí, como me aburría soberanamente por muy encantadores que pudieran resultar los pastorcitos cantándole bienvenidas al niño dios y el Belén viviente de los de preescolar, que algunos lloraban a moco tendido, mientras las voluntariosas maestras, dos chiquillas guapísimas, les hacían mojigangas desde la zona de apuntadores para que no jodiesen los llorones aquella evocación cristiana. Decía que una vez allí, me distraje en observar qué grababan con sus cámaras mis compañeros reporteros.

Me di un paseo por la fila, como el capitán pasando revista, y fisgué en todos los objetivos de forma que pude constatar, que todos los papás y algunas mamás que había, fijaban su objetivo en una sola de las personas que deambulaban por el escenario. Esta única persona o personita era su niño o niña, claro. Se trataba la mayoría de las veces de primeros planos conseguidos con el zoom, que como otras cosas de la vida, unos lo tenían mejor que otros. Si se movían  por cualquier cosa las cámaras, enseguida, como los de Dogma 95, la banda esa que montaron  Von Trier y Vinterberg, fijaban el objetivo tembloroso en sus hijos y les importaba una mierda el resto del colegio.

Sentí una angustia vital. Imaginé a todos aquellos papás enseñando durante años a los amigos y a los allegados la caza fílmica del día, quizá después del vídeo de la boda y del viaje de novios, que eso también suelen hacerlo y si uno fuese lo valiente que quisiera ser, les diría a los que nos ponen en sus casas esas tonterías con la excusa de que nos invitaron a cenar y de que se han gastado unas perras en vino bueno, que lo único que podría para nosotros tener interés es el vídeo de la noche de bodas, interés erótico si estaban guapos o zoológico si estaban ya fofos y un poco desvencijados, como los muebles viejos.

Salí del salón de actos, como digo, angustiado de ese fanatismo paterno y me acodé en una barra que habían puesto otros muchachos para coger fondos para una excursión que querían hacer, seguramente a las islas Canarias, donde volarían por fin libres de sus papás y sus cámaras y sus halagos, y sus consejos, y sus devociones. 

Y como jóvenes libres descubrirían, allí en el africano archipiélago, una serie de placeres que ya no querrán ni compartir ni confesar a sus padres; alcoholes, sustancias estupefacientes, hímenes y prepucios abismados por las camas de hotel. Libres al fin de la mirada de los papás y las mamás, para que el ciclo de la vida, que diría el Rey León, siga su camino inexorable.





2.- OLE MI NIÑO

Una virtud que reconocemos y nos sigue suscitando gran simpatía es la ecuanimidad. Para empezar,  frente al ecuánime no nos parecerá que nos pegamos contra un muro cuando tengamos que dirimir cualquier controversia y esa disposición ante el juicio, valorando nuestros argumentos, si es que los tenemos, y exponiendo los del otro, siempre nos enriquecerá moral e intelectualmente.

No creo que tenga que ver con la imparcialidad; ser imparcial es no tomar partido: Es decir;  que frente a un Real Madrid-Barcelona nos importa un pito quién gane y por qué humillante goleada. Ser ecuánime, sin embargo,  será sentir los colores de uno de los dos equipos en liza (por ejemplo del Barcelona)  pero reconocer tras el partido los aciertos del otro, la superioridad de su juego en esta ocasión y el merecimiento de la victoria.

Por eso nos molesta tanto ese fanatismo paternal (casi siempre materno) que puede llegar a convertir al inocente infante en un personaje odioso a fuerza de sufrir cómo su mamá pregona sus virtudes.
Por continuar con el símil futbolístico, si el niño de su madre juega en el equipo, hay que ver cómo juega de bien el niño de su madre, lo subnormal que es el entrenador que no lo ha sacado desde el minuto uno de juego para que demuestre lo que vale el niño de su madre y lo hijo de puta que es el delantero contrario que le ha dado al niño de su madre una patada en la rodilla, que le ha dolido, a su madre, mucho más que a su niño.

El niño, claro está, no tiene culpa de esa devoción materna, pero cuando lo vemos corretear inocente alrededor nuestra, no sabe uno porqué, pero siempre nos dan ganas de darle un cate, sin que nos vea su santa madre porque nos mataría sin dudarlo un segundo. No se imagina esa mujer que nos ha puesto al día de cada uno de los pormenores vitales del niño, de sus avances en el colegio, de su desayuno, almuerzo, merienda y cena, cuánto nos aburre su milonga. En realidad no se imagina nadie cuánto aburre al contertulio las hazañas de los vástagos propios.

A esas impudicias habría que contestar con un “¿pero de verdad crees que a mí me importa cómo hace tu niño futbolista la casa, si suelta o dura, bendita amiga?” Pero no decimos nada, por prudencia o por cariño,  y nos tragamos el pastiche con paciencia.

 También nos  callamos porque produce cierta piedad ver a esas mujeres depositar en sus hijos e hijas toda la esperanza, toda la ilusión de futuro, como si ellas no lo tuvieran ya, como si hubiesen ellas renunciado a su propia vida y no quieran otra cosa que vivir, aunque sea en diferido, la vida de sus hijos e hijas. Son pecados que merecen nuestra indulgencia porque son pecados de amor y en el amor, ya lo decía más o menos  Fernando Pessoa, todas las cartas que se juegan son naturalmente ridículas. 

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